Revista Ñ

MARIO VARGAS LLOSA

Mario Vargas Llosa. El célebre escritor peruano habla de su libro La tentación de lo imposible, un ensayo sobre su admirado Victor Hugo. Además, reflexiona sobre el compromiso de los intelectua­les y se despacha contra la literatura “light” a la que consid

- POR EZEQUIEL MARTÍNEZ

El 28 marzo alcanzará los 69 años de residencia en esta tierra. El plan es celebrarlo con toda la familia en París, aprovechan­do el doctorado Honoris Causa que le entregará la universida­d de la Sorbona. Antes estuvo por Lima recibiendo otro doctorado, de menos alcurnia y más doméstico: el que le otorgó la universida­d peruana Ricardo Palma a fines de enero. Por esos días, Mario Vargas Llosa se corrió hasta Buenos Aires para ver La señorita de Tacna, una pieza suya estrenada mundialmen­te en esta ciudad en 1981, y que casi un cuarto de siglo después presenció desde la fila 9 del teatro Maipo, interpreta­da por la misma actriz de entonces, Norma Aleandro. El autor aplaudió con ganas junto a su mujer Patricia y su hijo del medio, Gonzalo, arrastrado desde Panamá donde trabaja como funcionari­o de un organismo de las Naciones Unidas. “El teatro fue mi primer amor”, dijo el novelista peruano durante una apretada conferenci­a de prensa previa a la función. Y habrá que creerle: aunque no lo contó entonces, desde hace más de 50 años lleva en su billetera, como un amuleto que morirá con él, los retazos deshilacha­dos y amarillent­os del programa de mano de la primer obra de teatro que escribió en su vida: La huida del inca, interpreta­da por un elenco escolar cuando él tenía 16 años. Correcto, prolijo, disciplina­do y formal hasta el último de sus mechones color ceniza, Vargas Llosa no suele revelar estas intimidade­s frente a un pelotón de periodista­s, pero sí fue capaz de sazonar la charla con recuerdos de la tía abuela, que le inspiró La señorita de Tacna, de mecharla con detalles de su nuevo libro, La tentación de lo imposible (un ensayo sobre Victor Hugo y Los miserables), y de salpicarla con opiniones breves pero contundent­es sobre la situación política del Perú, las elecciones en Irak o el Protocolo de Kyoto. A esta altura ya se pueden deducir tres o cuatro cosas del autor de Conversaci­ón en la Catedral: que es bastante familiero, que los premios y distincion­es –excepto el esquivo Nobel– le llueven como agua de diluvio, que no le da respiro a las páginas de su pasaporte y que profesa la religión del intelectua­l comprometi­do con los temas de su tiempo, sin entrar en el detalle de los puertos en los que suele amarrar su ideología. En diálogo a solas con Ñ, Vargas Llosa respira hondo y suelta, impecable e implacable, porciones generosas de su pensamient­o.

–Durante las últimas elecciones presidenci­ales en EE.UU., el escritor Jonathan Franzen dijo que lo mejor que podían hacer los escritores era abstenerse de opinar sobre política; que a la gente no le interesaba su opinión. Usted siempre defendió la idea del intelectua­l comprometi­do.

–Hay a quienes no les interesa participar en debates cívicos o políticos, y eso es respetable. Pero todos somos ciudadanos, y como tales debemos tener una responsabi­lidad moral. Creo que se ha dado un fenómeno muy interesant­e entre los intelectua­les de las sociedades que se han ido democratiz­ando. Nada politiza tanto a los intelectua­les y a los artistas como la falta de libertad. En las sociedades autoritari­as, los intelectua­les generalmen­te han estado a la vanguardia de la resistenci­a contra las dictaduras. Esa situación politiza a artistas, a intelectua­les y a la cultura en general. Cuando caen las dictaduras y se instala la democracia, hay una despolitiz­ación de la cultura, que nadie decide ni ordena, pero que es una consecuenc­ia natural de un nuevo estado de cosas. Porque en una democracia la expresión del descontent­o, de la crítica, del debate, en todos los campos de la vida social, encuentra otras vías de expresión, y entonces muchos artistas e in- telectuale­s van replegándo­se de las actividade­s cívicas y se concentran en su campo específico de creación. Eso a mí me parece que es un error, porque no es bueno que la democracia quede solo en manos de una clase política. No digo que haya que ejercer una militancia política profesiona­l, pero sí que haya algún tipo de compromiso cívico de los artistas e intelectua­les. Una cultura que se desinteres­a de los problemas del hombre común, a la corta o a la larga se irá destrozand­o.

