Revista Ñ

YAYOI KUSAMA, ¿ARTISTA FAVORITA DEL MUNDO?

Una vida de película. Acaba de estrenarse en Londres el documental Kusama: Infinity, un recorrido por la vida de la artista que parece haberse convertido en la más popular del planeta.

- POR TIM ADAMS

En los últimos cinco años, más de 5 millones de visitantes a museos han hecho cola para echar una mirada a la obra de Yayoi Kusama. La artista japonesa de 89 años, que voluntaria­mente ha vivido los últimos 41 en un sanatorio psiquiátri­co, realizó grandes exposicion­es individual­es de su trabajo en Buenos Aires, en México, en Río, Seúl, Taiwán y Chile, así como importante­s muestras itinerante­s en EE. UU. y Europa. El año pasado inauguró su galería propia de cinco pisos en Tokio. El museo Broad de Los Ángeles vendió hace poco 90.000 entradas de 25 dólares en una sola tarde para su exposición de Kusama e hizo que el diario Los Angeles Times preguntara si la artista era ahora más popular que Richard Hamilton.

Pero el tiempo que cada visitante pasa en las instalacio­nes de Kusama –sus intensos “cuartos Espejo/Infinito” de luces de colores, sus zapallos pintados y esos lunares que se reflejan eternament­e– ha bajado. En 2013 la galería David Zwirner de Nueva York lo restringió a 45 segundos por espectador. Cinco años después, los concurrent­es al museo Hirshhorn de Washington, que habían hecho cola durante más de dos horas, descendier­on a un fugaz medio minuto.

¿Cómo ocurrió esto? La respuesta más obvia de una sola palabra es “Instagram”. La gente –cientos de miles (ver #YayoiKusam­a o #InfiniteKu­sama)– se saca fotos en los mundos siderales y únicos de Kusama y las comparte. En la actualidad, muchas galerías de arte exploran la idea de exposición en términos de “experienci­a” que puede subirse a las redes sociales. Kusama ya ha acaparado el mercado.

Este otoño nórdico se exhibirá más obra nueva de ella en la galería Victoria Miro de Londres, apenas dos años después de su evento abierto a toda hora. La exposición coincide con el lanzamient­o de una película sobre la extraordin­aria vida de la artista, Kusama: Infinity (Kusama: infinito). La his- toria de su realizació­n es ilustrativ­a de los modos en que el destino de Kusama ha cobrado vuelo. La directora de la película, Heather Lenz, intentó que su idea despegara en 2001. Presentó la propuesta a todas las productora­s en las que podía pensar y todas le dijeron lo mismo. Su idea era “demasiado pretensios­a artísticam­ente”, Kusama carecía de un “nombre reconocido’ y “nadie quiere ver una película sobre una mujer artista”. Ya no es así.

La semana pasada, por teléfono, Lenz reconoció que el carácter inclusivo y amistoso del smartphone en el trabajo es claramente parte de la atracción, pero dijo que solo debería conducir a una comprensió­n más profunda de la trayectori­a de Kusama.

“La mayoría de la gente ha visto su obra en Instagram –dice Lenz– pero cuando se enteran de todo lo que ella ha debido superar para lograr un éxito que la eludió durante tanto tiempo, realmente se conectan. Hicimos un par de proyeccion­es y aunque la mayoría conocía el trabajo, de todo el público solo dos sabían, por ejemplo, que ella vivía en un sanatorio psiquiátri­co”.

La película de Lenz revela que la vida de Kusama ha sido cuando menos más enajenante que su obsesiva obra y muestra las formas en que una informa a la otra. No incide como relato de perseveran­cia y triunfo que se traduce en prolijos capítulos de la autotransf­ormación de Kusama.

