Revista Ñ

EL INCÓMODO Y CONTROVERT­IDO JONATHAN LITTELL

Una conversaci­ón con el escritor francoesta­dounidense, autor de Las benévolas, que regresa a la novela diez años después con Una vieja historia.

- POR NÚRIA ESCUR © La Vanguardia

Hay dos tipos de personas: las que escogen a Bach y las que se quedan con Wagner. Jonathan Littell (Nueva York, 1967), por su supuesto, es de los primeros. “Aunque en este libro hay más referencia­s a un tercero, a Mozart, creo que Bach es inmenso, lo escucho constantem­ente”. El escritor franco-estadounid­ense que fascinó a sus seguidores con Las benévolas – historia de un verdugo, alto mando de las SS, escrita en francés– fue galardonad­o con los premios Goncourt y Grand Prix du Roman de l’Académie française. De ello hace ya más de una década y, ahora, por primera vez regresa a la novela. En Una vieja historia (Galaxia Gutenberg) la acción parece repetirse: la misma habitación de hotel, la misma familia, las mismas escenas de sexo, la violencia, el mismo espejo... Sigue siendo un personaje extraño que genera preguntas en sus congéneres sin cesar. Que te centra y te desubica a la vez. Bartleby, el escribient­e, de Melville, le fascina, y se nota porque cada vez que le requieren que responda a una pregunta que le resulta incómoda él contestarí­a: “Preferiría no hacerlo”.

Nacido en una familia de origen judío lituana que emigró a EE. UU. a finales del siglo XIX, Littell es hijo del escritor y correspons­al de guerra Robert Littell. Tras siete años en Bosnia trabajando para Acción contra el Hambre (lo que le valió constantes conflictos con las autoridade­s), interesado en bucear, por ejemplo, en la naturaleza del crimen de estado, decidió dedicarse solo a la literatura. Reside en Barcelona, junto a su esposa belga y sus dos hijas, “aunque ya llevo doce años aquí y estoy empezando a pensar que son demasiados porque jamás estuve tanto tiempo seguido en la misma ciudad”.

Con Una vieja historia resurge la versión más personaliz­ada de un autor –políglota, nómada, nihilista, revolucion­ario, incómodo, controvert­ido, fácilmente a la defensiva– fascinado por estudiar los móviles éticos incluso de quienes nos parecen seres sin escrúpulos. Busca el alma aunque no le guste lo que vea. –Hacía tiempo que no leía tantas escenas de sexo seguidas. Y ni una con amor.

–Alguna hay, pocas. El amor es algo muy difícil aunque el sexo, lo reconozco, puede acabar en situacione­s límite. He querido trabajar también ese aspecto de la violencia.

–Con este libro dicen sus editores que sigue profundiza­ndo en el concepto del mal. ¿Está de acuerdo con ellos?

–No. Se utilizan palabras para facilitar contenidos. Siempre ocurre lo mismo. Yo solo quise describir la vida. La palabra mal está muy condiciona­da por la tradición cristiana. Yo no creo en el mal, creo que somos animales y a veces actuamos en consecuenc­ia.

–La lectura, a tiempo real, atropella al lector, le bloquea. ¿Así nos quiere, asfixiados?

–Soy consciente de esa consecuenc­ia. Pero como yo nunca escribo para los demás sino para mí, jamás planeo el efecto. Solo busco que las conexiones funcionen dentro del texto. Lo que sí me obsesiona es el ritmo, por eso hay partes del libro sofocantes que intento combinar con espacios más oxigenados. –Recurre a muchos espejos y agua en todas sus versiones, en bañeras, en piscinas. ¿Como metáfora de algo?

–Tal vez mi intención sea más usarlas como metonimias. Pero no quiero condiciona­r la interpreta­ción del lector, ¡es libre para ver lo que quiera ver!

–Le dieron un premio Goncourt y no fue a recogerlo. Jelinek no recogió el Nobel por su fobia social. Supongo que usted la entiende. ¿Qué premio estaría dispuesto a aceptar? –Ninguno. Si pararan de darme premios todo sería mucho más fácil. ¡No me gustan los premios literarios! No me parece el modo apropiado de tratar la literatura, comparando unos que decimos que son mejores y otros peores... –¿Cuántas personas le han preguntado si esas escenas de sexo en grupo, con tanta precisión, las ha vivido en primera persona?

–Unos cuantos se han atrevido a preguntar y les he dicho la verdad: no distingo ya sueños, realidades, no hay una jerarquía entre mis propias experienci­as y la ficción. Lo pongo todo junto. A veces leo como relatan escenas de sexo y, sencillame­nte, no son creíbles. –Sigue omnipresen­te una tercera mirada, la del niño o una mirada abstracta. ¿Qué identidad le ha costado más adoptar: mujer, hombre, hermafrodi­ta, niño..?

–Bueno, intenté hacer un capítulo desde el punto de vista de un gato, pero no funcionó. El resto ha sido más fácil. De hecho describo la violación de una mujer y yo, evidenteme­nte, jamás pude sentir eso en mi carne, ni soy mujer ni me violaron.

–Tras manifestar­se contra Trump, ¿teme recibir alguna bomba como la han recibido Obama o Robert de Niro?

–No porque no me he manifestad­o mucho públicamen­te y doy pocas entrevista­s. Solo lo hago con compromiso­s concretos como el caso del prisionero en Rusia en huelga de hambre, Oleh Sentsov.

–A medida que sus personajes nos comunican más incertidum­bre que placer más necesitamo­s que algo les estabilice. ¿Qué le equilibra a usted?

–Ahora que lo pienso... ningún sitio. Siempre llega algo que te desequilib­ra y yo no soy maestro zen para lograr ponerme en paz. –Ha dicho que la cultura “no nos protege de nada, los nazis son la prueba”.

–Lo vemos cada día. Alguien puede ser perfectame­nte culto y perfectame­nte estúpido. El nivel cultural no afecta a la moralidad. He conocido personas sin educación encantador­as y empáticas.

–Fue incapaz de terminar Mi lucha. ¿Por qué? –¡Es que está tan mal escrito! Es horrible, me fui saltando trozos. Es indigesto y repetitivo. –¿Con qué limita su ética?

–Creo que aún tengo los límites bien puestos. Manuel Valls, cuando el desastre de Bataclan dijo algo tan idiota como “no debemos intentar entender a esta gente, solo luchar contra ellos”. Esa postura solo genera más desastres... –¿La peor guerra pasada y la peor por venir? –Duele especialme­nte la Segunda Guerra Mundial. Y por venir, viene todo... Tal como van las cosas, se acerca un gran desastre, lo huelo, lo mismo que se sentía en los años treinta. Y me preocupa por el mundo que les queda a mis hijos, de quince y dieciocho años que, con razón, ya me culpan de haberlos traído a este despropósi­to.

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En 2006, Littell obtuvo el Premio Goncourt con Las benévolas, la historia de un oficial de las SS.
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Una vieja historia Jonathan Littell Galaxia Gutenberg 304 págs. € 21,37

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