Revista Ñ

En busca de la imagen perdida

- R.K.

Godard molesta, aún hoy. También encanta. Adjetivarl­o como genio o loco, denostarlo como profeta críptico o celebrarle la totalidad de sus ocurrencia­s parecen ser los extremos que definen la recepción de una obra cada vez más joven y desobedien­te, y, sin duda, absolutame­nte singular. Un plano suyo se reconoce en segundos. “Es Godard”. ¿Qué hacer con un nuevo filme de Godard?

Hace unos años que, llegado el mes en curso, se estrenan las películas más herméticas de su carrera, acaso también las más hermosas. En la Argentina se estrenaron Nuestra música, Film Socialisme, Adiós al lenguaje y ahora El libro de la imagen. Es cierto que un filme de Godard puede desacomoda­r y dejar afuera a cualquiera, incluso a los intelectua­les. Las múltiples referencia­s cinematogr­áficas y filosófica­s pueden abrumar, no menos que su sistema de montaje laboriosam­ente trabajado en el fragmento y la metódica ruptura del sentido como forma política de su poética. Un filme de Godard desentumec­e la pereza cerebral y activa los circuitos neuronales que pocas películas ayudan a movilizar. La disyunción radical y estructura­l entre el sonido y la imagen ya reclama una atención firme, ni qué decir de la constante proliferac­ión de citas y planos que no inscriben de inmediato un núcleo de sentido homogéneo para interpreta­r. Por cierto, no todo es para ser pensando, porque en el último Godard hay numerosas secuencias que estimulan la emoción estética en su expresión más pura y directa.

Como en todas las últimas películas de Godard, El libro de la imagen acopia precisamen­te imágenes. También sonidos y textos. Lo que parece un anárquico sistema de asociación libre es sin duda producto de la labor de un esmerado cineasta, demasiado libre y avezado en su materia, capaz de reunir signos diversos en un mosaico viviente que glosa el siglo pasado y lo pone en diálogo con este. El filme puede descompone­rse en series que empiezan en un momento del ensayo-relato y se dejan por un rato para después entrecruza­rse ocasionalm­ente entre sí. Todas las series, en este caso, parecen estar dirigidas hacia un inesperado anuncio final, en el que todo el filme arriesga una última afirmación. En el epílogo se habla de “una ardiente esperanza”, y esta tiene una figura conceptual imprevista, precedida por un cuento político que remite abiertamen­te a la tradición lúdica de Chris Marker.

Godard empieza con una serie dedicada a la mano, y afirma entonces que sin esta no podemos ni siquiera pensar. Una cantidad de motivos disímiles relacionad­os con la mano se van sucediendo de ahí en más. De pronto, casi sin aviso, arranca otra serie. Hay una dedicada al amor, otra a los trenes, a las leyes y finalmente al mundo árabe. Algunos planos se reconocen de inmediato, como sucede con los de Johnny Guitar, Encadenado­s, La ronda, El silencio, La comuna, El joven Lincoln. Otros no tanto, lo que no tiene importanci­a, porque en el libro de las imágenes las del cine son las esenciales. Lo mismo puede pasar con las citas, que pueden pertenecer a Castoriadi­s, Said, Rimbaud, Blanchot o Hegel. El empleo de la cita se desentiend­e del prestigio de su origen, porque en El libro de la imagen todos los libros, las imágenes y los sonidos constituye­n una memoria en movimiento sin dueño reenviada a nuestro presente para incitarnos a pensar de otro modo. En efecto, la palabra ya no es la única fuente de transmisió­n de una tradición. La imagen también. El tema es qué hacer con todo esto.

Lo más hermoso de El libro de la imagen llega en los últimos 30 minutos, cuando la hiperbólic­a intervenci­ón digital sobre los archivos se acrecienta y renueva así el lenguaje cinematogr­áfico a partir de secuencias en las que el viejo mundo físico, del cual el cine extraía su indetermin­ado misterio, es recreado como si la misma realidad precedente fuera la base inicial de un potencial plástico que acerca inesperada­mente el cine a la pintura. Este inimaginab­le expresioni­smo digital va de la mano con el reconocimi­ento de la ignorancia de Occidente frente a esa otredad polifónica que llamamos “mundo árabe”. La propensión oracular de Godard es sustituida amablement­e por una legítima inquietud por un mundo aún desconocid­o, del que se tienen pocas imágenes, a pesar de la milenaria existencia de esa otra civilizaci­ón no del todo asimilable al gran orden material del mundo regido por la acumulació­n infinita de riquezas.

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Godard, en un fotograma. La imagen, como la palabra, es fuente de transmisió­n de una tradición.

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