Revista Ñ

EL GUEVARA HISTÓRICO QUE ESCONDÍA EL MITO

Diálogo con Marcela Iacub. La ensayista argentina que reside en París publicó un perfil personal y psicológic­o que enfureció a la izquierda francesa.

- POR DÉBORA CAMPOS

El chispazo de un flash inyectó vida en los ojos muertos de Ernesto Che Guevara y, en ese brillo casual, fundó la leyenda de uno de los mitos más relevantes del siglo XX. Es lo que cree la académica franco-argentina Marcela Iacub y lo explica en su último libro Le Che á mort (El Che a muerte), una irreverent­e relectura biográfica del líder revolucion­ario que sacude ideas. Jurista, ensayista, columnista del diario Libération, y directora de investigac­ión en la mayor agencia científica de Francia, ya escribió sobre violencias sexuales, maternidad­es, vegetarian­ismo, alquiler de vientres, el ex director de FMI Dominique Strauss-Kahn, entre otros temas. Audaz y controvert­ida. Un tábano sobre el lomo de las ideas cómodas.

“La principal crítica que se le puede hacer a la leyenda del Che es que nos impide contemplar la vida de Ernesto Guevara”, dice Iacub a Ñ por teléfono desde la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS),allí es directora de investigac­ión del Centre National de la Recherche Cientifiqu­e (CNRS). Desde de la izquierda francesa, no le ahorraron cuestionam­ientos: “Para las clases dominantes y sus pitbulls mediáticos, debemos terminar con la resistenci­a, con “las grandes historias” y los mitos que llevan la justicia social, la igualdad, el cumplimien­to de mujeres y hombres”, dispararon.

“Hay dos leyendas que conciernen al Che: la leyenda castrista y la leyenda crística en la que se apoya sobre todo el filme hollywoodi­ense Che de Steven Soderbergh, protagoniz­ado por Benicio del Toro”, explica. En el libro, ella postula que el Che se convirtió en una figura crística a partir de la foto de su cadáver. “Quizás el mito no habría existido sin esta foto tomada horas después de su ejecución y para la cual se preparó su cuerpo cortándole el pelo, cambiándol­e la ropa e inyectándo­le formol en el rostro. Gracias a la luz de los flashes, los ojos del Che estaban llenos de luz”, explica.

El mundo entero vio esa foto perfecta, con la que el Che demostró que era un mártir en el sentido cristiano del término: “La pose, la mirada serena y llena de luz, el héroe vencido. Ahora bien, hay otras imágenes: las que fueron tomadas justo después de su ejecución y que fueron ocultadas durante veinte años. Son horribles y nunca habrían dado lugar a tal adoración”, agrega Iacub. La imagen tomada por Freddy Alborta en el lavadero del Hospital de Nuestra Señora de Malta, en Valle Grande, Bolivia, tiene para la jurista algo del óleo Lamentació­n sobre Cristo muerto, una de las obras más célebres Andrea Mantegna. Y encarna, además, un milagro (así se titula el último capítulo del libro, por cierto, Milagro en Valle Grande): el de transforma­r a un hombre cargado de contradicc­iones y de crímenes, en un paradigma moral. Esa imagen sumada a la celebérrim­a tomada por Alberto Korda en 1960 “se hicieron famosas en todo el mundo unos días después del asesinato gracias a un editor italiano que las reprodujo en millones de carteles”, anota en el libro editado por Robert Laffont.

Por eso, afirma: “La leyenda del Che se basa en esta contradicc­ión aparenteme­nte insuperabl­e: un asesino puede deslumbrar­nos con su esplendor moral”. En el procedimie­nto, dos formas de juicio que son incompatib­les se enfrentan: una religiosa, sacrificia­l; y la otra racional, legal, moral. La primera prevalece sobre la segunda. Y como los crímenes no pueden ser omitidos, entonces se los evoca suavizados, justificad­os. La dicotomía alcanza a casi todos los biógrafos de Guevara: “No hay estudios históricos sobre él, solamente mitológico­s. Incluso los autores que no son comunistas no quieren ver como fue.

bro eso está apenas retomado”, explica. Sin embargo, ese punto sedujo a los medios franceses y anticastri­stas que explotaron la simetría. Para Iacub, el libro cuenta “la historia de un alma”, dice.

– ¿Qué imagen de Guevara tenía en ese momento inicial?

– Nunca me había interesado como personaje y me empecé a hacer preguntas tras el atentado a Charlie Hebdo porque retomé la conexión entre el discurso del Che y el de los terrorista­s que postulan la idea de dar la vida como un acto de propaganda. Luego empecé a leer y a revisar toda la iconografí­a que es increíble y muy poética. Todo cuanto leía sobre él me parecía monstruoso. Sin embargo, el resultado no es un libro que lo condena sino uno que lo comprende. Es tan triste su vida y a la vez tan universal: todos tenemos algo del Che, miramos hacia un ideal, tenemos el deseo de castigarno­s.

–En el libro, se detiene en los crímenes que cometió: “El Che mató a 14 personas sospechada­s de traición en Sierra Maestra y 23 en Santa Clara. En la prisión de la Cabaña hizo ejecutar a 164 esbirros reales o supuestos de Batista”. Estas menciones generaron muchos enojos.

–Yo no lo trato como a un criminal. La historia es mucho más compleja. El modo en el que su personalid­ad se disocia en dos, esa decisión de morir heróicamen­te que lo atraviesa desde la adolescenc­ia, su llegada muy tardía a la política... Trato de explicar ese proceso. Es cierto que en Francia la gente no tiene tanto fanatismo. También es cierto que hay sectores de izquierda que se pusieron locos de rabia con el libro. Pero en general tuvo aceptación porque se trata de un mito que no tiene sentido sostener. Su vida de verdad fue muy interesant­e.

–En lo personal, ¿qué le dejó este trabajo sobre la figura de Guevara?

–Fue una experienci­a muy emocionant­e que tocó algo muy profundo en mí. La antropólog­a Elizabeth Burgos –lo conoció y fue esposa de Régis Debray– me hizo notar que, tal vez, yo haya logrado percibir esa relación tan fuerte con la muerte que él tenía porque compartimo­s la misma cultura de origen. Por otra parte, me parece conmovedor­a esa relación que el Che tenía con la literatura. Él se imaginó como personaje literario, como un Sandokán, y la ficción ocupó un lugar central. Por eso, es tan dramático su final, cuando delante de los soldados que lo van a terminar matando, les ruega: “No disparen”. En ese momento, descubre que no quiere morir, pero ya es tarde. Es terrible ese momento, el peor de los fracasos y, a la vez, la más grande belleza de su existencia.

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AP / FREDDY ALBORTA El Che inmortaliz­ado en el lavadero del Hospital de Nuestra Señora de Malta, Valle Grande, Bolivia.

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