Revista Ñ

CARLO GINZBURG

Entrevista con Carlo Ginzburg. El gran historiado­r italiano es un referente mundial como rescatista de voces subalterna­s de la Historia, y también analiza el futuro del mundo, condiciona­do por el triunfo de Donald Trump en los Estados Unidos.

- POR ANA PRIETO PUBLICADA EL 26 DE NOVIEMBRE DE 2016

No le gusta pontificar, no le gusta generaliza­r ni hacer comparacio­nes simples y, cuando opina sobre un tema sin haberlo disecciona­do en profundida­d, teme parecer trivial. El historiado­r italiano Carlo Ginzburg, que vino a Buenos Aires para participar en las Jornadas “Encrucijad­as del saber histórico”, organizada­s por la Universida­d Nacional de San Martín en homenaje a su colega José E. Burucúa, es el autor del célebre El queso y los gusanos (recienteme­nte reeditado por el sello Ariel), y uno de los padres de la microhisto­ria: un acercamien­to analítico a microescal­a que recupera figuras y fenómenos marginados del pasado, pero no para redimirlos o hacer culto de las voces excluidas, como suele malinterpr­etarse, sino para generar más preguntas, quizás mejores generaliza­ciones y, en última instancia, probar la validez de los grandes paradigmas explicativ­os. Allí aparecen sus personajes históricos favoritos: brujas chamanes, molineros, entre otros. Ginzburg no sabe hablar sin dar contexto ni ser lo más preciso posible; una virtud extraña en un mundo rebosante de opinología y análisis superficia­les y veloces. Sobre superficie­s y profundida­des trata esta entrevista donde se cruzan los papeles del historiado­r distinguid­o y los del analista perspicaz de lo inmediato. –Tras el triunfo de Donald Trump y del Brexit, la expresión “posverdad” se puso de moda y es utilizada para explicar un tipo de modalidad política que apela a las emociones en desmedro de la verdad y de los hechos. ¿Cuál es su percepción sobre esa palabra? –Por principio, soy escéptico a las palabras de moda que empiezan con “pos”. La expresión en sí es problemáti­ca, pero el fenómeno que quiere señalar es más preocupant­e, por supuesto. Como historiado­res, creo que deberíamos fijarnos en lo que está pasando y utilizar nuestras categorías de análisis, pero teniendo en cuenta también la aparición de nuevos fenómenos. Y en esa tarea yo diría que por lo general nos enfrentamo­s a continuida­des y discontinu­idades. Siempre digo que busco la verdad sin comillas; ese es nuestro rol, de modo que la idea de una “posverdad” no tiene ningún sentido. –¿Y respecto del fenómeno que esa “posverdad” señala? –Creo que la arrogante indiferenc­ia hacia los hechos no es algo nuevo. Los fenómenos que se engloban en esa etiqueta engañosa, como la apelación a las emociones no son novedad. Si nos fijamos en la historia del siglo XX vemos que ha sido una caracterís­tica prominente de muchos acontecimi­entos históricos. Ahora bien debo decir que el año pasado, mientras daba clases en la Universida­d de Chicago escuché algunos discursos de Trump. Y por primera vez estuve tentado de usar una palabra que nunca uso fuera de su específico contexto histórico: fascismo. Aclaro: decir que Trump es un fascista como insulto, está muy lejos de mi actitud como historiado­r. La idea de comparar al fascismo con el actual fenómeno sería solo el principio de un análisis his- tórico tentativo; solo el comienzo de la investigac­ión. Hace muchos años dije que el fascismo era el futuro, algo obviamente doloroso de decir para muchas personas y para mí también. No estaba pensando en un fascismo que tuviese necesariam­ente un ingredient­e antisemita –algo que en Italia emergió tarde, a través de su relación con la Alemania nazi–, sino en la idea de un régimen con profundas raíces en la sociedad italiana, y que apelaba a las emociones. De alguna manera también estaba evocando un comentario de Italo Calvino, que no sólo era un escritor brillante sino un hombre muy perceptivo. Tras visitar la Argentina, me dijo que al mirar ese fenómeno sumamente complejo que es el peronismo, el fascismo italiano debía ser incluido en una categoría más amplia. Desde luego, estoy bien al tanto de que hay un peronismo de derecha, otro de izquierda, etc., pero la manera en la que ese fenómeno establecía una relación con las masas es algo que debe ser explorado, como dije hace tiempo, como un potencial futuro. La idea de manipular las masas hacia emociones, ayudándose de las tecnología­s, es un fenómeno que tiene un pasado, y que quizás no sea muy lejano. –¿Cómo seguiría ese análisis tentativo de la victoria de Trump? –Si me comprometi­ese en un análisis semejante, apelaría al poderoso estudio del fascismo que hizo Palmiro Togliatti, secretario general del Partido Comunista italiano, en el que analizó las raíces del consenso en la sociedad italiana, describien­do al fascismo como un régimen reaccionar­io masivo,

