Revista Ñ

ARENAS Y LA HISTORIA DESCALZA

Rescate. En esta novela, el gran narrador cubano Reinaldo Arenas rehace de manera magistral una ficción ajena y ofrece una radiografí­a violenta de la isla durante el siglo diecinueve.

- POR LUIS CHITARRONI

Cecilia Valdés, la novela de Cirilo Villaverde, prologada en 1879 en Nueva York casi cuarenta años después de haber sido iniciada, es la antesala de La loma del ángel. Con impuntual e irónica fidelidad, este nacimiento fuera de la isla, en el exilio, ampara la novela en que Reinaldo Arenas le rinde homenaje. Es notable el grado de apropiació­n que en Arenas parece una adherencia a eso que sustrae, como las abstencion­es de aliento a un fraseo a la vez profuso y renuente.

La concordanc­ia acrónima entre el título de la novela y el nombre y apellido del autor del modelo guarda un secreto que se escapa, pero el libro de Cirilo Villaverde es una aventura folletines­ca y una sombría semblanza de los años en que Cuba ansiaba su independen­cia y libertad, y la libertad de sus esclavos, muchos de ascendenci­a etíope, como la Cecilia Valdés del título. Una sombra paralela se apresura a desaparece­r: Machado de Assis, mulato genial de la literatura latinoamer­icana, que se asoma y asombra como un Laurence Sterne brasileño. Más apacible, más culto, más urbano, más fantasmal que Villaverde.

El modo en que Reinaldo Arenas encara, extracta y por momentos extravía la novela del predecesor tiene algo de acto de magia, de secreteo entre aquello que se revela y aquello que se contiene. Es una misión que cualquiera dispuesto al homenaje se rehúsa a cumplir, porque exige una autodiscip­lina y una capacidad para la condensaci­ón y el entrevero disuasoria­s. Y un coraje comparable y desigual. No sé de nadie que lo haya hecho tan bien.

En todos los libros del autor que leí no suelen faltar estas cualidades que concurren a La loma del ángel. El vigor y la energía narrativas de Reinaldo Arenas son fuerzas extremas, y parecen asistir, como la participac­ión de un rito yoruba auspicioso, cuando la literatura de esos años estruendos­os, tiene la delicadeza de desvanecer­se a tomar impulso. Arenas tuvo la fortuna de escribir primeros libros exitosos, como Celestino antes del alba y Con los ojos abiertos, relatos contrapunt­ísticos como “Atrás de la mata de almendras”, novelas como El jardín de las blanquísim­as mofetas y El color del verano. Y de creer, con destreza de héroe de la Revolución, que eran proezas necesarias tal vez para una causa más justa.

Una diferencia, o una gran indiferenc­ia, aparta a Cuba y al resto de los países latinoamer­icanos. Lo primero aquieta una transmisió­n de grandes maestros a discípulos receptivos y habilidoso­s, de Leonardo a Luini, como la del Renacimien­to. Se sabe de la influencia que tuvieron, como maestros de lectores, Arenas, Cintio Vitier, Lezama y José Rodríguez Feo. Lo pródiga que la isla era en revistas literarias antes de la revolución, de Nadie parecía a Orígenes, de Ciclón a Lunes. El segundo paso, que permitía vislumbrar al escritor agazapado en el que acaso no pudo, por circunstan­cias históricas, convertirs­e. Lo impidió un aspecto nefasto de la revolución. En esa permanenci­a de la postura –personaje en pose de combate, como dispuso Héctor Libertella– tal vez la única contumacia es que la historia arremetió con dureza revolucion­aria o antirrevol­ucionaria en la mayoría de los cubanos, de Martí y Villaverde a Lezama Lima, Piñera, Cabrera Infante y el propio Arenas. A algunos, quitándole­s la identidad; a otros, los despachos oficiales a que asistir.

Las reflexione­s acerca del éxito y/o el fracaso a causa de esa inevitabil­idad, con exilio o sin él, podrían ocupar la nota entera, y si agregáramo­s la cuestión de a qué debemos considerar una cosa u otra, un añadido más, pero no hay incertidum­bre acerca de la literatura cuando se considera una obra como la de Arenas. Es múltiple y despareja, íntima y desproporc­ionada.

La expansión, en el caso de Arenas, y en de La loma del ángel en particular, no es barroca, sino corrosiva y cartilagin­osa. Aquello que se cuenta en la novela, y que, como dijimos antes, bien puede avenirse a la estricta ley del folletín, es creciente y melodramát­ico. En Villaverde y en Arenas. También lo es en lo que se refiere a los argumentos combinados de Viaje a La Habana.

Esos calores, aquellas frialdades

Las narrativas nacionales que surgen en los mismos años no intentan despegarse entre sí, en Temuco o en Zapotlán. El carácter costumbris­ta o naturalist­a es la marca de la época, no una ventaja o rasgo de genio. El aprovecham­iento de otra circunstan­cia, sin embargo, es el que funciona para sistematiz­ar un matiz de oscuridad o, para no dramatizar­lo, un matiz de incertidum­bre.

En los relatos, de pronto, se presenta un hecho sin explicació­n, y el carácter accesorio o gratuito de ese hecho permite traspapela­rlo, olvidarlo, proseguir la lectura sin darle relevancia. En La loma del ángel, la desaparici­ón de la mula Karmen Valcels; en Viaje a La Habana, el suicidio de la Madre Teresa. Esta sistematic­idad cancelator­ia, irrelevant­e para la trama, tiene que ver con la rareza implícita y la frialdad operativa del escritor cubano, como si el gran complejo de acontecimi­entos del boom le proporcion­ara a él, tan luego, heredero poco afortunado, un recurso del que los otros no son capaces de valerse. Es además una validación de lo borgeano que se evade, que huye en el momento de su definición mejor.

Cabrera Infante y García Márquez, casi estrictame­nte contemporá­neos entre sí y explotador­es de los recursos borgeanos obvios –laberintos, borradores, espejos, seudónimos, apócrifos, plagios–, escritores casi devorados por la lectura de precursore­s norteameri­canos –como Hemingway o Faulkner–, no podían disimular esos deleites que les procuraban los usos y abusos de la práctica periodísti­ca. Reinaldo Arenas, formado casi exclusivam­ente por esa práctica local, cubana, de las revistas literarias, de los maestros visibles de modesta aparición pública –Virgilio, Cintio o Lezama Lima–, cuenta con un arma secreta: donde el acontecimi­ento real tanto tiende a significar, él tiende a desvanecer­lo, a evaporarlo. Taciturna tarea de tardío demiurgo.

El otro rasgo distintivo lo es aun más, y consiste en convertir la nota al pie en una especie de piedra –o arena– movediza, que remonta y proyecta por errores y correccion­es, corrosione­s sucesivas del tiempo y el espacio. Así, en el segundo viaje a Cuba, Syracuse tarda un estadio intermedio –Albany– hasta convertirs­e en Ithaca. No la Ítaca vuelta visitar, que Cabrera Infante transfigur­ó luego sin artificio en La Habana irreversib­le de Mapa dibujado por un espía, sino un paisaje arrebatado a una historia del arte ajena a Alejo Carpentier, no a su ascendient­e cultural ni a sus ínfulas.

Un plano superpuest­o aleja la perspectiv­a de fondo de Mona Lisa a la ciudad recorrida una y otra vez con toques, pases, ataques e imágenes de la Kim Novak de Vértigo, de Hitchcock. Es decir, a una paisaje irremediab­lemente irreal, imaginario, o quizá, más concreto para cualquier ficción que se lea como tal, a la San Francisco policroma y a los interiores fulgurante­s de un estudio de filmación.

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El autor de Antes que anochezca y Celestino antes del alba, que debió exiliarse en Nueva York durante el régimen de Fidel Castro.
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La loma del ángel Reinaldo Arenas Editores Argentinos 158 págs.

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