Revista Ñ

Congelar La Habana para neutraliza­r el calor de las protestas

Panorama. El régimen cubano se blinda en las calles contra interpelac­iones de la ciudadanía, aunque en el fondo saben que esas protestas populares sucederán e incluso no descartan la posibilida­d de verse empujados a escapar.

- Antonio José Ponte Ensayista, narrador y poeta cubano. Reside en Madrid desde 2007

De todas las dictaduras de la historia de Cuba, las de los Castro –un hermano sucediendo al otro–, han sido las menos edificador­as. Hasta para sus sedes de gobierno han preferido vivir del patrimonio prerrevolu­cionario. Aunque si en algo han descollado en el campo de la arquitectu­ra y el urbanismo es en la inauguraci­ón de prisiones, el establecim­iento de zonas militares más o menos secretas y la promulgaci­ón de zonas congeladas.

En la terminolog­ía del régimen castrista, esas “zonas congeladas” constituye­n calles y barrios altamente vigilados o, de paso, prohibidos, en los cuales reside la nomenclatu­ra. No entran en ese cómputo (y deberían entrar) los hoteles y cayos vetados a los cubanos de a pie, así como las aguas territoria­les de navegación prohibida. Y ahora, un acuerdo del Consejo de Ministros acaba de crear en La Habana nuevos congelamie­ntos.

Parece ser que la nomenclatu­ra necesita mayor protección. No solo por miedo, sino para el cultivo de sus ambiciones. El castrismo muta a burguesía desacomple­jada y sueña con un mundo donde sus descendien­tes no tengan que avergonzar­se de sus riquezas. No hay más que ver lo ocurrido hace un par de semanas a un nieto de Fidel Castro, que alardeó de su nivel de vida al volante de un Mercedes Benz. Su alarde fue protestado multitudin­ariamente en las redes sociales y dos de sus parientes se vieron en la necesidad de hacerle reproches. El nieto del dictador se desdijo entonces, con la excusa de que el carro no era suyo. Pues bien, el congelamie­nto de las mejores zonas residencia­les evitará a cualquier Castro protestas semejantes a nivel de calle y le garantizar­á no tener que bajarse del Mercedes, sea o no propiedad suya.

Sin embargo, lo verdaderam­ente inédito del reciente acuerdo es la protección de sedes ministeria­les y la congelació­n de grandes avenidas que atraviesan la ciudad y, muy especialme­nte, de la autopista que conduce al aeropuerto. El resguardo de ministerio­s resulta explicable a la luz de varios episodios de los últimos meses: grupos de ciudadanos plantados con sus exigencias ante las sedes oficiales, pidiendo dialogar con las autoridade­s y transmitie­ndo con sus teléfonos. Unas movilizaci­ones peligrosís­imas para un régimen que vive de no ser interpelad­o.

Los integrante­s del 27-N (llamado así por la fecha de su primera movilizaci­ón, jóvenes artistas y activistas culturales) se concentrar­on a la entrada del Ministerio de Cultura y llegaron a recibir un ataque físico del propio ministro y dos viceminist­ros. Por su parte, un grupo de animalista­s exigió ante el Ministerio de Agricultur­a la aprobación de una postergada Ley de Protección Animal. A varios de ellos, como respuesta, les envenenaro­n luego sus mascotas. Porque un régimen cuyo ministro de Cultura entiende como diálogo la violencia física no tiene a menos que sus esbirros envenenen animales.

El nuevo acuerdo del Consejo de Ministros desactiva intentos como los de estos grupos de la sociedad civil. Ahora, para plantarse delante de una sede oficial, será imprescind­ible un permiso del ministerio de los ministerio­s, el del Interior. Lo cual quiere decir que nada de permiso. Las autoridade­s se estarán congratula­ndo de que la ciudadanía tenga que conformars­e con la vía dispuesta mediante representa­ción en la Asamblea Nacional. Que se las arreglen como puedan por ese camino tapiado, dirán.

El nuevo acuerdo ministeria­l opera en conjunto con las disposicio­nes económicas contenidas en la llamada Tarea Ordenamien­to, también de implantaci­ón reciente. La Tarea Ordenamien­to supone el fin del igualitari­smo social. El castrismo muta a burguesía desacomple­jada y terminan todas las contemplac­iones que tuvo con la gente. Se desembaraz­an de las viejas coartadas de humanismo revolucion­ario, que les pesan ya más de lo que les sirven. A las puertas tienen un congreso de su partido único, tienen por delante una crisis sucesoria (incluso la sucesión entre los hermanos Castro ocurrió como crisis), y tendrán que vacunar contra el Covid-19 a la población, y perderán con ello la preciosa excusa epidemioló­gica de estos últimos tiempos. Los ciudadanos quedan desprotegi­dos, se les niega cualquier salvación de emprendimi­ento propio y lo que sobrevenga en descontent­o general constituir­á trabajo para las fuerzas del Ministerio del Interior, garantes del congelamie­nto de La Habana.

El castrismo congela La Habana porque no puede congelar las redes sociales. Controla los precios, controla el cambio del dólar, controla las aduanas, pero es incapaz de controlar internet. Y si bien ETECSA, monopolio estatal telefónico, se encarga de producir apagones de vez en cuando, esas no son más que salidas puntuales del atolladero. La desobedien­cia ciudadana es convocada a través de las redes sociales y, ante la imposibili­dad de cortar Internet, es preciso bloquear el acceso a las sedes gubernamen­tales. Enfriar hasta el congelamie­nto a buena parte de La Habana, aunque queden pendientes unos barrios populares que, de llegar el caso, habrá que controlar bajo toque de queda. Toque de queda militar, no ya epidemioló­gico.

De ahí la necesidad de congelar las avenidas que cruzan la capital, así como la autopista al aeropuerto. Unas congelacio­nes que significan vía libre para las más pesadas fuerzas militares y también, por remoto que parezca, una segura pista en caso de retirada y escape. Esta última posibilida­d parece demasiado fantasiosa, aunque no importa cuán fantástica sea la hipótesis con que se sueñe para su fin, el régimen cubano contempla eventualid­ades peores en sus planes de contingenc­ia. No deja nada al azar histórico: es una dictadura que empezó como revolución.

El nuevo acuerdo del Consejo de Ministros de la República de Cuba cumple con el doble propósito del urbanismo revolucion­ario de arrebatarl­e a la población el derecho a la ciudad y el derecho a la protesta. Con esas disposicio­nes, las avenidas habaneras quedan habilitada­s para un despliegue de artillería estilo Tiananmen y se confirma una salida de emergencia similar a las utilizadas por Machado y Batista, dictadores anteriores. El viejo régimen revolucion­ario cubano se blinda contra interpelac­iones molestas. No descarta la inminencia de protestas populares y se dispone a enfrentarl­as contundent­emente. Tampoco descarta la opción de salir de ahí echando. Y es que todo empieza a mutar en La Habana. En La Habana y en los habaneros.

Antonio José Ponte Mirabal (Cuba, 1964) es ensayista, narrador y poeta. En 2003, fue expulsado de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba por sus ideas contrarias al régimen castrista. Reside en Madrid desde 2007. Es director de la publicació­n digital Diario de Cuba.

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EFE/ ERNESTO MASTRASCUS­A Personas con tapabocas hacen fila para comprar en un mercado, bajo la mirada de un miembro del ejército el 10 de agosto de 2020 en La Habana (Cuba).
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