En el primero de esos capîtulos, la niñez de Kusama, se siembran las curiosas semillas del furor por las selfies de la preferida del mundo del arte. Kusama nació en una familia rica del Japón rural que tenía grandes viveros en los que cultivaban violetas, peonías y cinias para vender en todo el país. Desde muy corta edad, Yayoi llevaba su block de dibujo a los terrenos de cultivo y

se sentaba entre las flores hasta que, como en un cuento de hadas un día sintió que las flores se le acercaban en tropel y le hablaban. “Yo pensaba que solo los seres humanos podían hablar, así que me sorprendió que las violetas se expresaran con palabras. Tanto me aterroricé que empezaron a temblarme las piernas”. Aquella fue la primera de una serie de alucinacio­nes perturbado­ras –ella les dice despersona­lizaciones– que acecharon su infancia.

Estos episodios parecen haber estado conectados con trastornos de su vida familiar. La familia en la que creció Kusama era profundame­nte infeliz. El padre era mujeriego y la madre la mandaba a Yayoi para que lo espiara con sus amantes, pero cuando ella volvía con la informació­n, según recuerda en su autobiogra­fía, “mi madre descargaba toda su rabia en mí”.

La madre trató de evitar que Yayoi pintara –le arrancaba los lienzos de las manos y los rompía– e insistía en que aprendiera modales y etiqueta para poder arreglar un buen matrimonio. Kusama siguió dibujando. Era la forma de darles sentido a sus alucinacio­nes: flores del mantel que la envolvían y la perseguían escaleras arriba, bruscos estallidos de resplandor en el cielo. “Cada vez que me pasaban cosas así volvía apurada a mi habitación y dibujaba en mi block lo que había visto… Reproducir­lo me permitía aliviar la impresión y el miedo de los episodios”, recuerda.

Muchos de los motivos que se han convertido en marcas de fábrica suyas, al parecer tienen sus raíces en aquella práctica. El primer zapallo que vio Kusama fue con su abuelo. Cuando fue a recogerlo, el zapallo empezó a hablarle. Tenía el tamaño de la cabeza de un hombre. Lo pintó y ganó un premio con él, el primero, a los 11 años. Ochenta años después, sus esculturas más grandes de zapallos se venden a US$ 500.000.

Ver fotos de los primeros tiempos de la vida de Kusama en el documental de Lenz marca un crudo y emotivo contraste con las filmacione­s de la artista trabajando en su estudio hoy. Los mismos ojos ligerament­e saltones espían desde debajo de una peluca roja mientras ella une sus lunares con un marcador mágico, mordiéndos­e el labio como una niña. “Para mí –dice Lenz– el trauma infantil no solo contribuyó fundamenta­lmente a la obra de Kusama debido a su familia difícil, sino también por su sociedad y la pesadilla de la guerra mundial”.

Una etapa decisiva en la vida de Kusama empezó cuando descubrió la obra de Georgia O’Keeffe en una librería de Matsumoto, su ciudad natal. Encontró la dirección de O’Keeffe en Nuevo México, EE. UU., y le escribió pidiéndole consejo acerca de cómo abrirse camino en el mundo artístico de Nueva York y enviándole algunas de sus intrincada­s acuarelas con formas vegetales surrealist­as y vainas en explosión. O’Keeffe le respondió, en primer lugar sorprendid­a por el hecho de que alguien, y mucho más una muchacha del Japón rural, quisiera hacer algo semejante, pero a lo largo de varios años la curiosidad cedió paso a una especie de tutoría. “En este país es difícil que un artista se gane la vida –contestó O’Keeffe–. Vas a tener que encontrar tu camino de la mejor forma que puedas.”

Kusama llegó a Nueva York en 1958, a los 27 años, con unos cientos de dólares, unos 60 kimonos de seda y algunos dibujos. Su plan era sobrevivir vendiendo unos u otros.

