La mitológica blancura del mundo antiguo
A veces –un poco como el personaje que traiciona a su grupo en The Matrix, de los entonces hermanos y ahora hermanas Wachowsky– uno se da cuenta de que preferiría ignorar ciertas realidades. La sensación es contradictoria, como la del chico que empieza a sospechar que los Reyes magos son los padres: desde luego, quiere sorprenderlos de madrugada, pero también quiere seguir dulcemente engañado, creyendo que ese pasto y esa agua que acaba de disponer amorosamente junto a los zapatos calmarán el hambre y la sed de unos camellos tan esperados como inverosímiles. Parece exagerado, pero algo de ese orden parece ocurrir con Occidente –tan orgulloso de su condición heredera de las antiguas Grecia (sobre todo) y Roma (un poco menos)– cuandocasi como un niño se maravilla con la inmaculada blancura de esos admiradísimos mundos pasados. Cualquiera que tenga la enorme fortuna de recorrer el Louvre, el British Museum, el Metropolitan de Nueva York, la módica suerte de pasearse por uno de nuestros museos más bien periféricos o –al menos– de hojear un libro de historia del arte, un folleto turístico, mirar La guerra de Troya (con Brad Pitt) o un documental en el History Channel, estará seguro de que todas las esculturas griegas y romanas son blancas o tienen el color del bronce. Lo curioso es que hace ya bastante tiempo –unos dos siglos, aparentemente– existen indicios firmes de que esa blancura es pura ilusión. Hace bastan- te tiempo que se sabe que, lejos del blanco, el mundo antiguo era una explosión de color.
Nos lo recuerda esta semana un excelente y extenso artículo de Margaret Talbot publicado en la revista The New Yorker con el contundente título The Myth of Whiteness in Classical Scuulpture (el mito de la blancura en la escultura clásica).
En los primeros párrafos de su texto, Talbot reproduce parte de su conversación sobre el tema con Mark Abbe, profesor de arte antiguo de la Universidad de Georgia, quien tuvo la epifanía del color de la Grecia antigua trabajando en 2000 en una excavación arqueológica en la vieja ciudad de Afrodisias, hoy en territorio turco. La conclusión de Abbe es terminante: la idea de que los gregos desdeñaban el color en la escultura “es el malentendido más habitual sobre la estética en la historia del arte occidental. Es una mentira que todos queremos creer”.
En realidad no es raro: la textura del mármol blanco ha sido tan pregnante para nuestra mirada desde la infancia cuando se trata de escultura clásica que es difícil que se abra camino en nuestra mente la idea de que la policromía era lo absolutamente habitual en las esculturas griegas y romanas. Los avances tecnológicos, como dispositivos con luz ultravioleta para examinar la superficie de las esculturas, son irrefutables. Pero ni siquiera son necesarios: en muchísimas piezas se advierten restos de pigmentos a simple vista. Sólo que parece que no queremos verlos, o estamos dispuestos a olvidarlos minutos después de descubrirlos. Nos gusta la antigüedad blanca. Francamente, la mayoría de las esculturas pintadas hoy con colores que podemos suponer iguales a los originales con muy poco margen de error gracias a recursos científicos modernos se ven casi kitsch, como maniquíes o muñecos de carrusel.
Ya hace años la muestra Dioses en color dio cuenta de esta realidad en Copenhague. Luego itineró por el mundo y la vieron 3 millones de personas. Pero preferimos olvidarlo y seguir en blanco.