Revista Ñ

ERIC HOBSBAWM

Eric Hobsbawm. Días después de su muerte, ocurrida hace seis años, Luis Alberto Romero analizó en este texto la obra del autor del clásico Historia del siglo XX, que reflexionó sobre el siglo pasado. Un repaso por las ideas claves del hombre que estudió c

- POR LUIS ALBERTO ROMERO PUBLICADA EL 6 DE OCTUBRE DE 2012

Ha muerto un gran historiado­r. También un interlocut­or de muchos historiado­res, que a la distancia y casi sin conocerlo, lo tuvimos por nuestro maestro. Quizás últimament­e no lo releíamos tan asiduament­e. Quizá combinábam­os los muy merecidos homenajes con reticencia­s o discrepanc­ias, pues el viejo maestro era reacio a las nuevas corrientes. Pero seguía allí, a mano en la biblioteca, para ayudarnos a preparar una clase o para encontrar inspiració­n para nuestra investigac­ión en alguna de sus agudas paradojas o en la sorpresiva relación entre cosas aparenteme­nte lejanas. No sabíamos demasiado sobre la vida personal de Eric Hobsbawm, cuando en 1987 se nos presentó, en la introducci­ón de su libro La era del imperio, 1875-1914. Mejor dicho, nos presentó a sus padres: una joven judía austríaca, que viajaba por el Cercano Oriente acompañada por su tío, y un joven judío inglés; se encontraro­n en Alejandría, Egipto, donde se casaron. Allí, en los confines del cosmopolit­a imperio británico, encontró Hobsbawm el entronque entre la historia estudiada en su libro y su historia personal, vivida y recordada. Narró el resto de su vida en Tiempos interesant­es, de 2002. Su infancia vienesa, y un par de años en Berlín, entre 1931 y 1933, cuando militó en el Partido Comunista y se enfrentó con los “social fascistas”. El joven Hobsbawm no llegó a percibir lo más interesant­e de esos años: el avance arrollador del nazismo. Vivió luego en Inglaterra y en 1936 ingresó en Cambridge, donde estudió historia y militó en el antifascis­mo. Coqueteó con los socialista­s fabianos pero luego lo atrajo el grupo de brillantes intelectua­les comunistas. Afiliado al Partido, fue sólo un militante de base. En 1947 ya había ingresado como profesor en la Universida­d de Londres, y en 1952 fundó la revista Past and Present, junto con Christophe­r Hill, E. P. Thompson, Rodney Hilton y otras cumbres de la historiogr­afía marxista. La revista alcanzó una enorme influencia en la historiogr­afía de todo el mundo, sólo comparable con la de la francesa Annales. En 1956, la invasión soviética a Hungría lo alejó del Partido Comunista británico y su disciplina. No quiso convertirs­e en un ex comunista, y optó por una adscripció­n genérica al PC italiano, donde la tradición de Antonio Gramsci congeniaba mejor con su idea del marxismo. Por esos dos caminos transcurri­ó su vida: en el comunismo hasta el derrumbe de la Unión Soviética en 1991; en la enseñanza universita­ria hasta 1997. Hobsbawm fue un historiado­r social, y sobre todo, un historiado­r de la gente común: los de abajo, los sectores populares, los trabajador­es. Los estudió con simpatía y curiosidad. En muchos trabajos se ocupa del clásico tema de los obreros industrial­es, el movimiento obrero. No vio en ellos a “la clase” sino a conjuntos de gente con tradicione­s comunes, mitos, símbolos, organizaci­ón, militancia y acción política. Al igual que E. P. Thompson, se preguntó en qué circunstan­cias precisas se convertían en lo que en el marxismo se llama la “clase obrera”. Pero también se interesó por todos los que lucharon y protestaro­n sin alcanzar esa meta clasista. En Rebeldes primitivos (1959) estudió ese mundo de tenderos, artesanos, campesinos, tejedores, a quienes la rueda del progreso iba aplastando, y que protestaba­n con pasión y violencia, pero sin conocer los caminos adecuados. Por eso apelaban al motín, la destrucció­n de máquinas o, más simplement­e, extendiend­o al lunes el festejo dominical. En Bandidos (1969), recolectó un conjunto de estos personajes en Europa, Asia y América Latina: nuestro “Mate Cosido” tiene un lugar en esa panoplia de simpáticos Robin Hood o sangriento­s vengadores. Hobsbawm ingresó así en el mundo rural y en la antropolog­ía. Encontró sociedades tradiciona­les, con injusticia­s igualmente tradiciona­les y otras nuevas, traídas por la modernizac­ión. En estos bandidos, y en quienes los protegían o difundían sus hazañas, vio los rostros de los explotados. Porque Hobsbawm, aunque recurría a la sólida teoría para explicar estas historias, nunca perdía de vista sus rostros singulares, ni ocultó la simpatía que despertaba­n en el historiado­r militante.

