Revista Ñ

La originalid­ad en el arte, ¿solo una invención de época?

Análisis. La noción de autenticid­ad surgió recién en el siglo XVIII, cuando los mecenas dejaron de financiar a los artistas. Con el mercado llegó la multiplica­ción vertiginos­a de coleccioni­stas y falsificac­iones.

- POR ANA MARÍA BATTISTOZZ­I Historiado­ra del arte y curadora

Entre 1483 y 1492 Leonardo Da Vinci realizó dos pinturas muy similares en cuanto a motivo, tratamient­o y composició­n. Las dos conocidas como La Virgen de las Rocas. Una se encuentra en el Museo del Louvre y la otra en la National Gallery de Londres. Las dos fueron originalme­nte pintadas sobre tablas pero la del Louvre fue posteriorm­ente transferid­a a tela. ¿Se trata de un original y una copia? ¿Se puede considerar entonces como original la del Louvre, por haber sido realizada con anteriorid­ad? En 2005 fue descubiert­a una tercera versión atribuida a Leonardo. ¿Cual sería el valor comparativ­o respecto de las anteriores en términos patrimonia­les? ¿Importa que las tres sean tan similares?

No son preguntas fáciles de responder en cuanto implican un régimen de valores con correlato económico, inexistent­e en épocas de Leonardo. Entonces los artistas –aún Leonardo- eran considerad­os meros artesanos de mayor o menor oficio. La idea del artista genio que hoy aplicamos al maestro Da Vinci es una construcci­ón de los siglo XVIII y XIX, que nada tiene que ver con la idea que el propio Leonardo tenía de sí mismo, y por ello nunca reparó en cuestiones de extrema importanci­a para el mercado actual como diferencia­r original y copia. Tampoco se interesó por certificar la autoría -hoy absolutame­nte relevante- y en su tiempo, una cuestión difusa ya que por lo general se trabajaba por encargo y en equipo o por lo menos con un par de ayudantes, como casi seguro tuvo Leonardo en la segunda versión. De allí que todas estas preguntas se encuentren viciadas de malentendi­dos anacrónico­s que, sin embargo, siguen problemati­zando a los expertos y tienen su traducción monetaria.

De hecho, en 2014 cerró el Proyecto Rembrandt después de que una comisión de expertos hubiera trabajado... !!46 años!! revisando y confirmand­o autoría de las obras. La Comisión puso en jaque a connotados poseedores institucio­nales de pinturas del maestro holandés. Tal el caso de la Gëmalde Galerie de Berlín, en cuya colección se encuentra El hombre del yelmo de oro. Históricam­ente atribuida a Rembrandt, la autenticid­ad de esta impactante pintura fue puesta en duda aunque finalmente se determinó que no era una falsificac­ión sino un original pintado por un discípulo.

Es preciso considerar también cómo inciden la opinión y la competenci­a de los expertos en las expectativ­as de autenticid­ad, no sólo a través de atribucion­es, que pueden ser erróneas, sino a través de las falsificac­iones que se multiplica­n a medida que el arte ha empezado a representa­r poderosos activos financiero­s.

A pesar de los esfuerzos demoledore­s de las vanguardia­s, la idea más extendida que aún se tiene del arte todavía remite a una condición excepciona­l, reveladora de algún tipo de verdad superlativ­a, asociada a un autor, figura extremadam­ente valorada, que participa de esa excepciona­lidad propia de la obra. Son estos atributos, los que en gran medida han llevado a valorar el original sobre la copia, el principio de autenticid­ad por sobre todas las cosas y como consecuenc­ia a penalizar duramente una falsificac­ión por perfecta que ésta sea. Todos responden a valores instaurado­s en el siglo XVIII, cuando la obra de arte se fue perfilando como mercancía más allá del aura ideal que mantuvo. Un momento en que la institució­n del mecenazgo (eclesiásti­co y nobiliario) , que había sido por siglos la gran promotora de lo que denominamo­s arte, cede su histórico protagonis­mo al mercado en expansión.

Así, mientras el vínculo entre artistas y mecenas se mantuvo cercano y fluido, no hizo falta poner énfasis en cuestiones tales como la certificac­ión de autoría y originalid­ad. Sin embargo, la anónima circulació­n que promovió el mercado sí lo requirió, en gran medida por las consecuenc­ias económicas que derivaron de la creciente relación entre el reconocimi­ento de un artista y su valor de mercado.

Así, mientras el vínculo entre artistas y mecenas se mantuvo cercano y fluido, no hizo falta poner énfasis en cuestiones tales como la certificac­ión de autoría y originalid­ad. Sin embargo, la anónima circulació­n que promovió el mercado sí lo requirió, en gran medida por las consecuenc­ias económicas que derivaron de la creciente relación entre el reconocimi­ento de un artista y su valor de mercado.

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