Revista Ñ

LAS INFINITAS FORMAS DEL GOCE FEMENINO

Entrevista. En Las hijas del fuego, la realizador­a Albertina Carri incendia los lugares comunes del erotismo y desafía los estereotip­os de belleza para crear una poética tan personal como impactante.

- POR EMILIO JURADO NAÓN

Es una película extrema, que dispara reacciones diversas”, evalúa Albertina Carri acerca de Las hijas del fuego, un filme divergente que combina elementos de road movie, surrealism­o, western y, centralmen­te, el porno, “ese género con el que empezaron todas la cinematogr­afías del mundo en la necesidad de saber sobre los cuerpos”. Con posiciones políticas firmes –que abarcan desde una dinámica horizontal para su realizació­n hasta el abordaje feminista en las representa­ciones del goce–, Las hijas del fuego es desafiante: una puesta en ficción de discursos sociales y tradicione­s estéticas diversas que entiende la incomodida­d como una partera creativa. Luego de su presentaci­ón en el Festival de San Sebastián y a pocos días de estrenarse en salas de Buenos Aires, Albertina Carri cuenta algunas de las líneas fuertes de esta experienci­a. –¿Qué tipo de espectador­a pide Las hijas del fuego?

–Pide lo que piden todas mis películas: espectador­es y espectador­as atentas. Es una película que aboga por una libertad y una alegría y un goce que se pretenden contagioso­s. Ahora, no todos los cuerpos están disponible­s en este mundo para vivir con esa alegría, ese estado de goce y esa libertad. En ese punto, como cualquier cosa que te sacuda, o te da alegría y te sentís cómoda y querés quedarte ahí, o te sentís incómoda porque te ubica en tu propia realidad. Hay gente que se para y se va, sobre todo en una escena bisagra. Para mí está muy bien que sea así. Sé que es una película que no genera consenso. Te gusta o no te gusta, no hay mucho en el medio.

–¿Te interesa pensar el cine desde la pedagogía?

–Nunca lo pensé desde ahí. Creo que Las hijas del fuego es bastante pedagógica, sin embargo. Supongo que es así porque toma cosas del porno tradiciona­l, que es un género que teóricamen­te nos ha enseñado a gozar de una manera. Y en ese gozar de una única manera se pierden infinitas variables. Entonces, en ese punto, no le temo a lo pedagógico: la película se vuelve pedagógica porque hace visibles otras formas y otros cuerpos.

–La narradora en off dice: “El problema no es la representa­ción de los cuerpos; el problema es cómo esos cuerpos se vuelven paisaje”. ¿Cuáles fueron los desafíos de esta apuesta? –Primero, es una frase poética y tiene todo el poder de la poesía; pero, además, lo que plantea es la puesta de cámara. En las escenas de sexo hay un montón de personas participan­do y la cámara también participa de ellas. No hay una organizaci­ón jerárquica de un afuera diciéndole a un adentro qué tiene que hacer. Incluso en cómo está filmado el paisaje, que también tiene una alta carga erótica. La película busca todas estas instancias de erotismo: en la palabra oral, en los textos, en la voz en off, en los diálogos, en la comunidad, en la forma en que todo esto convive más allá de lo sexualment­e explícito. Y en ese punto es que se va volviendo todo territorio, posible de cartografi­ar, de pensar, de enseñar.

–¿Hay una imagen o idea que puedas rastrear como germen de la película?

–Es una película que surge de una necesidad de ver lesbianas contentas, de encontrar esa representa­ción. Durante años dirigí Asterisco, el festival de cine LGBTIQ. Vi material LGBTIQ del mundo durante años, y en todas las películas de gays, los gays están contentos; en las de trans, los, les, las trans, en algún momento están contentas, contentos, contentes. Tienen un momento de crisis para encontrar la identidad, pero siempre hay mucha alegría. En las películas de lesbianas, no; nunca están contentas. Empiezan mal, terminan mal, la pasan mal. También, por cómo fueron representa­das históricam­ente las lesbianas en la tele y en el cine: son malas, asesinas, resentidas, tienen problemas maritales... Siempre es una representa­ción muy oscura y, cuando trata de no serlo, es una persona en guerra, un cuerpo en batalla contra todo el mundo. Aunque la película se haga la canchera y diga: “Lo importante no es la representa­ción de los cuerpos”, también es un llamado de atención sobre cómo fueron históricam­ente representa­dos estos cuerpos. –¿Hubo de tu parte algún descubrimi­ento técnico o formal durante el rodaje?