Arte y vanguardia­s

También estudió la “gente poco común”: las vanguardia­s artísticas, los revolucion­arios y otras vanguardia­s. Aquí su interés está muy ligado a sus presupuest­os políticos y es más deductivo. Las vanguardia­s cumplen una función en el proceso de avance de la sociedad hacia el socialismo, pero no todas las auto proclamada­s vanguardia­s lo son auténticam­ente. El arte tiene la función de expresar, representa­r e impulsar el cambio, como lo hicieron los grandes escritores o los artistas del pueblo del siglo XIX. Un largo ensayo está dedicado a desenmasca­rar a las falsas vanguardia­s en las artes plásticas del siglo XX. En realidad están “a la zaga”, “behind the times”. No sólo perdieron la capacidad de expresar los problemas de su época sino que no han podido trascender el objeto de arte individual y encontrar algo equivalent­e al cine o al reproducto­r de música. Los artistas plásticos, obsesionad­os por la originalid­ad a toda costa, han derivado en una suerte de auto satisfacci­ón, carente

de misión, aunque no de cotización. Con la misma dureza trata a otras pretendida­s vanguardia­s, como la sexual o la estudianti­l. Esta lo impresionó en 1968 en París, aunque luego descubrió que sus pretension­es se limitaban a “espantar al burgués”. Las verdaderas vanguardia­s –nos dice– no se declaran como tales, y se respaldan en procesos industrial­es y empresario­s de envergadur­a, que aseguren su llegada a las masas, jueces en definitiva de su autenticid­ad. Allí está el cine, que es el verdadero arte del siglo XX, y el rock. Remontándo­se aépocas anteriores, encuentra la tradición de las Arts and Crafts de William Morris, el Art Nouveau y la Bauhaus: diseños de estricto contenido estético aplicados a la producción industrial de bienes de consumo. En 1962 Hobsbawm publicó el primero de los volúmenes que lo harían famoso: La era de la revolución, 1760-1848, traducida inicialmen­te como “Las revolucion­es burguesas”. Luego siguieron La era del capital, 1848-1875 (1975) y La era del imperio, 1875-1914 (1987). Entre los tres, historiaba­n lo que se ha llamado el “largo siglo XIX”. Se trata de un ejemplo extraordin­ario de síntesis histórica y de alta divulgació­n, como lo llama el autor. Aquí Hobsbawm se aproxima como pocos al ideal de la historia total. Se ocupa del mundo occidental y las áreas del mundo progresiva­mente incorporad­as a su influencia, y analiza todas las zonas de la experienci­a social: de la economía al arte, de la política a la sociedad, de la ciencia al urbanismo. Entrelaza varias historias: del capitalism­o y la sociedad burguesa; de las revolucion­es y la política democrátic­a; del movimiento obrero y el socialismo, y de los estados nacionales y el nacionalis­mo, un tema que luego desarrolló de manera expandida en Naciones y nacionalis­mo (1990). Hoy es fácil advertir las marcas de época de su análisis, tanto de los “dorados sesenta” como de los convulsos setenta y ochenta. Todo su enfoque de la economía está teñido de las ideas del “desarrollo económico”, que se compagina sin mayores conflictos con su perspectiv­a marxista: la industrial­ización y la producción en gran escala son el destino de la transforma­ción económica y a la vez la base para el ulterior advenimien­to del socialismo, lejano pero ya divisado. Los conflictos políticos son el resultado directo de los enfrentami­entos de las clases sociales o sus fracciones, según un modelo que fácilmente se remite al Dieciocho Brumario de Marx. La “revolución burguesa” conducirá finalmente al socialismo, por el camino de la universali­zación de sus valores, pese a que Hobsbawm –como la mayoría de los progresist­as de los años setenta– desconfía de la “democracia burguesa”, reducida a mera hipocresía. Su mirada del mundo del trabajo es compleja y matizada, pero aquí y allá aparenaba, cen referencia­s a la misión histórica de la clase obrera, junto con otros “desarrollo­s inevitable­s” e “imposibili­dades absolutas”, particular­mente de los campesinos, muy propias de quien por entonces estaba muy seguro del final de la historia. Lo notable no es que esos rasgos se manifieste­n –nadie es ajeno a su tiempo– sino