Revista Ñ

“Ese verano a oscuras”

- POR MARIANA ENRIQUEZ Ese verano a oscuras, extracto. Publicado por Páginas de Espuma.

- ¿Te interesa en especial lo que se está escribiend­o en nuestra región?

-Me interesan muchas autoras, entre las mexicanas me gustan mucho Valeria Luiselli, Guadalupe Nettel, Fernanda Melchor, Brenda Lozano. Hay una peruana que me gusta muchísimo, Claudia Ulloa Donoso, con su extraordin­ario libro Pajarito. Alejandra Costamagna de Chile me gusta muchísimo. La ecuatorian­a Mónica Ojeda es una de mis escritoras favoritas.

-Antes de este auge rescataste la figura de Silvina Ocampo y escribiste el perfil La hermana menor. ¿Ese trabajo modificó en algo tu fascinació­n por ella?

-Ni se extinguió, ni se acrecentó. Tuve, sí, una fatiga lógica de materiales y durante mucho tiempo no la volví a leer. Con distancia pude pensar más a Silvina, valorarla más, también pude discutirla más. Entró en otro lugar no tan cercano, y cuando digo cercano me refiero a literariam­ente cercano. Ahora puedo pensarla un poco más como figura. No diría que escribir la biografía me repelió ni que me acercó; Silvina se transformó en otra cosa.

-¿Tuvo alguna influencia esa indagación en la construcci­ón del poder que aparece Nuestra parte de noche?

-Creo que sí. ¿Sabés por qué? Porque yo hasta escribir el libro de Silvina no había hablado con gente con tanto dinero, no había entrado a esas casas. No me había encontrado con esos niveles de impunidad, generacion­es que no tienen que trabajar y se van a Europa con la vaca. Ya decadente, ya de lejos, desde otro lugar, pero fue la primera vez que no solo leí sino que tuve un contacto directo. Influyó muchísimo, bueno, el padre de Rosario se llama Adolfo; también es un mujeriego, pero cuando se enamora fuera de su clase es castigado. En la novela quería que fuese un poder antiguo, impune y consolidad­o, el poder de un clan familiar. La familia de acá, por un lado, es dueña de los yerbatales y, por otro, del campo. En esos ámbitos controlan vidas, economías enteras.

-Y aparece, cuando menos, un intento de lucha en la generación nueva.

-En un momento, los jóvenes hijos de la orden, Rosario, Esteban piensan que pueden deshacerse de los viejos para hacer algo distinto. Ese momento coincide con los años 60 y 70; es muy parecido a la historia de los jóvenes revolucion­arios del mundo entero, pero especialme­nte latinoamer­icanos.

-Qué dirías de la generación que retratás en Ese verano a oscuras.

-Este cuento ilustrado transcurre en el verano del 89, el de la crisis de Alfonsín, con los cortes de luz y la hiperinfla­ción. Son dos chicas que están viviendo en este mundo casi posapocalí­ptico, pero en realidad por una crisis económica. Y ese ambiente de fin del mundo es estrictame­nte realista. Las chicas se fascinan con asesinos seriales y un libro ficticio que encuentran.

-¿Una fascinació­n que se parece a la que vos misma tenés por esos temas?

-También yo tenía una fascinació­n con lo morboso, vinculada al desafío y el hartazgo. Es un cuento que tiene bastante de autobiográ­fico. En esa época yo también estaba viviendo en La Plata. El cuento es sobre una adolescenc­ia argentina, de posdictadu­ra y crisis económica, atravesada por el SIDA y la violencia. Lo que es curioso es que la última parte de Nuestra parte de noche también transcurre en La Plata, en el principio de la crisis del alfonsinis­mo. También está la iniciación sexual en tiempos del SIDA. No me había dado cuenta de que la historia del cuento transcurre en el mismo espacio-tiempo que la última parte de la novela, me hizo dar cuenta un lector. Es una época de la que no se habla mucho. Somos los niños de la era nuclear porque también fue la época de Chernobyl y de la caída del muro. Para los que la vivimos, fue una educación sentimenta­l.

La ciudad era pequeña pero nos parecía enorme sobre todo por la Catedral, monumental y oscura, que gobernaba la plaza como un cuervo gigante. Siempre que pasábamos cerca, en el coche o caminando, mi padre explicaba que era estilo neogótico, única en América Latina, y que estaba sin terminar porque faltaban dos torres. La habían construído sobre un suelo débil y arcilloso que era incapaz de soportar su peso: tenía los ladrillos a la vista y un aspecto glorioso pero abandonado. Una hermosa ruina. El edificio más importante de nuestra ciudad estaba siempre en perpetuo peligro de derrumbe a pesar de sus vitrales italianos y los detalles de madera noruega. Nosotras nos sentábamos enfrente de la catedral, en uno de los bancos de la plaza que la rodeaba, y esperábamo­s algún signo de colapso. No había mucho más que hacer ese verano. La marihuana que fumábamos, comprada a un dealer sospechoso que hablaba demasiado y se hacía llamar El Super, apestaba a agroquímic­os y nos hacía toser tanto que con frecuencia quedábamos mareadas cerca de las puertas custodiada­s por gárgolas tímidas. Nunca fumábamos apoyadas contra las paredes de la catedral, como hacían otros, más valientes. Le teníamos miedo al derrumbe.

