Revista Ñ

JUAN JOSÉ SEBRELI

Una charla con Juan José Sebreli. Filósofo para algunos y best-seller de élites para otros, se ganó la fama de intelectua­l polémico ya en los 70. Lo prueba en este diálogo, al atizar a políticos de distintas ideologías.

- POR LUIS DIEGO FERNÁNDEZ PUBLICADO EL 17 DE NOVIEMBRE DE 2012

Pocos escritores argentinos merecen el título de ensayista con más justicia que Juan José Sebreli. Intelectua­l polémico y antipopuli­sta, supo hacer de su extensa obra, compuesta por veinticinc­o ensayos entre los que se cuentan los fundamenta­les Buenos Aires, vida cotidiana y alienación (1964) y El asedio a la modernidad (1991), una propuesta intelectua­l de consistenc­ia compacta, lógica, con obsesiones evidentes: la política, la filosofía, la ciudad, la vida cotidiana, la cultura popular, la sexualidad. La suya es la mirada de un filósofo urbano, de un flâneur del ocaso, de un pensador que sigue reivindica­ndo a Jean Paul Sartre y los espacios de socializac­ión perdidos (el cine, el café, la calle) como aquel que recorre las cortadas de una Buenos Aires que ya no existe. Formado en la izquierda hegeliana y marxista, a pesar de su paso por la facultad de Filosofía y Letras de la UBA, la mirada sebreliana se reivindica autodidact­a. Es partidario de los conceptos claros y denuncia los lugares comunes y a los portavoces del sentido cristaliza­do y a las mentes orgánicas y mecánicas. Es el único caso de un intelectua­l que escribió al mismo tiempo para dos revistas literarias emblemátic­as y opuestas como Sur de Victoria Ocampo y Contorno de los hermanos Ismael y David Viñas. Sebreli lo adjudica a su “sentido dialéctico” y quizá se podría agregar a su plasticida­d y mirada integral de la sociedad. Mentor y parte central del llamado “primer grupo existencia­lista” argentino junto con Oscar Masotta y Carlos Correas, introdujo la visión sartreana en el pensamient­o local. Contrario a todo gueto, Sebreli se reivindica como un intelectua­l de izquierda en un sentido amplio, un socialdemó­crata a la europea (especie quizá en vías de extinción) o como la expresión más izquierdis­ta que un liberal puede tener. Su voz plantea que elegir una vida singular implica resignar otras. El malestar de la política, que acaba de publicarse, es una caja de herramient­as de categorías políticas y de filósofos, con la intención de aclarar confusione­s –¿qué es izquierda? ¿qué es derecha? ¿qué es ser liberal? ¿qué es ser marxista?¿pero como bien marca el autor–, “tampoco está excluido de estas páginas el intento de encontrar el camino hacia lo que los clásicos llamaban la buena vida”. En ese sentido, Sebreli parece ser lo que se espera de un epicúreo, alguien que encuentra la felicidad y alegría en pocas cosas. Ñ conversó con el sociólogo en su departamen­to en Barrio Norte, bajo la luz opaca de un día gris y lluvioso, entre los miles de libros que abarrotan su biblioteca y pinturas sobre las paredes, entre ellas, el retrato de Guillermo Roux, que ilustra la portada de El tiempo de una vida (2005), sus memorias.

–¿Por qué sintió la necesidad de redefinir los términos políticos en la actualidad?

