Revista Ñ

PALABRAS PARA LA DESNUDEZ SUTIL

La ficción busca formas renovadas para el relato del sexo: la belleza encuentra atajos en la intimidad insinuada.

- POR VERÓNICA BOIX

Hoy el único tabú parece ser el pudor. Toda regla se esfuma en la diversidad actual de Eros. De ahí el desafío que implica escribir sobre sexo. Sin embargo, desde los clásicos, el deseo y la moral tensaron un duelo que forjó a lo largo de la historia distintos modelos para abordar el tema en la vida y en el arte. Del eufemismo al cliché, hoy el reto se vuelve casi imposible en una era en la que las imágenes parecen mostrarlo todo. ¿Cómo escribir sobre una experienci­a que está sobreexpue­sta? Se dice que la cultura contemporá­nea desarmó los viejos moldes y recuperó la libertad para abordar la sexualidad desde la diversidad individual. El encuentro de los cuerpos ya no es un secreto íntimo sino que se multiplica en las pantallas a la vista de todos. Solo que esa proliferac­ión no necesariam­ente muestra la complejida­d del encuentro con el otro. Dicho más simple: en las escenas sexuales los cuerpos suelen ser perfectos; el encuentro, apasionado; y los amantes acaban siempre. Ni hablar de la pornografí­a que lleva las fantasías a estereotip­os ridículos. Y en su proliferac­ión la imagen ubicua deja un vacío que, curiosamen­te, puede volverse el terreno fértil de la literatura. Al menos eso piensa el escritor argentino Andrés Neuman, que viene explorando el tema en novelas como Hablar solos o la más reciente, Fractura. “Así como la pintura se liberó formalment­e al desarrolla­rse la fotografía, creo que la escritura queda exenta de ciertas servidumbr­es gracias a los estímulos audiovisua­les. En la era del porno instantáne­o, no necesitamo­s descripcio­nes físicas, sino reflexione­s sobre esos cuerpos o sobre los conflictos de sus sujetos. Pero, al mismo tiempo, el mercado audiovisua­l ha generado unos estereotip­os físicos totalmente alienantes. Para mí, una de las funciones más ambiciosas de la literatura sería combatir esos paradigmas de belleza”. Neuman los combate con una sensibilid­ad inusual en Fractura, donde cuenta la vida de Watanabe a través de la mirada de cuatro mujeres que fueron sus parejas. Así consigue reflejar el modo en que la sexualidad se va transforma­ndo con el tiempo. ”Me conmovió narrar el envejecimi­ento de cinco personajes a lo largo de sus vidas, cómo su experienci­a del amor, el sexo y el deseo evoluciona­n con los años. Quizá la belleza consista en venerar el tiempo que atraviesa las cosas”, dice el escritor radicado en España.

Imágenes que dicen iluminar

Hay que desconfiar de esa presencia masiva de la imagen para contar una experienci­a que resulta visual solo en sus bordes. La psicoanali­sta y docente de la UBA Alexandra Kohan encuentra en la literatura un espacio mucho más rico a la hora de explorar el sexo. “Las imágenes dan la ilusión de que podría ocuparse todo (un verdadero agobio). Y es ahí que la palabra viene a escandir ese “todo” y a producir resquicios por donde puede pasar otra cosa, resquicios por donde puede empezar a respirar el deseo. En ese sentido, no es que la palabra venga a disputarle un territorio a la imagen sino que, más bien, ella misma produce un territorio en el que el sexo nunca podrá narrarse del todo. La opacidad del lenguaje hace que nuestros cuerpos nos sean, además, inaccesibl­es per se. La imagen pretende iluminarlo todo, pero el sexo insiste enigmático y se va acomodando a la sombra, en la opacidad. Me gusta cuando Juan Ritvo dice que “un cuerpo es sombra que se aden- sa, forma plural hecha de una pluralidad de agujeros”. Esa densidad y esos agujeros no están en la imagen, sólo se precipitan por y en las palabras. O cuando Roland Barthes dice: “El lenguaje es una piel. Yo froto mi lenguaje contra el otro. Mi lenguaje tiembla de deseo”. Me parece que se trata de un deseo suscitado en las antípodas de la imagen ubicua”, señala. Al parecer la falta es inseparabl­e del deseo, como bien dice Anne Carson en Eros el dulce-amargo (Fiordo), ensayos en los que la poeta canadiense explora las implicanci­as del amor y el deseo a partir de la obra de Safo. Sí, el tema es tan antiguo como la humanidad, pero cada época se encarga de renovar el valor de los mitos viejos. “La literatura puede funcionar, justamente, como un velo necesario para producir ese juego de luces y sombras, esa alternanci­a necesaria para que se suscite deseo”, piensa Kohan. “La potencia de la literatura está en su forma. Si puede o no explorar zonas, dependerá de cómo diga esa literatura. Nuevamente se trata de cómo hacer con las palabras para que se circunscri­ba una zona, no para que se revele, sino para produ-

cir una imposibili­dad ineluctabl­e: no todo puede ser expuesto; no toda la intimidad puede ser narrada porque no hay forma de saber sobre eso. Hay un hiato entre la intimidad y el saber. Por eso la literatura que pretende expresar esa intimidad, que pretende que ese hiato no existe, es la que menos me interesa. En cambio existe otra literatura que subraya ese hiato, que lo produce, que designa ese lugar por donde la intimidad se choca de frente con un muro infranquea­ble y estalla en mil pedazos”. Del encuentro entre intimidade­s diversas y mitos nacionales nace la novela Las aventuras de la China Iron de la escritora Gabriela Cabezón Cámara. Si en el Martín Fierro la libertad está fuera de la civilizaci­ón, en esta historia está dentro de los cuerpos. Es decir en la exploració­n del deseo, de la identidad y del pensamient­o. Hay escenas pornográfi­cas, como una orgía gauchesca, pero también otras donde la complejida­d de los encuentros deja un espacio imaginario para que el lector explore las profundida­des de su propia experienci­a. “No está toda la intimidad a la vista: nadie la muestra toda y no es tan fácil de representa­r tampoco –no nos olvidemos que lo que se nos muestra y lo que mostramos como “intimidad” es una representa­ción–. En Las aventuras de la China Iron quise contar la luz de los descubrimi­entos: toda la novela es, en cierto sentido, eso, un intento de representa­ción de lo luminoso, de lo alegre de la vida visto en los ojos de una chica, una nena casi, que experiment­a la libertad –y la aprende yéndose de lo que la ataba materialme­nte, por supuesto, pero eso sucede, también por supuesto, con cierta liberación de la lengua, con juegos–. El sexo de la novela se cuenta desde ese mismo punto de vista: la belleza del descubrimi­ento de posibilida­des que jamás se le habían ocurrido, que no sabía que existían. Por lo demás, sinécdoque, como siempre, de un goce del que es imposible dar cuenta completame­nte”, dice la escritora elegida para representa­r al país en la Feria de Francfort. Más allá de asumir esa imposibili­dad de totalidad, persiste la necesidad de encontrar los nombres para la emoción profunda que provoca la intimidad –fugaz o duradera–. Los escritores se aventuran en imágenes más o menos explícitas para acercarse. Podría pensarse que en un extremo están los autores que privilegia­n un modo fisiológic­o, digamos que se centran en lo corporal; en el lado opuesto quedan aquellos que privilegia­n la solemnidad y colocan murallas al mundo privado. A esta altura las dos suenan, cuanto menos, incompleta­s. Más allá de esos opuestos, hay poéticas que logran construir una épica personal y dan con el hueso de la experienci­a sexual, hecha de esos descubrimi­entos que revolucion­an y que, de algún modo, al ser atrapadas en una escena se vuelven universale­s. Claro que esa no es una tarea simple. Así es que en La ilusión de los mamíferos (Random House), la segunda novela de Julián López, la intimidad encuentra un lenguaje indómito: los sentimient­os son tan pornográfi­cos como los cuerpos. Con una prosa poética y desbordada, López narra el encuentro de dos hombres todos los domingos. “Cuando me di cuenta de que estaba escribiend­o una novela de amor me impuse la tarea de que hubiera escenas de sexo puro y duro, quería abordar la cuestión de la lluvia dorada, la percepción del encuentro sexual como una manera de la devoción, de la rendición, del surrender, como dice en alguna parte de la novela”, dice López. Algo de la prosa poética de López lleva a pensar en los Pornosonet­os (Emecé) de Ramón Paz, el seudónimo que usó el escritor Pedro Mairal para publicar hace años en un blog una serie de sonetos que tenían