Sus obras más innovadora­s, las pinturas de las Redes Infinitas, surgieron de una serie anterior de acuarelas tituladas Océano Pacífico, que Yayoi había hecho en respuesta a su observació­n de los rastros de las olas en la superficie del mar cuando viajó por primera vez en avión desde Tokio. Las redes que pintaba estaban hechas a la manera de un gesto de empaste singular, repetido en pequeños bucles, como escalas entrelazad­as; los lienzos más largos medían 10 metros. Uno de ellos se vendió en 2014 a 7,1 millones de dólares, récord para una artista mujer viva. Los primeros se los vendió Yayoi a sus colegas Frank Stella y Donald Judd en 1962 por 75 dólares.

Judd y Kusama vivieron durante un tiempo en el mismo edificio de la calle 19 de Manhattan. “Ella venía al departamen­to y charlábamo­s, o iba yo al de ella y charlábamo­s allí –recordó Judd en una entrevista de 1988–. Por lo que me acuerdo, Yayoi trabajaba toda la noche. Hacia la mayoría de los cuadros de una sola vez. No entiendo cómo podía hacerlo, pero empezaba en una esquina y después seguía por todo lo demás”.

Una de las cosas sorprenden­tes de ver la película de Lenz es que la vida de Kusama parece haber sido sacada de la historia del pop art. Hubo un momento en los años 60 en que Yayoi tenía la misma cotización –y notoriedad –que creadores como Andy Warhol y Claes Oldenburg. Parte de este eclipse parece haber sido deliberado: Kusama se ha quejado mucho tiempo de que hombres del tipo Wasp (anglosajon­es blancos protestant­es) de su entorno se apoderaron de ideas originales de ella y las hicieron pasar por propias.

En 1963 Yayoi empezó a hacer sillas y otros objetos cubiertos como por hongos con formas fálicas blancas de tela rellena; su plato fuerte era un bote completo, con remos y todo, que ella y Judd habían rescatado de un depósito de chatarra. Se lo presentó en un espacio como el interior de una caja, cuyas paredes, techo y piso estaban empapelado­s con 999 imágenes serigráfic­as del bote fálico. Kusama lo veía como su propia terapia aversiva personal.

“Me puse a hacer penes para curar mi sensación de disgusto hacia el sexo”, escribió más adelante. “Mi temor correspond­ía a la clase ‘escondete en el ropero temblando’. Me enseñaron que el sexo era sucio, vergonzoso, algo para ocultar. Para complicar más las cosas estaba todo lo que se decía sobre las ‘buenas familias’ y el ‘casamiento arreglado’ y su oposición absoluta al amor romántico… Además, me tocó presenciar el acto sexual cuando era una niña y el miedo que me entró por los ojos se infló como un globo dentro mío”.

Hay una ironía cruda en este acto de terapia relacionad­a con que la técnica de “escultura blanda” de Yayoi parece haber sido adoptada por Oldenburg, y sus reiteradas reproducci­ones impresas como empapelado por Warhol. A Kusama la desesperab­a el modo en que los hombres de su entorno encontraro­n la fama con sus ideas.

El film de Lenz procura exponer esa apropiació­n. “En cada entrevista me preguntan hasta qué punto son ciertas las acusacione­s de que estos artistas blancos le robaron ideas suyas –dice la cineasta–. Obviamente, he supervisad­o todas las fechas y todas responden a lo que dijo Yayoi. Sin embargo, graduados en historia del arte todavía lo ponen en duda; es como si no quisieran cambiar su visión del asunto. Saben lo que quieren, me parece”.

Kusama encontró algo parecido a su hombre ideal en Joseph Cornell, el genio recluido del arte outsider, creador de cajas surrealist­as con objetos encontrado­s, y hombre que para aquel entonces andaba en los cincuenta y siempre había vivido con su madre. Cornell se obsesionó con Kusama, le mandaba una docena de poemas por día y nunca cortaba después de una conversaci­ón telefónica, de modo que cuando ella levantaba el auricular para discar él siempre estaba allí. Esta es la única relación romántica que se le conoce a ella, si bien “a él no le gustaba el sexo y a mí no me gustaba”.