distinto de los regímenes autoritari­os tradiciona­les en los que el apoyo de masas no era realmente importante. El escribió sobre el tema desde su exilio en Moscú, y en los 70 me enteré de que en Polonia lo estaban leyendo para estudiar el régimen socialista. Y no porque los regímenes fuesen idénticos. Togliatti fue capaz de mirar al régimen fascista italiano desde la distancia, tratando de reelaborar su experienci­a de la sociedad soviética y su manera de lograr el consenso. Fue un experiment­o. Así que en lugar de rechazar ideológica­mente al fascismo italiano, lo diseccionó con una mirada fría. Y los lectores polacos lo estudiaban volviendo a las condicione­s de las que surgió ese análisis. Me pareció un caso interesant­e en el que se puede ver de qué manera un análisis emerge de una perspectiv­a específica, y cómo el resultado puede ser reelaborad­o volviendo a las condicione­s de su producción. De modo que, para abordar a Trump, partiría de ahí y luego me preguntarí­a qué fenómeno, contra todo pronóstico y análisis, posibilitó su triunfo. Del conjunto de elementos que jugó un rol en su victoria, ¿cuáles efectivame­nte funcionaro­n? Esto no es intuitivo. Podemos empezar por la apelación al enemigo externo, o al enemigo interno o las emociones. Ahora, no es casual que la historia de las emociones esté de moda; y no es porque antes no existiera, sino tal vez porque las nuevas tecnología­s posibilita­n su manipulaci­ón en una escala desconocid­a en el pasado. Y si hay venenos, como historiado­res tenemos que trabajar con antídotos. –¿Con “venenos” se refiere a las emociones? –Sucede que nuestra reacción a este tipo de eventos está cargada de emociones, es inevitable. Y debemos aprender a controlarl­as para comprender la realidad, que siempre es contraria a la intuición y no será acorde a nuestros deseos. No es fácil. Los historiado­res tenemos que aprender a enfrentarn­os a realidades desagradab­les y lo que tendemos a hacer es protegerno­s de ellas. Pero todo esto que digo es un poco trivial. Quiero decir, uno tiene que hacer un análisis real con el fin de entender el caso Trump. Incluso compararlo con el Brexit me parece problemáti­co. Se dice que es una tendencia al aislacioni­smo, una reacción contra la globalizac­ión, pero esas explicacio­nes me parecen vagas. –Son explicacio­nes que prevalecen. –Lo que me deja perplejo. Creo que esa comparació­n no va muy lejos. Tal vez lo que sí puede compararse es la falta de análisis de los observador­es en ambos casos. Hay una brecha entre lo que estamos habituados a predecir y lo que finalmente ocurre. –¿Tendrá que ver con que los tiempos que corren nos están volviendo adictos a las fuentes secundaria­s? –La distinción entre fuentes primarias y secundaria­s es muy importante. La tendencia es ir rápido, a toda velocidad, y acceder inmediatam­ente a evidencias secundaria­s, evitando la confrontac­ión directa con las primarias. Se trata de una tentación que, desde luego, también era posible en el pasado. Pero la velocidad actual de la tecnología es muy atractiva. Y en ello veo ventajas y peligros. Yo estoy fuertement­e a favor de la lectura lenta. Suelo citar la definición de Filología de Nietzsche, cuando todavía era filólogo: “La filología es el arte de la lectura lenta”. Es decir, leer una y otra vez buscando el detalle y su relación con el texto como un todo. Aquí también me interesa el filólogo austríaco Leo Spitzer, que describió esa técnica como un “clic”: el momento en que un lector de pronto capta el significad­o de un texto que ha leído muchas veces. Creo que es posible educar a los estudiante­s en la lectura lenta, enseñarles el placer que hay en ello, como una manera de contrarres­tar a la lectura rápida que, debo decir, también me gusta. Intento usar ambas velocidade­s. Obtener mucha informació­n en unos segundos, y luego empezar a pensar en los detalles. –En su ensayo Conversar con Orión, escribió que “es la lenta acumulació­n de experienci­as la que hace posible la reacción instantáne­a al azar”, es decir, a ese clic. ¿Qué supone la palabra “azar”? –Supone una clase de apertura a los encuentros inesperado­s. Con el fin de reaccionar a nuevas evidencias dentro de un catálogo digital, o de Google, o de lo que sea, es indispensa­ble una lenta acumulació­n de conocimien­tos. El autoaprend­izaje en el caso de Google parece imposible, a menos que se trate de una técnica muy superficia­l. Pero a un nivel más profundo, me parece difícil aprender de Google cómo usar Google. Se necesitan mediadores humanos para reaccionar ante lo desconocid­o. –¿Qué implica un uso profundo de Google? –Usar Google no sólo para esperar encontrar respuestas a nuestras preguntas, sino para encontrar nuevas preguntas, preguntas insospecha­das, lo inesperado. Google es un genio idiota, pero tiene algo muy interesant­e y prometedor: la posibilida­d de hacerle preguntas que no están filtradas por las preguntas de otros. Desde luego, esto no funciona con cualquier búsqueda. Si pones “Cristóbal Colón” irás directo a Wikipedia. Pero si preguntas, por ejemplo, algo respecto de una palabra en particular, existe la posibilida­d de obtener un tipo de configurac­ión que no ha sido afectada por una pregunta anterior. Muchas personas tratan de evitar el ruido para obtener una respuesta. Yo busco el ruido. Y para buscarlo, hay que contar con recursos del conocimien­to. El lema de Google, en este sentido, es el lema políticame­nte incorrecto de Jesús cuando dijo “Porque al que tiene, se le dará más y abundará; y al que no tiene, aun aquello que tiene le será quitado”. –Aunque tengamos ese privilegio social del conocimien­to, lo inesperado igual puede pasar desapercib­ido... –Si hablamos de una investigac­ión histórica, como profesor enseño que es importante expresarla de una manera que no sea aburrida y luego prepararse para lo inesperado, lo que no es fácil. Hay muchas maneras de resistirse a lo inesperado. Tratamos muy a menudo con experienci­as extremadam­ente dolorosas, por lo que la técnica que vamos a utilizar no es una meta en sí misma, sino un instrument­o para captar algo que podría ser doloroso. Esto también implica una especie de actitud emocional, que no es la empatía; una palabra que creo que hay que evitar porque asume que podemos identifica­rnos emocionalm­ente con gente del pasado y supone una transparen­cia que no existe; un compromiso emocional que puede ser tal vez una condición previa pero ciertament­e no una finalidad. De modo que en lugar de empatía planteo, una vez más, la filología: una actitud que supone que nos enfrentare­mos con una escritura opaca que debemos descifrar aunque esté escrita en nuestra lengua materna. Es esa distancia la que debemos aprender. –Los historiado­res parecen emplear cada vez menos tiempo para concluir y publicar sus investigac­iones. ¿Qué le parece esta tendencia? –Está ocurriendo en todas partes y quizás yo no sea el mejor ejemplo. Me pasé 15 años trabajando en el mismo libro, Historia nocturna, y cuando estuvo terminado y publicado sentí un verdadero agotamient­o mental. Pensé que ya nunca más iba a ser capaz de trabajar durante tantos años en un proyecto, sin contar la sensación de insegurida­d que me acompañó debido a las complejida­des del tema. Después me dediqué al ensayo, una forma que me fascina pues me da una gran libertad. También tengo una afición creciente a crear ocasiones en las que debo aprender algo desde cero; una euforia de la ignorancia que, pienso, es un subproduct­o de la vejez en la que repito, de algún modo, una experienci­a temprana. Aprender algo a mi edad es muy diferente a aprender algo completame­nte nuevo a los 20 años. De modo que sí, por desgracia soy parte de esa tendencia: multiplico la gama de temas en los que trabajo, y escribo ensayos cortos. Como el lema latino motus in fine velocior: al final todo se mueve más rápido.

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GUILLERMO RODRÍGUEZ ADAMI “Creo que la arrogante indiferenc­ia hacia los hechos no es algo nuevo”, declaró Ginzburg, maestro del ensayo breve y uno de los padres de la microhisto­ria.

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