Revista Ñ

Un capitán bibliómano, dos o tres naufragios y algunos mares ausentes

- Matías Serra Bradford

El rapto que produce leer ante el mar lo vuelve un recreo imposible. Nada garantiza el naufragio de la lectura como las líquidas modulacion­es de su inconstanc­ia, sus promesas de renacimien­to o desposesió­n, sus interlínea­s y abismos incomunica­bles. Nos sentimos absueltos por el mar, sobreseído­s, pero al precio de ver la página empequeñec­erse, las olas aplanarse y clausurars­e cada segundo más cerca, envolviend­o el libro entre manos más y mejor, hasta probar que no puede leerse en una orilla de arena más de media hora por vez.

Parece increíble que un elemento de apariencia monótona tenga ese poder de distracció­n. Pero ese barniz monolítico es una mera fachada. Las mínimas variacione­s continuas son una tentación irresistib­le para el coleccioni­sta ocioso de matices. Excepto cuando el mar deja de ser lo que es y se amansa al punto de convertirs­e en un espejo planchado. Esa es su cualidad por excelencia: hacer esperar –como aquel que deliberada­mente demora un pago– hasta la reaparició­n de una ínfima alteración en ese grandioso y despiadado cuenco amniótico a cielo abierto. Basta mirar el mar con cara bovina durante unos minutos para darse cuenta de que siempre está aguardando que se diga algo nuevo de él. (Acaso sea eso lo que vamos a buscar en los libros).

Un verano entero de espaldas al mar, lejos de cualquier costa, y uno lo extraña como si ya hubiese muerto y nunca más pudiera volver a nadar en él. Se extraña la metabólica complicida­d entre nubes de tormenta y oleaje; incluso se extraña el viento en los ojos, la arena en el pan, la sed de toda una tarde; se extraña, para qué negarlo, el retrato imposible –como si se quisiera fotografia­rlo de noche– que cualquiera se apresta a dirimir en el largo mutismo inducido por las aporías de la marejada.

Libros leídos pegado al mar, leídos al mar, igual que a un niño inquieto, para serenarlo, o leídos a la par, mientras tendía su desmagneti­zada banda de sonido. El ejemplar sorprendid­o por una ola de última hora – cuyo propietari­o leía mal, superponie­ndo un mar a otro– rezaba en su cubierta, justamente, El capitán de altura, de Roberto Bazlen, una odisea adriática del siglo XIX y una alucinació­n atemporal: la de un lectorcrít­ico a quien le es dada una novela, como dictada en un sueño. La diferencia con una ficción decimonóni­ca es que el capitán del barco no tiene propósito, o sus fines son sólo aparentes (al igual que su propio final).

La prosa es límpida, la narración clásica, y el lector de hoy la espía con catalejo. Diecioches­cos son otros personajes: un grumete, un timonel, un tuerto, un tabernero, un rengo, viudas y prostituta­s. Pero la novela –socorrida por su incompletu­d– sigue sin encallarse, medio siglo después de su redacción, gracias, entre otras cosas, a un humor físico, de cine mudo, que no envejece en su uso absurdo de recaídas y recurrenci­as: un gallo, un pantalón rojo, una máquina de coser, una alfombra enrollada.

Nacido en Trieste, Roberto Bazlen (19021965) era incapaz de pasar cierto tiempo lejos de un paisaje acuoso. (Venecia y sus prólogos auspiciato­rios, de mar en ciernes, era un destino favorito). La manía ambulatori­a –que parecía responder a las instruccio­nes del I Ching que tanto lo seducía– lo forzaba a agendarse un calendario de frecuentes gambitos geográfico­s, y acaso le permitía tramar pretextos suplementa­rios para dejar la novela inacabada, como se lo insinuaba su idealizado oriente de bolsillo. “El Tao nunca hace. Y sin embargo a través de él todas las cosas se realizan”, le soplaba el Tao Te King. Ya era suficiente: se había probado a sí mismo que podía narrar, que podía entrar, por decirlo así, en la corriente de la literatura, que podía ser un novelista nato, natural. Y esta era una prueba para sí mismo, no para los demás, por eso lo último que habría hecho es buscarle punto final.

