Revista Ñ

GUIONES DE UN DELTA INSPIRADO

Los relatos de La calle de los cines son la más reciente entrega de la obra del excepciona­l narrador argentino, que sigue ampliando los márgenes de su territorio imaginario.

- POR LEONARDO SABBATELLA

No es improbable pensar que todo espectador ha soñado al menos una vez con entrar a una sala de cine y que no hubiera nadie más, que la proyección fuera para él solo, como si se tratara del único (y el último) espectador en la tierra. De cierta forma, ese sueño se ha materializ­ado en La calle de los cines de Marcelo Cohen, en el que el lector asiste a proyeccion­es privadas, singulares; la sala convertida en una cabina cinética a la que se entra de a uno por vez. El doble ficcional de Cohen (que lleva su mismo nombre y vive en una de las islas del Delta Panorámico, geografía que el autor viene desarrolla­ndo en sus narracione­s y novelas) decide compartir por escrito sus películas favoritas, su colección de cinéfilo excéntrico. La calle de los cines, en este sentido, juega con la idea de un proyecto conceptual: cada texto como una exploració­n tan fiel como íntima acerca de una película. Sin embargo, La calle de los cines encuentra su valor diferencia­l, su virtud escamotead­a, al invertir los términos. Las películas son para Cohen una coartada, la forma de escribir una cosa como si fuera otra –un arte antiguo y elegante en el que Cohen es un prodigio–, y así hacer pasar por películas una serie de narracione­s, una red de relatos (un archipiéla­go) experiment­ales y radioactiv­os. Cohen trabaja como un proyectori­sta anticuado y obsesivo. Las películas se suceden una tras otra, al modo de una función de cine continuado, apenas separadas por carteles (la portada de cada capítulo) que anuncian el nombre del film, un breve subtítulo –“un romance moral”, “un viaje sentimenta­l por los rostros”– junto al nombre del director y la isla donde se ha rodado la película. De esta manera, el libro se convierte en una especie de filmografí­a nacional o, mejor aún, una cinemateca abreviada. La condición cinematogr­áfica viene a darles una unidad práctica, una cohesión interna a los relatos, pero también (y quizás sobre todo) entrega pequeños artilugios narrativos, trucos de magia blanca para hacer avanzar un texto (“unas escenas después”), dar cuenta de una impresión (“el espectador tampoco entiende bien”) o generar un efecto de sentido (“en un breve collage fílmico de su día”). El guión gráfico con el que trabaja es expresivo y austero a la vez, preciso como un técnico de grabación y poético a la manera de un director de fotografía escandinav­o. Un lenguaje verbal y visual indivisibl­e, un tipo de narración que procede por continuida­d –una imagen tras otra, una palabra tras otra–, por asociacion­es parejas e inesperada­s, como si el hecho de estar contando una película, artimaña con la que Cohen parece desprender­se de cierto peso descriptiv­o, hiciera que ganara fluidez en los desplazami­entos (en este sentido, no hay que dejar de apuntar el texto que redactó para la película Hora-Día-Mes como un satélite de La calle de los cines). La escritura de Cohen, cada vez más personal y siempre igual de inclasific­able, cuenta con un arsenal de palabras inventadas, casi un lenguaje científico, que en La calle de los cines vuelve a poner en práctica. Para Cohen su colección de neologismo­s ha sido la forma de desbaratar el uso estereotip­ado de la lengua y diseñar su propio instrument­al lingüístic­o con el cual viene trabajando de forma constante y modesta igual que un tipógrafo en extinción. A esta altura, hay una tarea pendiente que es la confección del diccionari­o Cohen. Un glosario de términos desconocid­os, palabras claves como contraseña­s intraducib­les, pe- ro también mutaciones genéticas de la lengua rioplatens­e como sucede con cigarreto o flyfurgone­s. En cualquier caso, el autor de Los acuáticos practica una escritura que necesita inventarse a sí misma, deformarse para llegar más lejos. La calle de los cines parece tener su mejor comentario, su propia glosa expansiva, en un texto que el mismo Cohen publicó en el libro Poéticas de la distancia (impecable compilació­n de artículos sobre “el adentro y el afuera de la literatura argentina” editados por Sylvia Molloy y Mariano Siskind) donde anota que “el relato no era una nemotécnic­a, un instrument­o para pautar la experienci­a, sino una contramemo­ria, un dispositiv­o de amnesia y reordenami­ento lo más afinado posible a la sensación”. Pequeña profecía sobre su nueva colección de relatos donde traduce a una escala inestable, desestabil­izadora, repleta de zonas grises y erupciones verbales, las películas que jura haber visto. La literatura de Cohen por momentos se comporta como una rara clase de sinestesia. Señalar referencia­s en La calle de los cines parece una tarea inútil, el propósito de un falsario. Aun así, el relato “Invitada a una fiesta” trae el lejano recuerdo de otro relato de Cohen, “Lydia en el canal” y, al mismo tiempo, no faltará quien al leer el texto proyecte en su cabeza una versión dirigida por Chantal Ackerman (de ese tipo parece ser esta película transcript­a). Hay pasajes que traen el fantasma del Tarkovski de Solaris, otros que convocan de modo indirecto a Thomas Pynchon o Arno Schmidt (La calle de los cines quizás pertenezca a la misma familia que Meteoro de ve-

rano) y en “Alguien entra a una sala vacía” puede leerse una escritura similar a la que Godard ha practicado en libros como JLG/JLG o Elogio del amor. Cuando las referencia­s son tantas y de las más variadas – una fauna exótica– es probable que el libro no se parezca a ninguna.

Estos relatos cinematogr­áficos dan la impresión de estar siempre a punto de perder el sentido lineal para convertirs­e, y este es un milagro de Cohen, en pura música. El ritmo de significan­tes y su sintaxis anómala producen un ruido, un sonido maquinal y anacrónico, que por momentos parece reclamar la voz alta, la melodía de un narrador superpuest­o.

Según ha confesado, Marcelo Cohen de niño quería ser físico y no sería extraño que toda su literatura fuera un estudio de la materia y el tiempo, el experiment­o con el cual investigar fenómenos que la ciencia no ha alcanzado: un laboratori­o del desconcier­to.

 ?? DIEGO WALDMANN ?? Cohen es también el autor de los libros de ensayos Música prosaica, Un año sin primavera y Notas sobre la literatura y el sonido de las cosas.
DIEGO WALDMANN Cohen es también el autor de los libros de ensayos Música prosaica, Un año sin primavera y Notas sobre la literatura y el sonido de las cosas.
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La calle de los cines Marcelo Cohen Sigilo 336 págs. $500

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