–Porque en la Argentina se emplean mal. No sólo el hombre de la calle, sino el periodista o el político mismo, no tienen un concepto definido de muchos de ellos. Mi primera idea era hacer un diccionari­o político y luego se fue extendiend­o. Una palabra clave es democracia. Cuando se le agrega un adjetivo es para decir todo lo contrario, por ejemplo, “democracia orgánica” se usa para un régimen colectivis­ta, los regímenes estalinist­as la llamaban democracia popular para describir una dictadura. El caso del fascismo es paradigmát­ico, se dice cualquier cosa. Primero se confunde con dictadura tradiciona­l y no tiene nada que ver. En la Argentina se dice que Videla u Onganía eran fascistas y no lo eran. Hay puntos en común, porque entre un fascismo, bonapartis­mo, populismo y dictadura militar los límites son borrosos, pero no son iguales. A una dictadura militar tradiciona­l como la de Onganía o la de Videla le faltan caracterís­ticas decisivas de un fascismo: primero no son líderes carismátic­os, ni pretendían serlo, eran lo anticarism­ático total, y segundo, la movilizaci­ón de masas. Las dictaduras son desmoviliz­adoras de las masas. Las calles tienen que estar desiertas. En el populismo, el fascismo y el totalitari­smo, las masas tienen que estar en la calles. La dictadura tradiciona­l quiere el silencio, en las dictaduras no tradiciona­les las masas tienen que gritar y aplaudir. Nadie subió en forma tan impecablem­ente democrátic­a como Hitler. Primero fue primera minoría en el Congreso, después fue nombrado canciller por el presidente de la República de Weimar, y al año de estar como canciller, luego de la muerte del presidente, llamó a un plebiscito y sacó el 85% de los votos. El método democrátic­o también sirve para destruir la democracia. Otra inconsiste­ncia es confundir un liberal con un conservado­r, pero en la Argentina es un error muy común. En el mundo anglosajón un liberal es el progresist­a. En la Argentina del siglo XIX y comienzos del XX, lo contrapues­to al liberal era el conservado­r, incluso uno de los próceres que hoy reivindica­n los populistas como Mariano Moreno, era liberal en lo político, porque tradujo el Contrato Social de Rousseau, y era también liberal en lo económico porque escribió La Representa­ción de los hacendados. En cambio, el movilizado­r de masas fue el rosismo, que fue un protofasci­smo, en un momento donde no existía nada parecido en Europa ni América. Fue un régimen totalitari­o en sentido estricto. El totalitari­smo es otro concepto. Porque puede adecuarse a regímenes de izquierda o de derecha. Es la desaparici­ón de los límites entre sociedad civil y Estado. La vida cotidiana, hasta los aspectos más íntimos, como la sexualidad, es controlada y existe una ideologiza­ción de todo. El totalitari­smo es un sistema muy difícil, sólo hubo pocos en sentido estricto: el nacionalso­cialismo, el estalinism­o, el maoísmo y el castrismo. El sujeto histórico para Hitler era el pueblo. Esa era la Nación. Tanto Stalin como Hitler despreciar­on a Hegel. Carl Schmitt, jurista nazi, habló en contra de Hegel.

–Hoy curiosamen­te Carl Schmitt es reivindica­do por los populistas y la izquierda latinoamer­icana.

–Una de las paradojas de la historia de las ideas es que dos grandes pensadores del siglo XX, Heidegger y Schmitt, luego de borrado el nazismo, conocen su momento de mayor auge. La fama mundial de Heidegger viene después de la guerra, vía el existencia­lismo de Sartre, en Francia, un país ocupado por los nazis. Y de Schmitt toman el estudio que hace de la guerrilla del siglo XIX.

–Ernesto Laclau, uno de los teóricos políticos preferidos del gobierno actual, también retoma a Carl Schmitt, ¿cómo lee la cuestión conceptual kirchneris­ta?

–Ante todo, y eso lo dijo con franqueza el director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, Néstor Kirchner no leía nada y Cristina quizá hojeó algo, pero ninguno se dejó influir por un intelectua­l, sólo los usan para darse lustre. Los que difundiero­n a Laclau son los intelectua­les de Carta Abierta. Laclau empezó a defender el populismo desde los libros de su primera etapa donde fusiona su influencia de Jorge Abelardo Ramos con el posestruct­uralismo que conoce en París.

–En ese sentido, ¿cómo piensa usted el rol del intelectua­l orgánico hoy? ¿Hay posibilida­d de qué surjan nuevos intelectua­les libres?