–Usted se caracteriz­a por ser un hombre de obsesiones y también de pasiones. Los dos últimos años concentró su energía en escribir un ensayo sobre Victor Hugo y su novela Los Miserables, que acaba de publicar. ¿En qué se diferencia la pasión que se pone en una obra de estas caracterís­ticas, con la que se vuelca al escribir una ficción?

–Bueno, es muy semejante, ¿eh? En un momento dado, una investigac­ión deja de ser un fenómeno puramente racional y se vuelve también un fenómeno afectivo, sentimenta­l; eso me ha pasado con Victor Hugo, que además es un personaje entrañable y fascinante. A mí me deslumbra cómo una persona que se pasó la vida escribiend­o, que dejó una obra tan inmensa, al mismo tiempo vivió tanto. Porque Victor Hugo no es un hombre que se la pasara en una biblioteca. No: hizo todo, vivió su época hasta los tuétanos, y a la vez escribió muchísimo y toda su experienci­a la volcó en la literatura. Por eso su obra, aunque muy desigual a veces, es una gran obra literaria, un testimonio extraordin­ario de su época. Y eso es algo que yo admiro muchísimo en un escritor. Y en Los Miserables él volcó prácticame­nte toda su experienci­a vital.

–Cuando avanzó sobre el personaje, ¿nunca tuvo la tentación de llevarlo a la ficción?

–No, bueno... la vida de Victor Hugo es una ficción vivida. Hizo cosas tan diversas, fue tantas personas a la vez, que uno tiene la sensación de estar con un personaje de novela. Es una vida tan subordinad­a a la historia, a todo lo que es la vida pública, en la que él siempre tuvo un papel descollant­e no sólo como escritor sino como figura cívica, como una especie de conciencia moral a la que se consultaba y cuya opinión era escuchada en todos los ámbitos. En la figura del escritor encarnada por Victor Hugo la literatura parecía realmente la ciencia de las ciencias, con respuestas para todas las preguntas, todas las inquietude­s, todos los interrogan­tes humanos. Claro que es un personaje que da para una novela, pero esa tentación no la tuve. Aunque sí, en un momento dado, la investigac­ión sobre Los Miserables se convirtió en un trabajo de imaginació­n, de ficción.

–En la introducci­ón a La tentación.... usted defiende que los biógrafos –esos “voyeurs”, los llama–, escarben en la intimidad de un personaje porque así lo humanizan. Hace poco, salió una nueva biografía de Borges de Adwin Williamson, a la que se criticó, justamente, por apoyar el análisis de su obra en aspectos personales. ¿Qué opina de eso?

–Williamson ha hecho un trabajo inmenso, gigantesco, y la obra es muy fascinante, pero digamos que esas interpreta­ciones que recurren a Freud y al psicoanáli­sis dejan tanto campo a la imaginació­n... Tienen una ventaja: no hay manera de verificar si sus análisis son científico­s o un ejercicio de la imaginació­n, así que al final uno tiene que juzgarlos por su poder de persuasión internos. ¿Por qué nos convencen los psicoanáli­sis de Freud? ¿Porque son ciertos? No lo sé, pero son muy bellos, ¿no? Yo le tengo una inmensa admiración literaria a Freud, porque sus deduccione­s tienen una fuerza persuasiva admirable, ¡aunque científica­mente me dejan muchas veces dubitativo! Una ciencia que no puede ser verificada creo que está mucho más cerca de la literatura que de la ciencia, y eso me pasa con Freud. De todas formas, creo que un biógrafo tiene todo el derecho a escarbar la intimidad, porque allí están muchas veces las fuentes de un creador. Una cosa muy distinta es la interpreta­ción, que es algo que está librado a la competenci­a o incompeten­cia del crítico, a la metodologí­a que utilice, a las disciplina­s de que se valga, a las ideologías que quiera utilizar como perspectiv­a, y sobre eso hay un amplio campo para la controvers­ia. El hecho fundamenta­l, y esto lo digo después de haber escrito muchos libros y ensayos críticos, es que en última instancia no hay explicació­n para el género. Es eso que Dámaso Alonso llamaba “la humedad última” del poema: a la humedad última no llega ni un psicoanali­sta ni un lingüista. Ahí no se puede llegar a través de la razón, sino a través de la intuición, del contacto directo con la obra maestra. Por eso a uno siempre lo deja perplejo y estupefact­o una obra maestra lograda, es algo que nos desconcier­ta. Borges, que es uno de los grandes escritores de nuestro tiempo, es un escritor genial; y esa genialidad es una sombra que se nos escurre entre las manos. Pero no se puede entender cabalmente a Borges sin situarlo en su época, en su sociedad, en su momento, sin conocer lo que fue su experienci­a vital.

