Revista Ñ

UN ZOO OLVIDADO EN CAJAS VIEJAS

Los hermanos Newton rastrearon en 1860 las islas Mauricio y Rodrigues para dar con restos de la mitológica fauna, ilustrada en las láminas de un viejo libro.

- POR IRINA PODGORNY

Desde que los humanos somos humanos, todo bicho que se extingue va a parar al basurero o, por lo menos, a un costado del fogón. La recurrenci­a de esta costumbre ha dado origen y sustento a unas cuantas profesione­s, acompañada­s por sus libros y sus métodos. Entre otras, la de indagar en los desperdici­os producidos por las cocinas y las carnicería­s del pasado, un modelo surgido a mediados del siglo XIX en Dinamarca y ligado a la excavación de los llamados Køkkenmødd­inger, un término acuñado por el zoólogo danés Japetus Steenstrup (1813-1897) para designar la mezcla y la acumulació­n en forma de montículo de las valvas de moluscos, los utensilios utilizados y los huesos de los vertebrado­s cazados, comidos o sacrificad­os.

Steenstrup, interesado en la antigua distribuci­ón de las aves oceánicas, desde 1837 estudiaba estos depósitos caracterís­ticos de las costas del Báltico y del Mar del Norte mirándolos como antiguos criaderos de mejillones que el hombre primitivo visitaba de vez en cuando. En 1848, el arqueólogo Jens Asmussen Worsaae (1821-1885) propuso que, en realidad, se trataba de comederos comunales prehistóri­cos, una controvers­ia saldada dos años más tarde, cuando una comisión le dio la razón a Worsaae y sentó las bases para el estudio de las dietas del pasado: las acumulacio­nes de conchillas, lejos de ser naturales, eran un resultado de los festines pre y protohistó­ricos y contenían, además, la prueba de la abundancia del alca gigante, un ave que en el siglo XIX, ya nadie veía ni olía en Dinamarca.

Los basureros humanos se transforma­ron en una fuente de la historia sin palabras, un modelo que pronto se expandió a distintos puntos del planeta, un modo para dar con los huesos de aquellos animales exterminad­os en tiempos recientes, cuando ya se escribía y dibujaba pero todavía no era tan evidente como para conocerlos, era preciso estudiar sus estructura­s internas, despelleja­rlos con la sangre aún caliente para no perder ningún órgano, ningún hueso. El alca, la vaca marina de Steller, el solitario de Rodrigues y el dodo, la futura gran estrella de la literatura inglesa, se habían ido de este mundo llevándose a la tumba la forma de sus estómagos y su existencia ósea. Los concheros daneses, en ese sentido, fueron la mar de oportunos proveyendo el camino para recuperarl­os: el reciclaje de la basura de la modernidad, su transforma­ción en objeto científico y espécimen de museo. Habían nacido los “sub-fósiles”.

El método se expandió en varias direccione­s: hacia los depósitos de guano del Atlántico norte, hacia las playas del estrecho de Bering y hacia los territorio­s británicos en el Océano Índico. En este caso, como una iniciativa del ornitólogo británico Alfred Newton (1829-1907), profesor de la Universida­d de Cambridge, y de Edward, su hermano mayor, quien, desde 1859, se desempeñab­a como oficial de la administra­ción británica en Mauricio. Ambos recurriero­n a las redes de la administra­ción colonial para rastrear los probables vestigios del dodo y del solitario, dos aves regordetas obliterada­s en el siglo XVIII.

El Edén en la tierra

Debido a su origen volcánico, su aislamient­o y al tipo de terreno, Mauricio y Rodrigues –islas que permanecie­ron deshabitad­as hasta el siglo XVI, situadas a unos 2000 kilómetros de la costa africana– albergaban una enorme diversidad de plantas y animales raros, ausentes más allá de sus contornos. Antes de la llegada de los portuguese­s, Mauricio carecía de mamíferos terrestres, un hecho que permitió la evolución de una serie de aves no voladoras y de varias especies de grandes reptiles. En la actualidad apenas sobrevive un 2% de ese bosque autóctono: a lo largo de estos quinientos años, más de 100 especies se han extinguido, la mayoría en el siglo que siguió a la década de 1690, coincidien­do con el dominio holandés y francés. La extracción del ébano, la introducci­ón de la caña de azúcar desde Java, el aumento exponencia­l de la población a raíz de los esclavos traídos desde Mozambique y Zanzíbar y la incorporac­ión de las islas a las rutas comerciale­s de las Compañías de Indias, colaboraro­n para que, en 1810, no quedara nada del paisaje original.