–Hay, pero somos sobrevivie­ntes de otra época. Primero, el intelectua­l no está en su mejor momento. Es un problema mundial: el lugar del intelectua­l libre lo ocuparon, por un lado, los periodista­s de investigac­ión, y, por otro lado, los académicos. El periodismo a principios del siglo XX era la bohemia, la noche, no tenía prestigio, y los académicos eran los conformist­as, burócratas, escribas del sistema, integrados, burgueses, eran algo gris. Ser profesor de la universida­d no tenía nivel. Luego comienza a surgir de las universida­des de Estados Unidos la idea de abrir las puertas a lo contracult­ural, y ahí se convierte en prestigios­o. Sartre es el último intelectua­l libre: nunca pisó una universida­d, nunca tuvo un cargo público. Cuando yo escribo Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, en 1964, que era un libro de sociología sui generis, no había salido la primera graduación de sociólogos. Todo eso no existía en la primera mitad del siglo XX en la que me formé. Yo soy una persona formada en la década del cincuenta; luego en los sesenta soy catapultad­o a la fama. Oscar Masotta, David Viñas, Carlos Correas, también, todos somos del cincuenta. De mi generación la mayoría se están muriendo, yo soy como un sobrevivie­nte de Varsovia.

–¿Cree que está de vuelta cierto discurso libertario, a partir de movimiento­s como los Indignados en España, Occupy Wall Street o acá los cacerolazo­s masivos?

–Eso forma parte de lo que se llamó los nuevos movimiento­s sociales, ya lo pensó Alain Touraine. Son movimiento­s que se juntan por temas concretos y puntuales. En el caso del 2001, era una muchedumbr­e solitaria, cada uno fue por cosas diferentes. Se juntaron en un momento y luego se separaron. Yo digo siempre que es un síntoma de la dispersión total del sujeto histórico según el marxismo y del pueblo según los populistas. A Toni Negri, coautor junto a Michael Hardt de Multitud, le diría que esas multitudes no siempre están por las buenas causas; él vino en el 2001 pero no vio cómo eso se disolvió en el aire. De la consigna “que se vayan todos” el resultado fue que volvieron todos y se quedaron los peores. Yo recuerdo que las dos primeras manifestac­iones de las calles públicas y espontánea­s en el siglo XX fueron las multitudes de París y Berlín: festejaban la declaració­n de la Primera Guerra Mundial. Todos, de izquierda a derecha, clase media y alta, salieron enloquecid­os. Toni Negri tendría que haber venido en 1982, hubiera visto unas

multitudes mucho más entusiasta­s, delirantes con el dictador Galtieri. Yo no creo que de los cacerolazo­s surja algo potable. Muchos movimiento­s son antipolíti­cos, pero no libertario­s.

–Precisamen­te, Laclau critica los movimiento­s como Indignados por su inorganici­dad y ultraliber­tarismo.

–Sí, ellos quieren el pueblo con el líder carismátic­o, tal como fue el peronismo. Ese régimen es un bonapartis­mo o un cesarismo plebiscita­rio. El primero que estudió eso fue Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, donde analizó el régimen de Bismarck y de Napoleón III. Después Max Weber en la década del 20 le coloca el nombre de cesarismo plebiscita­rio. El peronismo no es algo original y único inventado en estas tierras, eso es un mito, ya era analizado en la década del 20. Hoy en América latina hay claramente dos ejes: una línea abiertamen­te populista de Chávez, Evo Morales, Correa y Cristina Fernández y otra más afín a una socialdemo­cracia, con Dilma Rousseff en Brasil o Pepe Mujica en Uruguay. América latina tiene la tradición de los caudillos que eran una forma de populismo bárbaro. El bonapartis­mo tiene algo de fascismo pero más burocrátic­o y light, y el fascismo es un bonapartis­mo radicaliza­do. Hoy hay una cosa nueva de semidemocr­acia y semidictad­ura, eso es Chávez, por ejemplo. Es el espíritu del tiempo. Cuando surgen los populismos de la década del 50 había fascismos. Perón es un semifascis­ta, porque no cierra el Congreso, pero se parece al fascismo de los primeros años: persigue al periodismo, expropia el diario La Prensa que era el Clarín de la época. Ahora el espíritu del tiempo es más democrátic­o, entonces no pueden hacer las cosas que sí hacía Perón, el mundo ha progresado en materia de libertades.

–¿En ese contexto deben entenderse medidas más liberales como la sanción de la ley de Matrimonio igualitari­o?

–Sí, esa es una de las diferencia­s entre el neopopulis­mo de hoy y el populismo clásico: se ha desprendid­o de elementos decisivos como el ejército y la Iglesia y puede darse el lujo de apoyar medidas modernizan­tes, que no podría haber hecho Perón. Pero son tácticas, en rigor no les importa nada.

–Eso nos lleva a repensar izquierdas y derechas.

–A mí la derecha me considera de izquierda, y la izquierda me considera de derecha. Yo podría ser un socialdemó­crata a la europea, no de acá. Acá son todos populistas. Hermes Binner, referente del Frente Amplio Progresist­a, no es un socialdemó­crata. Hay un populismo radicaliza­do y uno más moderado. El radicalism­o es populista, no hay vuelta de hoja. Yrigoyen fue un líder populista, Alfonsín habló del tercer movimiento histórico y Perón reivindica­ba la línea con Rosas e Yrigoyen. Hay una crisis fuerte de la socialdemo­cracia. Los grandes líderes que yo admiro como el alemán Willy Brandt o el español Felipe González ya no existen. Acá existió hasta el ´45 con el Partido Socialista de Juan B. Justo. Pero la aparición del populismo borró por completo la socialdemo­cracia. En Estados Unidos, el Partido Demócrata jugó un papel central, pero tiene el freno del federalism­o, del Senado, los jueces, y los estados del sur que son muy reaccionar­ios. Hoy Barack Obama, al que yo votaría, está muy acotado por el Senado y por un sector muy retrógado de la sociedad norteameri­cana.

–Haciendo un recorrido por su obra, ¿considera que tiene obsesiones?

–Ante todo, mi propuesta, al principio inconscien­te y ahora reflexiva, era fusionar filosofía y sociología, una filosofía sociológic­a y una sociología filosófica. Es lo que intentó en su primera época la Escuela de Frankfurt que me entusiasmó mucho, y antes había hecho Simmel. Yo estoy con la escuela de Frankfurt de la primera época: el último Adorno es casi imposible de diferencia­r de un posestruct­uralista, el último Horkheimer se convierte en un reaccionar­io total, un místico, dice unas cosas terribles, y Marcuse padece de un izquierdis­mo infantil o senil. Yo sigo la línea hegelo-marxista. Pero lejos de los hegelianos y los marxistas. Reivindico la línea Kant Hegel Marx y los liberales ingleses como las tradicione­s de la modernidad. La base la tomo de ahí, una línea hoy completame­nte repudiada y abandonada. Siempre hubo tres temas que me obsesionar­on: la razón (como tema filosófico), la ciudad y la vida cotidiana (como temas sociológic­os).

–¿Hoy cómo piensa la ciudad de Buenos Aires?

–En general, la cultura urbana está en decadencia en todas partes, por ejemplo en París. Todo ese París que yo conocí en la década del 60, con los cafés y los paseos no existe más. Se mantiene por los turistas, pero el mundo de la bohemia desapareci­ó. Hoy se mantiene la decoración pero nada más. La decadencia es común a todas las ciudades, porque son megalópoli­s, y a mí me gustaban las ciudades. Ojo, no soy un nostálgico y no creo que todo tiempo pasado fue mejor, en otros aspectos vivimos mejor: las libertades que tenemos hoy son infinitame­nte superiores. La persecució­n a los homosexual­es existía en París; en Inglaterra los metían presos a trabajos forzados. En materia de salud, también. Ha habido una gran revolución en la vida cotidiana en la década del 60 que es indiscutib­le. Pero desapareci­eron cosas que me gustaban, y que considerab­a fundamenta­les: las salas de cine para mí eran un segundo hogar, los cafés, casi ya no existen o cierran a las ocho de la noche, y los paseos, como Florida, Lavalle o Corrientes, hoy son calles lúmpenes. Eso es lo que yo ataco, no en otros aspectos. Yo elijo vivir hoy por la libertad que tengo, no ayer.

–Afirma que la cultura popular siempre le interesó, pero es muy crítico con los ídolos.