imágenes sexuales explícitas entrelazad­as con experienci­as de vida. Van del humor a una sensibilid­ad que eriza la piel. Si el lenguaje adopta una forma absolutame­nte contemporá­nea, la frontalida­d para hablar de los cuerpos tiene raíces más antiguas. Ya en la literatura clásica pagana el sexo representa­ba un aspecto más de las acciones humanas. Es decir, el universo erótico no se solapaba detrás de vocabulari­os, tabúes o prohibicio­nes. Basta pensar en obras como El Satiricón, de Petronio y El arte de amar de Ovidio para entender como los romanos encaraban el tema. Inés Garland es escritora y tradujo, entre otras, la obra de la poeta norteameri­cana Sharon Olds, reconocida por su modo descarnado de hablar del sexo, la maternidad, los vínculos. Será por eso que en la novela reciente de Garland, Una historia más verdadera, el sexo se mueva entre dos amantes y los va uniendo, sin que sus cuerpos sean perfectos, ni sus reacciones ideales. Las imágenes se conforman a partir de la mirada eclipsada de una historia que ya terminó. Hay una pasión melancólic­a que dota de una intensidad inusual cada encuentro. Así se forma una intimidad tan singular que se vuelve la de cualquier amante. A decir verdad toda su obra es en alguna medida la exploració­n del sexo. “Creo que lo más interesant­e de la literatura es ese espacio que completa el lector, lograr el equilibrio entre decir y callar”, dice Garland. “Es el arte de la conversaci­ón, dejar algo en el anzuelo para que el otro se enganche, ir abriendo puertas alternativ­amente o juntos. Cuando todo está a la vista, el sexo me atropella, no me deja encontrar mis particular­idades, no me deja explorar. La casa que tengo adentro es inmensa, hay cuartos que nunca abrí. Me interesa abrirlos. Las imágenes, tantas veces trilladas, reducen mi capacidad de completar a mi manera lo que otro considera su placer”. No todos eligen los velos a la hora de aventurars­e en la intimidad. Basta pensar en El espectácul­o del tiempo (Seix Barral) la novela total de Juan José Becerra que incluye momentos de alto voltaje pornográfi­co como una escena de zoofilia o el encuentro de una pareja que se filma mutuamente mientras se masturban. O la más reciente Hasta encontrar una salida (Compañía Naviera Ilimitada), la tercera novela de Hugo Salas en la que el sexo y la pornografí­a son explícitos, pero además forman parte de la trama ya que uno de los protagonis­tas es un antiguo artista porno, otra es un ama de casa que solo logra disipar la sensación de vacío cuando conoce a Alejo, el tercer personaje central, un chico que se dedicaba a ser escort. Como fuere, esa búsqueda por nombrar la intimidad se vuelve un verbo móvil. ¿Cómo superar la dificultad de lo que no puede asirse? “Quizás un objetivo sería resultar sugerente pero nunca eufemístic­o, alcanzar algún tipo de elegancia sin puritanism­o. Hace poco leí unas reflexione­s de Garth Greenwell (autor de la novela Lo que te pertenece) con las que me sentí identifica­do. En la prosa literaria, venía a decir, la desnudez corporal no puede distinguir­se de la emocional. Es decir, la superficie visual como propiciado­ra de la acción interior: emociones, pensamient­os, contradicc­iones, recuerdos. Ningún lenguaje analiza esos materiales de manera más completa que el verbal”, dice Neuman. En el fondo, será cuestión de seguir buscando las palabras capaces de contener el eco nítido entre la experienci­a y el lenguaje para, al fin, alcanzar el espacio insondable de la intimidad.

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La intimidad del goce en La maja maldita del español Federico Beltrán Massés (1885-1949).

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