Tres poemas
de “Madam”
Mi casa era diferente. Mi tía no me crió, mi abuela prefería a mi hermano. Más sano hubiera sido preferirme a mí, o más osado. Sin embargo, todo era perfecto así, en un sentido errado. Erré perfectamente el camino, y fue acertado el sino del fracaso en la presencia. La música fue el caso, y la poesía, para perderse en los sentidos, la enfermedad, la experiencia. Parecía saberlo todo y no hacer nada para impedirlo. ¿Quién podría decirlo, salvo un secreto?
Revelados
(…)
El mundo, a esta altura, se parece a un conflicto entre las madres y las hijas. Nosotras, las dos, sabíamos lo que había que unir para que la planta creciera, y si nos equivocábamos toda culpa era entre nosotras. Sin embargo, mutaban con acierto los retoños de las plantas, y lo que sé del mundo cambiaba, sin otra autoridad.
** *
Cuarentaicinco años vivimos juntas
–una buena parte de tu vida y de la mía–, y en ese tiempo fuiste casada, separada y viuda. Soltera, antes. No sé qué preferías de tu amplia performance, pero había cierta comprensión en nuestra mutua compañía, la transmisión de cosas confusas y sencillas, secretos de cocina a medias y cierta gracia tuya cuando yo me iba, y que no aprendí.
Si alguien querría ser una tortuga
sería yo: hacer de una sección cónica mi propia sede prehistórica alojada en la espina dorsal.
Ser tortuga
tiene algo de ideal: desde joven luce arrugas y en sentido literal se hace mayor con los años
–a más edad más tamaño.
Post-matrimonial, sin lazos familiares después de desovar, igual a todas y cada una, naturalmente hija de la luna,
sin embargo no hay cisma entre ella misma y sus lares. Entre tantos avatares, para mí que estoy en mí
–puro apremio sin molicie–, poco cuenta que sea lenta su marcha en la superficie:
eso me haría durar y capaz de entrar al mar,
–que cubre dos tercios del mundo– sabiendo que si me hundo gano velocidad.