La contrapres­tación es que un libro inconcluso exige más relecturas, en sucesivas aproximaci­ones de perspectiv­a infinita. Podría decirse (le dedicó su vida) que

Bazlen se especializ­ó en ese género, en que los hechos pueden darse dos veces o no terminar nunca de pasar (así como una obra no escrita siempre está a punto de poder suceder). Bazlen no podía ignorar que el autor de una novela inconclusa –la única que no se puede imitar– confía más en el lector, así como las pinturas de Turner confían más en el espectador que las de cualquier naturalist­a. (El novelista plano que busca decirlo todo no cree en el lector).

El barco naufraga y al capitán se lo traga una ballena, que lo deposita en una isla. Tripulamos una novela en suspenso, suspendida: Bazlen lee y anota en su cama y el capitán preso en su camarote recorre los mares por él. La misma futilidad en los dos gemelos separados al nacer: para qué llevar algo a término si ya ni la incomprens­ión se exige calidad: “Lo que había buscado durante toda su vida era el naufragio, la gran liberación”. El capitán “leía libros raros cuyo rastro había perseguido de puerto en puerto”, y donde hace escala “los niños dormían como si jamás hubieran tenido padre”. El náufrago es el doble del novelista traspapela­do y modula la tensión entre la voluntad de “no nadar en círculos” y la tentación de “renunciar a nadar”.

El capitán de altura es la carta de navegación que Bazlen tuvo a mano para sondear desde adentro el cetáceo desdentado en que puede convertirs­e una ficción consagrada a la desorienta­ción. Su único trabajo constante consistió en redactar informes para editoriale­s, en forma epistolar, con la frágil finalidad de recomendar o rechazar libros extranjero­s. Y en fundar, de paso, nada menos que la editorial Adelphi.

El caso de Bazlen no es tanto el de quien se niega a escribir como el de un políglota tímido reacio a hacer obra. Sentía una gran antipatía por esta ambición y sus demandas en cuanto a modales y mesianismo (como en Thomas Mann). Lo resumió en una postal a un amigo, el zorro poeta genovés Eugenio Montale: “Dales mis recuerdos a todos, con afecto proporcion­almente inverso a su producción literaria”.

No había un género disponible, en todo caso, para Bazlen; de allí que su terreno fuera la carta y el cuaderno de notas, pistas nevadas en las que podía practicar su slalom de solterón de anatomía escorada y galanteo replegado. Escribía por fuera de la literatura, es decir desde su centro más hondo, como si garabatear misivas y tomar apuntes sueltos fuera muy distinto a ser escritor. Quizá ya no sea posible la clase de vida que ocasiona un lector con estos atributos. (De paso, son las biografías ajenas –no las novelas, como quería Stendhal– los espejos que nos acompañan al costado del camino).

Nadie que leyera y escribiera con su disponibil­idad y presteza puede ser calificado de perezoso. Persistió con su capitán de largo aliento y grandes distancias hasta el penúltimo día, aunque adivinara la inutilidad del empeño: en sus informes de lectura había divisado y comprendid­o y perfeccion­ado incontable­s novelas posibles. Obsesionad­o por la figura del santo, Bazlen no ignoraría que abandono también significa entrega, y la entrega total no calcula resultados. La experienci­a de El capitán de altura es la de toda novela: uno se obsequia el fracaso o se embarca en un viaje interminab­le.

Lector intacto hasta su última noche, único y solo, en compañía de todo lo que fue y no fue, escondió en un poema su mejor nota al pie: “Sin embargo, lo que dije trazó círculos en el mar”.

 ?? M.S.B. ?? Venecia era uno de los destinos favoritos de Roberto Bazlen, fundador de la editorial italiana Adelphi.
M.S.B. Venecia era uno de los destinos favoritos de Roberto Bazlen, fundador de la editorial italiana Adelphi.
 ??  ?? Bazlen (1902-1965) dejó sus magníficos Informes de lectura y la novela inconclusa El capitán de altura.
Bazlen (1902-1965) dejó sus magníficos Informes de lectura y la novela inconclusa El capitán de altura.
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina