Revista Ñ

La paradoja Basquiat

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Una hora de espera me separa, en la explanada de la Fundación Louis Vouitton de París, de las pinturas de Jean-Michel Basquiat. La muestra acaba de inaugurars­e y ofrece siete de las inmensas salas del colosal edificio, a la obra de este artista de evolución precoz, hijo del under de los 80 nacido en el margen neoyorquii­no, que sin saber muy bien cómo, se volvió en tiempo récord, prodigio de las institucio­nes. De padre haitiano y madre puertoriqu­eña, Basquiat hizo de su paleta estridente una reivindica­ción de sus raíces afro-latinas, una denuncia contra el racismo experiment­ado en los EE.UU. (donde los negros continuaba­n siendo esclavos sin cadenas) y una suerte de revolución plástica que logró introducir en museos, bienales y galerías –con el auspicio del ya consagrado Andy Warhol– parte de la imaginería anárquica y revulsiva que había sido expulsada, hasta el momento, una y otra vez de sus impecables límites blancos. (Y confinada a los muros de los barrios bajos, a los subtes, a los espacios en los que poco a poco su ruido se volvía invisible).

El caso Basquiat es otro de la larga lista de nombres que el sistema fagocita y convierte en macabra paradoja, pienso mientras esquivo la decena de espectador­es detenidos frente a cada obra como autómatas oyentes de audioguías. Me pregunto si el artista habrá imaginado, antes de morir de una sobredosis a los 27 años, el millonario destino de sus cuadros (los más caros del mercado) que hoy denuncian el racismo padecido por los afroameric­anos en medio de esta opulenta sala de arte europea. Donde las únicas personas negras, advierto, son los guardias.

Souvenires de la guerra

Unos pocos días después, al bajar de la estación central de trenes, mis pies resuelven antes que mi mente el primer itinerario, y sin saber muy bien cómo, desemboco en ese fragmento de muro, cerca de Potsdamer Platz, antes de Kreuzberg y Mitte, que hace menos de treinta años dividió a Berlín como un botín de guerra.

Los carteles indican los metros que me separan de “Topografía del terror”, un edificio situado frente al vacío que ha dejado la demolición de otro, que supo ser, hasta finalizada la Segunda Guerra Mundial, el lugar donde la Gestapo torturaba a sus detenidos. Un edificio bajo y de líneas rectas. Un museo sobre el nazismo. La entrada es gratis. No entro. En frente una línea de tiempo detalla, para abultados grupos de turistas en procesión, el desarrollo de lo que fue uno de los capítulos más aberrantes de la historia del siglo XX. Caminamos en silencio, mirando las fotos, leyendo el delirante crescendo de Hitler sobre Europa, año tras año. Contra los restos del muro derribado los autos pasan indiferent­es. Sobre la pequeña pared que divide ambos espacios –el museo y la cronología– un grupo de jóvenes de entre 15 y 18 años hace tiempo. De cara al sol, le dan la espalda al muro que ninguno de ellos llegó realmente a conocer.

No muy lejos de este museo se levanta otro, dedicado al espionaje. Y unas pocas cuadras hacia el este, la gente toma cerveza a pleno rayo de sol mientras hace fila para entrar al Museo del Muro, junto a Check Point Charlie, el paso fronterizo entre Oriente y Occidente, gélido símbolo de la Guerra Fría junto al que hoy se instalan, como parte de una puesta en escena bizarra, tanques de guerra y bolsas de arena rellenas con cemento.

En Berlín se palpa en el cuerpo el esforzado intento de sus habitantes por hacer que el tiempo se convierta en historia. Pasada. Perdonada.

Por todos lados se ofrecen artículos asociados a la Unión Soviética: estrellas rojas, gorros cosacos, prendedore­s con la hoz y el martillo. El doblez de esos souvenires sobreviene, inadvertid­o, como un golpe: los ajados rostros de sus exhaustos vendedores (¿exalemanes del este? ¿Inmigrante­s ilegales?) son el más penoso e inevitable recuerdo de la guerra.

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FUNDACIÓN LOUIS VOUITTON Untitled, 1981, de JeanMichel Basquiat. La obra se expone en la Fundación Louis Vouitton de París.

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