El vital ejercicio de resignificar el pasado
Teatro I. En 40 minutos en el país de las hadas, Ignacio Apolo pone en escena ideas teóricas de Benjamin a Freud y Borges.
Uno de los grandes cambios que llegaron con el siglo XXI es la presentización del pasado y de la historia. Es decir, la idea de que toda nueva experiencia reorganiza y modifica la anterior, modifica su significación y todo el sistema que se va construyendo a partir de las percepciones. Ideas similares se han planteado en relación con el pasado: la memoria es una construcción desde el presente. Incluso en Historia del arte se han discutido anacronismos con el argumento de que es el espectador desde su presente el que resignifica la obra y en relación con todas las obras que ha visto.
Sería muy extenso explorar cómo estas ideas influyen en el teatro pero sí podemos señalar que Ignacio Apolo, cuyo teatro hace base en el pensamiento teórico, se sumerge en estas tendencias y las pone en evidencia en su nueva obra: 40 minutos en el país de las hadas. Propone que es un evento del presente el que construye un sentido uniendo sucesos del pasado que quizá no parecían relevantes o relacionados entre sí. Un poco a la manera que propone Benjamin para leer los deshechos, las ruinas, las huellas. Apolo hace mención a que suele ser una catástrofe el evento que dota de sentido pero no sólo como lo considera Benjamin, también las ciencias.
Más clara es la comparación que se explicita en la obra con la idea de Borges: Kafka crea sus antecesores, su escritura es la clave para armar un sistema de autores anteriores que no hubiéramos relacionado sin él. En este sentido, Apolo confronta con las teorías de Freud sobre la pulsión de muerte. Siempre Freud parte de la huella de un evento originario que nos impulsa, sea este la no existencia o el placer primero, hay un eterno intento de retorno a ese recuerdo fundante. ¿Pero si lo pensamos a la inversa –se pregunta Apolo como autor y como protagonista en vivo de su propia dramaturgia–, si hay un último evento, incluso la muerte misma, que resignifica lo que vivimos? ¿Debemos entonces elegir cuidadosamente el recuerdo final? ¿O es imposible elegir alguno porque los construimos mientras intentamos traerlos a la memoria?
La forma escénica es coherente con este contenido, porque hace convivir a los personajes con el dramaturgo, al que la piensa con las que la actúan, sugiriendo que el proceso de creación es un circuito de retroalimentación, no un tiempo lineal en que está primero la escritura o primero la actuación, primero el pensamiento y luego la acción o viceversa. Apolo se representa a sí mismo preguntándose ¿lo que escribió antes? o lo que parece ir pensando a partir de lo que los personajes despliegan frente a él y también observando las reacciones de los espectadores. Comparte el escenario con dos tiempos diferentes y desdoblados de un mismo personaje. La joven a punto de morir que en sus últimos 40 minutos intenta elegir el mejor recuerdo pero no encuentra uno placentero ¿porque la muerte dará sentido a sus pulsiones autodestructivas? El otro personaje es la niña, la que fue la joven pero es el germen de la que será a partir de que la joven después de su muerte le dé los elementos para su futuro, le señale esos trazos aparentemente sueltos que deberá ir dejando. La ambigüedad de la obra nos permite la interpretación contraria o complementaria para la retroalimentación: también es la niña que fue, la que vislumbraba un hada a la que debía esperar ¿como camino a seguir? Y el circuito vuelve a girar: ¿Es un padre ensimismado el origen de la futura elección de novios indiferentes? ¿O el fracaso amoroso de la joven señala a la niña la falta de atención de su padre? Y así la obra nos confunde, en el buen sentido de reflexionar.