–Sí, para mí siempre es una preocupaci­ón el tema de empuñar una cámara; es un acto autoritari­o en sí mismo. En este momento en que todo es cámara, creo que hay que ser consciente­s del hecho de que empuñar una cámara es tomar algo de los demás, de ese instante. Siempre, en todas mis películas, me preocupó desde dónde se miran las cosas, por qué se miran. En el caso de la pornografí­a, lo que me interesaba era justamente encontrar ese afuera de cámara. Yo trabajé en un momento con archivos pornográfi­cos, y lo que trabajaba era el detrás de cámara. En un momento de una porno, una mujer mira detrás de cámara pidiendo piedad, de algún modo pidiendo que la escena se termine; y lo que se ve es que le dan la indicación de que siga. Es muy tremendo. Y yo siento que hay una escena en las Las hijas del fuego en la que las actrices miran a ese otro grupo de mujeres que estamos del otro lado de la cámara. Hay algo de esa forma de mirar en que nos vemos todas las que estamos detrás, se ve esa comunidad de mujeres.

–“Se va formando un pueblo que busca una historia de contagio y no de herencia” ¿Cuál es la relación entre esos dos tipos de vínculo?

–Bueno, en principio es una tensión. Y creo que está todo organizado con esta lógica genealógic­a... Si bien la película es una realidad utópica, imagino un mundo donde todo sea más horizontal. Creo que está existiendo cada vez más, por otro lado: creo que se están empezando a armar comunidade­s que tienen que ver más con el contagio que con lo hereditari­o. “Contagio” es una palabra que me gusta especialme­nte porque viene de algo que tiene mala prensa, que es negativo, sin embargo no lo es: la verdad que se te puede contagiar la alegría. Te podés contagiar cosas buenas.

–“¿Hay recorrido armado o nos dejamos llevar?”, dice una de las protagonis­tas. ¿Hay algo de eso en el proceso de realizació­n de la película?

–En términos prácticos, sí. Yo tengo una educación en el cine más clásico, que tiene una lógica muy jerárquica. Y acá tratamos de romper bastante con eso, es una película colectiva. Salimos a hacer el casting y a filmarla con un guión, que luego dejé que se fuera modificand­o. En ese sentido también nos dejamos llevar, que es un poco lo que les pasa también a ellas: hay como muchas posibles causas y no se sabe a dónde van. Pero la película te lo avisa antes: “Ahora, como si esto fuese poco, tampoco me interesa la trama, también voy a abandonar eso”. Pero la idea de contagio, de nueva sociedad, de comunidad, también es esa búsqueda: ir soltando lastres, ir viendo con qué te quedás y cómo se arma esto nuevo. También es un poco angustiant­e no tener ese contexto de herencia –mirá quién lo dice también, ¿no?–, es medio como pisar la luna, pasás a otra gravedad. En algún momento dudé si no había que explicar más el final de la trama, pero decidí elipsarlo completame­nte y que realmente sea eso: “Ahora, lo que también nos vamos a sacar de encima es la necesidad de narrar en esos términos”. Es una invitación a dejarte llevar. Las hijas del fuego Estreno en salas a partir del 1° de noviembre en la Sala Gaumont del Espacio INCAA y desde el 3 de noviembre, en Malba.

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Carri reconoce que la película propone una realizació­n utópica pero al mismo tiempo, defiende la idea de comunidade­s donde el deseo sea más libre.

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