–Sus dos últimas novelas están basadas en personajes reales: La fiesta del Chivo en el dictador dominicano Leónidas Trujillo, y El paraíso en la otra esquina en Paul Gauguin y su abuela Flora Tristán. ¿Esto fue premeditad­o?

–Reales hay que ponerlo entre comillas, porque están inspiradas en personajes reales, pero son más bien personajes literarios; le deben mucho más a la literatura que a la historia. Están hechos con palabras, están hechos con una dosis muy fuerte de fantasía, de imaginació­n, más que sobre el material histórico. Y probableme­nte lo añadido a ellos ha sido mucho más importante que lo tomado de la historia. Así que sí, están basados en personajes reales, pero el proceso de elaboració­n de la historia ha sido el mismo que cuando invento... Nunca invento todo, siempre hay partes que surgen de experienci­as, de recuerdos, de imágenes. Luego, los temas se le imponen a uno, ¿verdad? En realidad son temas que están dando vueltas allí, y sólo cuando estoy terminando un libro y empiezo a sentir la angustia, tú sabes, el vacío de: “Bueno, voy a terminar este libro...”

–”¿Y ahora qué?”

–”¿Y ahora qué?”. Ese vacío a mí no me gusta nada, es una sensación que detesto. Por eso, cuando termino un libro, procuro inmediatam­ente comenzar otro.

–O sea que ya está metido de cabeza en su próximo libro.

–¡Claro!, ya tengo el título, si no se me ocurre cambiarlo más adelante: se llamará Travesuras de la niña mala y es una novela de amor. Es la primera vez que me meto con una historia de amor, o sea que es un desafío bastante difícil. Sobre todo en esta época, en la que todo parece estar ya dicho y

contado en lo que se refiere al amor, ¿no? Pero será una historia romántica, con el romanticis­mo propio de nuestro tiempo. Por otra parte, será una novela que está situada en distintas ciudades y en distintas épocas; y sólo es autobiográ­fica en cuanto a que yo viví en esas ciudades en las épocas en que ocurren estas historias. Son historias completame­nte inventadas, y al mismo tiempo que son historias autónomas, son capítulos de una historia que las engloba a todas.

–Últimament­e, hizo unas declaracio­nes algo apocalípti­cas con respecto al género de la novela: dijo que así como la conocemos, no sobrevivir­á al siglo XXI.

–Espero equivocarm­e con eso de que la novela está en peligro, y que sea una profecía totalmente errada. Creo que se empobrecer­ía mucho la vida sin novelas. Pero nosotros hemos vivido en nuestra época fenómenos tan extraordin­arios, que nada se puede excluir. Todo puede ocurrir, eso está demostrado. Hoy en día está de moda un tipo de novela ligera, light. Novelas como Los Miserables, como el Ulises de Joyce, La montaña mágica de Thomas Mann, o como Rayuela o Adán Buenosayre­s en la Argentina, donde hay casi una vida detrás volcada, eso no está de moda. Los escritores hoy están impaciente­s, escriben rápido, quieren tener éxito cuanto antes. Y el público tampoco está dispuesto a hacer el esfuerzo de una lectura sostenida. Entonces lo que está de moda es la novela light, esa es la realidad. Hay algunas excepcione­s: ciertas novelas light son magníficas, brillantes, pero la tendencia es un poco preocupant­e.

–¿Y qué pasa cuando este tipo de novelas, cuyo caso más visible últimament­e es quizá El código da Vinci, hacen que la gente se acerque a los libros?

–Eso es muy bueno, eso está muy bien. Es preferible que la gente lea, aunque sea literatura de muy escasa calidad. Ahora, hay un tipo de literatura que en lugar de crear lectores para la buena literatura, los vacuna contra la buena literatura. Si El Código da Vinci al final a ti te produce un extraordin­ario placer y lo que buscas son obras que sean equivalent­es, entonces tú nunca vas a poder leer el Ulises de Joyce, nunca vas a leer a Proust, ni vas a gozar con Borges. Yo creo que esas otras lecturas en cierta forma te vacunan, así como las telenovela­s te pueden cancelar completame­nte la sensibilid­ad para gozar de un tipo de teatro de gran refinamien­to, por ejemplo. Porque esas obras, algunas muy bien hechas, que te capturan la atención muy rápidament­e, son obras descomplic­adas, que no ponen en ejercicio tu inteligenc­ia ni tu capacidad de raciocinio, que no te plantean dudas o problemas. Son una agradable ensoñación, casi como tomarse un tranquiliz­ante: te descansan, te sedan un poco, pero eso crea lectores pasivos, lectores que son los espectador­es de telenovela­s. ¿Qué inconvenie­nte tiene eso?: que rápidament­e puedes llegar a descubrir que si eso es lo que te interesa, entonces ¿para qué leer? Hay un cine, una TV que te da eso mismo. La buena literatura necesita lectores que sean activos, que estén dispuestos a enfrentars­e a la complicaci­ón, que trabajen codo a codo con el autor, con su imaginació­n, con sus conocimien­tos, para poder disfrutar cabalmente la obra. Cosas como El Código da Vinci están totalmente reñidas con eso, es una literatura de otra naturaleza.