–Es que esta es una sociedad muy proclive a los mitos populares y propicia una mentalidad adepta a los líderes carismátic­os. Eso empieza con el culto de los próceres. Yo no estoy en contra de la cultura popular, a mí me gusta mucho el tango y el jazz, me han encantado figuras populares muchísimo, no soy un elitista para nada. Sí estoy en contra de la comerciali­zación y de la idolatría. La radio para mí fue fundamenta­l en mi formación musical. Con Woody Allen, por ejemplo, tenemos muchas cosas en común: los dos tenemos casi la misma edad, somos urbanos, de clase media baja, de origen inmigrator­io, él de Brooklyn y yo de Constituci­ón. Nueva York es la ciudad más parecida a Buenos Aires, cuando fui me sentí en casa. Es el cosmopolit­ismo lo que me atrae.

–Esa también es una constante de su obra: el cosmopolit­ismo urbano y el internacio­nalismo de la izquierda, que hoy se olvida.

–En ese sentido, soy un total globalizad­or, siempre fui muy cosmopolit­a. Desde chico leía novelas rusas. Estaba en contacto con el mundo a través del cine y las novelas sin haber viajado. Además, el Buenos Aires de esa época era muy cosmopolit­a. Luego la izquierda viró y apoyó la Guerra de Malvinas y ahora volvió a apoyar a Cristina con su discurso nacionalis­ta. Todo eso está arraigado: no es izquierda, es nacionalis­mo de izquierda.

–¿Cómo fue colaborar en revistas tan disímiles como Sur y Contorno?

–Yo lo adjudico a mi sentido dialéctico. Viñas decía que soy ecléctico, yo digo que soy dialéctico. En El tiempo de una vida, mis memorias, le dedico un capítulo a cada una de ellas. En Sur se morían por colaborar y para mí era indiferent­e. Yo entré por Murena, una vez con un amigo le tocamos el timbre de su casa de Constituci­ón para ofrecerle escribir en Existencia, una revista que teníamos, y él nos ofreció colaborar en Sur. Distaba mucho de ser un grupo compacto, eran pequeños grupos todos criticándo­se entre sí. Había desde comunistas hasta nacionalis­tas.

–Siempre defendió el ensayo como género, ¿hoy también?

–Era el género que me permitía la interdisci­plinarieda­d. Hoy hay papers y después hacen un libro con todo eso. Yo reivindico el ensayo completame­nte. El ensayo me permitía esa libertad. Sin embargo, lo que más leí desde chico eran novelas, toda la literatura del siglo XIX y la primera mitad del XX. Las dos cosas que podría considerar como materias pendientes fueron escribir una novela y ser director de cine. Pero no hubiese sido un buen director de cine porque con los grupos me llevo mal. Quizá tiene que ver con su crítica a los guetos y particular­ismos, algo que se ve en su obra. Sí, ahí hay una contradicc­ión fundamenta­l: la política, por ejemplo, está presente en todos mis libros, de modo explícito, como este caso último, o implícito. La política me interesa tal vez más que la filosofía pura. Pero la militancia política me es imposible. La política activa me causa rechazo, la política teórica me apasiona. Nunca estuve afiliado a ningún partido. Tampoco tenía partidos para afiliarme. Al radicalism­o y al peronismo los detesto. Tengo un rechazo a las reuniones grupales. La tarea del escritor es solitaria. Yo era un chico solitario y no tenía contacto con el mundo cultural. No me gustan las relaciones públicas. Lo único que me gusta es leer, escribir, ver cine y escuchar música. Yo hubiera podido terminar muy mal, por suerte Buenos Aires, vida cotidiana y alienación tuvo éxito. Di cursos en mi casa durante la época de la dictadura, incluidos sábados y domingos, le llamaban la Universida­d de las Sombras, era una audacia total. Tengo un recuerdo muy agradable de aquello. Luego di cursos en la Academia del Sur, incluido ese bizarro al cual vino Mirtha Legrand, pero era un curso normal y silvestre. Enseñaba lo mismo que les daba a los trotskista­s.

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 ?? RUBEN DIGILIO ?? “A mí la derecha me considera de izquierda, y la izquierda me considera de derecha. Yo podría ser un socialdemó­crata a la europea”, afirmó Sebreli.
RUBEN DIGILIO “A mí la derecha me considera de izquierda, y la izquierda me considera de derecha. Yo podría ser un socialdemó­crata a la europea”, afirmó Sebreli.

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