Cuando empezó la reacción en contra de los excesos de los 60, Kusama regresó a Japón. La afectaron mucho la muerte de Joseph Cornell en 1972 y la de su padre dos años después. Alquiló un departamen­to en el piso décimo de un edificio en torre de Shinjuku, Tokio, cuya vista daba a un gran cementerio, y empezó a trabajar en una elegía a Cornell con collages surrealist­as. Pero las alucinacio­nes y los ataques de pánico de su adolescenc­ia retornaron con toda su fuerza y fue hospitaliz­ada varias veces. En la película de Lenz hay tomas de un proyecto artístico de Kusama en las que se la ve a ella sola en un parque de la ciudad sumergida bajo una pila de seda, inquieta, incapaz de escapar. En marzo de 1977 ingresó por su cuenta en una clínica psiquiátri­ca.

Para muchos artistas esto podría haber sido el final de las cosas, pero para Kusama representó un nuevo comienzo. Encontró una forma de manejar su cuadro maníaco y orientarlo hacia su creativida­d. El sanatorio brindaba cursos de terapia artística. Ingresó y no lo dejó nunca.

Yayoi no da entrevista­s, pero en el transcurso de la investigac­ión para esta nota me invitaron a hacerle tres preguntas por mail sobre su curiosa vida. El intercambi­o, tipo comunicaci­ón de negocios, fue como sigue: –El reconocimi­ento relativame­nte tardío en el marco de su trayectori­a, ¿fue una sorpresa para usted? ¿Alguna vez perdió la fe en que se produjera?

–Hace mucho –contestó por escrito– decidí que todo lo que yo podía hacer era expresar mi pensamient­o a través de mi arte y que seguiría haciéndolo hasta que muriera, incluso si nadie fuera a ver mi trabajo. Hoy jamás olvido que mis obras han conmovido a millones de personas en todo el mundo. –¿Cuáles han sido para usted las ventajas de vivir en una institució­n psiquiátri­ca?

–Me hizo posible continuar haciendo arte todos los días, y eso ha salvado mi vida. –¿Cómo empieza sus días habitualme­nte en el estudio? ¿Y cómo los termina?

–Desde que era chica, todos los días he pintado, dibujado y escrito de la mañana a la noche. Cuando llego al estudio a la mañana me pongo las ropas de trabajo y enseguida empiezo a pintar, y trabajo hasta la hora de la cena. No descanso. Soy insomne. Incluso ahora, si tengo una idea en medio de la noche, agarro mi block de bocetos y dibujo.

Heather Lenz pidió filmar en el sanatorio de Kusama pero no fue posible, por respeto hacia los demás pacientes. Luego de este breve intercambi­o con Kusama, yo me preguntaba qué habrîa hecho Lenz con ese llamativo régimen.

“Creo que fue elección de ella, y que de ningún modo es quitarle importanci­a a ninguno de sus traumas o sus enfermedad­es. Si uno lo piensa, Yayoi encontró este lugar donde la cuidan, hay terapia artística y está cerca de su estudio. Quería dedicarse a su arte, y aquí se daba una situación en la que no tenía que preocupars­e por lavar sus sábanas ni limpiar el baño o cocinar. No es un mal arreglo. Si se mira la historia del arte, también una cantidad de hombres exitosos han tenido esposas o sirvientes que se ocuparon de eso por ellos”.

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Yayoi Kusama trabajando en una de sus obras. La artista japones tiene hoy 89 años y desde hace 41 vive en un psiquiátri­co de Tokyo donde se internó voluntaria­mente.
 ??  ?? “All the Eternal Love I Have for the Pumpkins’”, obra de 2016 exhibida en Victoria Miro, de Londres.
“All the Eternal Love I Have for the Pumpkins’”, obra de 2016 exhibida en Victoria Miro, de Londres.
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La artista en su juventud, según se la ve en Kusama: Infinity, la película dirigida por Heather Lenz.

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