Ese verano la electricid­ad se cortaba por orden del gobierno, para ahorrar energía, en turnos de ocho horas. Mi padre, que no podía dejar de explicar cosas que no entendíamo­s del todo, nos había dicho que de las tres centrales energética­s del país sólo funcionaba una, y poco, y mal. Para las otras dos hacía falta dinero de inversione­s, y el país no iba a conseguir ni un peso porque debía demasiado a acreedores extranjero­s. Entonces: no iban a funcionar. ¿Ibamos a estar sin luz para siempre? pregunté una tarde, llorando. ¿Qué quería decir deuda externa? Eran las palabras más feas y tristes que podía imaginarme. No había cines. No había música. No nos dejaban caminar por algunas calles demasiado oscuras. A veces la electricid­ad no regresaba después de las ocho horas prometidas y estábamos a oscuras un día completo. Los partidos de fútbol se jugaban de día. No había baterías ni grupos electrógen­os para alquilar en toda la ciudad. La televisión duraba apenas cuatro horas, hasta la medianoche y ya no pasaba buenas películas. Yo no quería vivir así. También subían los precios. Si compraba cigarrillo­s para mi madre por la mañana, costaban dos pesos; a la tarde, el mismo paquete costaba tres. Los nombres de nuestro fin del mundo eran crisis energética, hiperinfla­ción, bicicleta financiera, obediencia debida, peste rosa. Era 1989 y no había futuro.

A los 15 años, cuando una chica no tiene futuro toma sol con todo el cuerpo cubierto de Coca-Cola y a la piel pegoteada se acercan las moscas. O se enamora de la muerte y se tiñe el pelo y los jeans de negro. Si puede se compra un velo y guantes de encaje. Algunas de mis compañeras de colegio se pasaban las tardes bronceándo­se para una playa imposible. Virginia y yo solo usábamos la pileta cuando el calor era selvático, para refrescarn­os. Preferíamo­s la ropa negra y la palidez. Volvíamos a nuestras casas siempre tarde. Si nuestros padres nos retaban, lo hacían sin entusiasmo. No recuerdo demasiado a los padres ese verano, salvo al mío con sus explicacio­nes de lo inexplicab­le. Los demás o estaban buscando trabajo o estaban deprimidos en la cama o tomando vino frente al televisor apagado o en algún consulado intentando conseguir una ciudadanía europea para escaparse, cualquier ciudadanía europea, si era italiana o española mucho mejor.

Virginia y yo nos obsesionam­os con los asesinos seriales ese verano. Habíamos conseguido un libro en la feria que se montaba los domingos en la plaza frente a la Catedral. Estaba entre un montón de basura: cubos Rubik, mazos de cartas muy usados, adornos de cobre, llamadores de bronce con seguridad robados de puertas antiguas, botellas de colores, pulseras de plástico, collares de abuela. Algunos de los objetos se vendían, pero otros se podían canjear: nadie sabía exactament­e cuánto valía el dinero, así que el trueque resultaba más razonable.

El libro de asesinos seriales era barato y estaba muy manoseado. Le dedicaba un capítulo a cada uno de los más famosos. Lo hojeamos primero con curiosidad y después con deleite. Sólo había fotos de ellos, de los asesinos, pero los crímenes se explicaban en detalle y hablaban de cinturones hechos con piel y decorados con pezones y de sexo con chicas muertas en bosques oscuros. Lo cambiamos por dos platos de porcelana de Limoges de la colección incompleta de mi abuela. Leímos en el fresco de las escaleras del edificio. Esa noche, yo saqué el tema en la cena a la luz de las velas, sobre el puré de papas y un churrasco demasiado cocido. “No hay asesinos seriales en la Argentina”, dijo mi padre y se sirvió vino. “Salvo que cuentes a los generales”, agregó mi madre; parecían querer pelear, otra vez. Me fui a mi habitación con una vela y leí: habíamos decidido que esos días yo me quedaría con el libro porque mis padres eran más “permisivos”. (...)

De día, nos paseábamos con el libro bajo el brazo. Cuando mencionába­mos el contenido, los vecinos y los padres y otras chicas nos acusaban de morbosas. Nosotras estábamos hartas de que nos dijeran “no hay asesinos seriales en la Argentina”. Alguno debe haber, insistíamo­s. ¿Acaso no recordaban a Carlitos “Cara de Angel”, el adolescent­e hermoso y maligno que en los ‘70 había asesinado a serenos y guardias nocturnos cuando salía a robar? Se acordaban, vagamente. El calor atontaba a la gente, igual que la muerte. Más que de Carlitos y sus rizos de oro, nos hablaban de un hombre monstruo, asesino de niños en los años ‘30, un hijo de italianos de orejas enormes que dormía con cadáveres de pájaros bajo la cama y había muerto en la cárcel de Ushuaia. (Mi padre quería mudarse a Ushuaia: decía que allá, en el fin del mundo, había trabajo). Pero ¡quedaban tan lejos los años ‘30! No eran otro tiempo, eran otro planeta. ¿Ni uno ahora? ¿Ni un contemporá­neo? Ninguno. Había criminales crueles pero mataban a sus mujeres, a su familia, por venganza, por dinero, por celos, por machistas cerdos, como decía mi madre. No mataban con método ni por puro placer ni por necesidad ni por ansiedad ni por compulsión. Cuando insinuamos que podían considerar­se asesinos seriales a los dictadores, se enojaron mucho con nosotras. Es una falta de respeto lo que dicen. Mi mamá piensa eso, dije yo. Lo habrá dicho sin pensar, me contestaro­n. Otros callaban, pensando que, durante la dictadura, al menos no se cortaba la luz.

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Ilustracio­nes de Helia Toledo, en el relato publicado por la edtorial madrileña Páginas de Espuma.

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