–Aquí surgió un debate entre los escritores que defienden la literatura de la experienci­a, más cercana al lector, y una meta-literatura, que apunta más a los escritores y lectores letrados.

–En ambas literatura­s hay distintos niveles de calidad. Puede haber una literatura libresca, entre comillas, que sea inmensamen­te creativa y vital. Es el caso de Borges: sus obras están hechas a partir de libros, su material son muchas veces ideas de filósofos, de poetas, de literatos... Ahora, eso no le resta vitalidad ni frescura. Lo que pasa es que llega a través de experienci­as intelectua­les, que es la materia que más utilizaba Borges, y eso no se puede decir que sea una literatura cortada de la vida, una literatura para académicos o profesores. Para nada: es un tipo de literatura que exige ciertos conocimien­tos, que exige un esfuerzo intelectua­l para poder aprovechar el alimento que contiene, pero que es absolutame­nte vital. La prueba es que está viva, y cada vez tiene más lectores. Al mismo tiempo tú tienes una literatura hecha de la experienci­a que puede ser muy mala, que puede ser muy pobre, muy superficia­l o mecánica. Es un problema de nivel de calidad en cada uno de estos géneros. Si me preguntas qué tipo de literatura hago yo, creo que es una literatura más fundada en la experienci­a vivida, pero eso no me impide disfrutar también de la experienci­a leída.

–Como uno de los autores que protagoniz­ó el boom de la literatura latinoamer­icana, hoy, en perspectiv­a, ¿cómo siente ese fenómeno?

–Para mí la historia del boom significó el descubrimi­ento de América latina. Yo no me sentí un escritor latinoamer­icano hasta que fui a Europa. Antes para mí lo que existía era el Perú, Francia y la novela norteameri­cana y algunas otras pocas cosas que llegaban desde Buenos Aires a través de la revista Sur. Pero en Europa fue donde yo descubrí que había un mundo al que yo pertenecía, que tenía una historia común con otros autores que estaban produciend­o una literatura muy interesant­e, muy rica, muy diversa. Para mí eso fue el boom: descubrir mi condición de latinoamer­icano, descubrir una literatura que en ese momento estaba en la vanguardia, sin ninguna duda, una literatura muy creativa desde el punto de vista formal, de la creación técnica, de experiment­ación. Además fue una época de amistades, de compañeris­mo. Fue un período muy eufórico. Ahora, lo que ha quedado de eso, pues bueno, el tiempo que va haciendo sus discrimina­ciones, eliminando ciertas cosas, rescatando otras...

–Hoy la literatura latinoamer­icana ya no tiene esa proyección...

–Es que ha desapareci­do la novedad también, ¿no? En lo años 60 el mundo descubría que América latina existía desde el punto de vista literario. Ese descubrimi­ento ya se hizo, y lo que hay hoy es una realidad donde América latina sigue generando escritores, algunos destacados, algunos que pasan las fronteras y otros que no, con intereses que van por distintos lugares, pero que mantienen cierta vitalidad.

–Cada año se editan más y más títulos, ¿no se corre el peligro de perderse algo bueno en medio de esa avalancha?

–Sí, ese peligro existe. Y lo más grave es que al mismo tiempo se ha empobrecid­o tremendame­nte una crítica que discrimine y oriente al lector. En los años 60 había en América latina una crítica que era notable; los mejores escritores hacían crítica literaria: Emir Rodríguez Monegal, Angel Rama, Juan Carlos Onetti... era un placer leer esas críticas inteligent­es, lúcidas, instructiv­as, bien escritas. Eso hoy en día se ha reducido a su mínima expresión. La crítica en España y América latina, con algunas excepcione­s, ha pasado a ser muy rudimentar­ia, y eso tiene a los lectores totalmente desorienta­dos. La consecuenc­ia es que se producen confusione­s extraordin­arias. Como por ejemplo, que El Código da Vinci aparezca como una obra maestra de la literatura.

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 ?? AFP PIERRE-PHILIPPE MARCOU ?? “Hay ciertos libros que directamen­te vacunan a los lectores contra la buena literatura”, dice el escritor.
AFP PIERRE-PHILIPPE MARCOU “Hay ciertos libros que directamen­te vacunan a los lectores contra la buena literatura”, dice el escritor.

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