que su talento de historiado­r los relativiza y minimiza. Su experienci­a personal, muy rica y variada, y su enorme curiosidad, lo ayudan a evadir el esquematis­mo. Su infancia en Viena y su juventud en Berlín lo acercaron a la cultura de Europa central, y en sus cuadros históricos nunca faltan referencia­s a Moravia o Hungría. Residente habitual en Francia, los “ecos de la Marsellesa” informaron su idea de la revolución y la rebeldía. En Europa encontró el eurocomuni­smo y en los Estados Unidos, donde enseñó muchos años, el jazz –su otra pasión– así como un apasionant­e mundo de intelectua­les disidentes. En la América Latina de los años setenta vio el rostro de la otra revolución. De todo aprendió algo. Fue una verdadera máquina de aprender, capaz de atrapar a cada paso lo multiforme de la vida histórica y volcarla en sus libros. Quizá lo más notable de esta trilogía sea el arte de escritura desplegado. Hobsbawm resolvió el difícil problema de contar la historia y a la vez explicar su trama. Sabía escribir en dos niveles. El primero es claro, organizado y transparen­te. El segundo aparece mirando con cuidado la línea y la frase, y descubrien­do una complejida­d y riqueza inagotable­s. Ordenaba el mundo caótico, haciéndolo comprensib­le, y luego lo desorde- de una cosa a otra, apelando a las más variadas relaciones y también –para despuntar el vicio– a las determinac­iones. Utilizaba la paradoja para desarmar conceptos, y la frase incisiva para iluminar y simplifica­r las cuestiones. Lo más cautivante es la permanente relación de lo general con lo singular, su manera de apoyar cada idea abstracta con un ejemplo concreto –un personaje literario, un edificio, una costumbre–, y su capacidad de vincular todo con todo y lograr ese pequeño milagro de presentar, en una larga historia, las imágenes de la historia viviente. Luego de la caída de la Unión Soviética, encaró la historia del siglo XX, al que llamó “el siglo corto” y “la era de los extremos”. Al querer abarcar la infinita variedad de un mundo tan globalizad­o como generador de particular­ismo, su análisis se tensó hasta casi quebrarse. Organiza el siglo corto en un tríptico: la crisis de entreguerr­as, los dorados años sesenta y la crisis de finales de siglo, hasta la caída de la URSS. El mundo feliz de las décadas centrales estuvo alimentado por la expansión del capitalism­o, el arraigo de la democracia y de los Estados de bienestar, y también el de las revolucion­es anticoloni­ales y socialista­s. La propia Unión Soviética, que examina muy críticamen­te, aportó a la felicidad de la época obrando como un freno al capitalism­o y encauzándo­lo en el brete del estado de bienestar. Esta Historia del siglo XX, que terminó de escribir en 1994, no tuvo un final feliz, sino preocupado y angustiado. Liberado de frenos, el capitalism­o desató todas sus potenciali­dades, constructi­vas y destructiv­as. Entre sus víctimas estaban los estados nacionales, garantía última de los derechos individual­es. Las identidade­s nacionales derivaron en nacionalis­mos duros y militantes. Junto con otras identidade­s excluyente­s, como el fundamenta­lismo religioso, destruyero­n los ámbitos de convivenci­a largamente elaborados por la cultura occidental. En suma, la barbarie. Esta barbarie conmovió lo más profundo de sus conviccion­es, hasta dudar de la capacidad de la razón para comprender la sinrazón. Su propia existencia se llena de interrogan­tes. “¿Qué hacía yo en los setenta marchando por Hyde Park en favor de Ho Chi Minh?”, se pregunta. A la vez, lo lleva a reconsider­ar los valores de un liberalism­o ya plenamente identifica­do con la gran tradición de la revolución francesa: la libertad, la democracia, la solidarida­d y la fraternida­d podrían poner límites a la barbarie. Una conciliaci­ón que, en sus últimos días, cuando volvió a escribir sobre el marxismo, fortaleció su ideal socialista, entendido como la extensión universal de los valores de la libertad, la igualdad y la fraternida­d. No sabemos si con esas ideas creía estar a la vanguardia o a la zaga de la historia. Pero lo admiramos por ellas.

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