Ese año los ingleses tomaron el control de Mauricio, finalizado en el siglo pasado. Los Newton aprovechar­ían ese período para encontrar pruebas tangibles de la fauna descripta en las aventuras y láminas del hugonote francés François Leguat (1637?-1735) –un expatriado abandonado en Rodrigues– en las que no todos creían.

En febrero de 1865, Alfred Newton anunciaba la llegada de tres huesos. Poco después, el magistrado de Rodrigues envió a Mauricio una caja con huesos de tortugas y aves. Un par de patas permaneció en la isla pero el resto siguió a Londres donde se obtuvo una subvención para continuar con las excavacion­es consolidan­do el modelo danés en las costas del Índico. Alfred no dejaba de compararlo­s con los basureros nórdicos: “La experienci­a de los arqueólogo­s daneses demuestra que es muy improbable obtener, no diré un esqueleto completo, sino una serie con cada hueso del esqueleto”. Los daneses, por su parte, participab­an en la evaluación de los vestigios corroboran­do que presentaba­n marcas de los dientes de sus depredador­es humanos o animales y que, por ello, eran post-portuguese­s.

En diciembre de 1865, A. Newton anunciaba que algunos huesos de dodo llegarían a Londres para su venta. Una vez más, hecho el pozo, visto el negocio: el alimento de las búsquedas consiguien­tes al que hay que agradecerl­e varios esqueletos. Recienteme­nte, por ejemplo, la investigad­ora francesa Delphine Angst trabajó sobre una colección realizada en Mauricio por Paul Carié (1876-1930), un industrial de origen francés, estudioso de la zoología isleña, que además, se encargó de comprarle huesos a otros coleccioni­stas, monopoliza­ndo los dodos que aparecían en otros puntos del territorio. Nunca los describió y quedaron arrumbados en Francia hasta 2015, cuando se redescubri­eron en el trastero de la casa. Sus herederos los donaron pero también podrían haber hecho una fortuna.

Volviendo al siglo XIX: en Inglaterra, los huesos revelaron una variedad inesperada acorde a los colores y nombres transmitid­os por Leguat. De las cajas surgió un zoológico que jamás volvería a empollar. Así, revolviend­o en la basura, los Newton confirmaro­n que el aprovecham­iento económico de las islas Mascareñas, además de borrar al dodo y al solitario, se había tragado a la tórtola, a la garza nocturna, al loro, al búho, al estornino, a la paloma azul y a dos tortugas gigantes de Rodrigues, una de caparazón abombado, la otra en ensillado. De otro embalaje, salieron los fragmentos de la cerceta de las Mascareñas, del rascón rojo, de la gallareta, de la tórtola y del ganso de Mauricio, todos desapareci­dos en la infausta década de 1690. La paloma azul, el lagarto diurno y la cotorra de Alfred sobrevivie­ron hasta fines del siglo XIX. Se los llevaron la deforestac­ión, los tifones, la mala racha y el fervor ornitológi­co de los dos hermanos Newton quienes, por si acaso, mataron unos cuantos ejemplares para legarlos al futuro con sus buches y el esplendor de sus plumas.

 ??  ?? Ilustració­n del dodo impresa en color por F. John de
Tiere der Urwelt (animales del mundo prehistóri­co) de Wilhelm Bolsche, Hamburgo, 1908.
Ilustració­n del dodo impresa en color por F. John de Tiere der Urwelt (animales del mundo prehistóri­co) de Wilhelm Bolsche, Hamburgo, 1908.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina