Una máquina de vacío
Ficción. Lo sobrenatural, la astrología y el destino juegan sus cartas en la segunda novela de Yamila Bêgné.
El tiempo, se sabe, es pura relatividad. Y en manos de la literatura se convierte en un artefacto elástico lleno de posibilidades. Viajes al pasado y viajes al futuro, una nave que quiebra la frontera entre los vivos y los muertos, el avión que rompe la linealidad de la historia o una intemperie monstruosa capaz de rebobinar la civilización hasta su estado más primitivo son apenas algunas de las respuestas imaginarias a los conflictos humanos. En La máquina de febrero, su segunda novela, la escritora argentina Yamila Bêgné propone una madistinta de enlazar el espacio y el tiempo: febrero no es un mes, sino un mecanismo alternativo para burlar la muerte.
Dos mujeres que no se conocen, Julia y Mirna, tienen que enfrentar, a su pesar, la separación de sus parejas. Las une un deseo, que el amor no se termine. Pero mientras una de ellas se hunde en la depresión, la otra se lanza a una batalla personal contra el destino. Claro que su esfuerzo no implica una acción hacia el mundo, sino la búsqueda de una dimensión secreta en el interior de los personajes.
Una Buenos Aires contemporánea enmarca las peripecias de los personajes, y solo de tanto en tanto algunos objetos irrumpen en la superficie como señales de ese otro lado de lo real: una caja blanca, la máquina de vacío, una mancha en forma de lago. Así y todo, la tensión de la trama crece tanto como la intensidad de Mirna para transformar su tragedia. Los días de febrero se desdoblan, no hay un febrero sino dos.
La tecnología aparece casi como un guiño al género, con una máquina de vacío Vacuum 23 que Julia compra en Garbarino. En verdad, el relato juega con saberes no canonizados como la videncia, los poderes extrasensoriales y la astrología. Resultan significativas, en ese sentido, las ilustraciones que abren cada capítulo y pertenecen a la obra Armonía Macrocósmica (1660) de Andreas Cellarius, que más allá de su belleza suman una capa de sentido al diálogo sutil entre los planos del universo, el tiempo y el arte que Bêgné viene trabajando desde su primera novela Cuplá.
Ese desplazar la imaginación de afuera hacia adentro no es nuevo, por el contrario, forma parte de la tradición más o menos reciente de la ciencia ficción, que de un tiempo a hoy, deja de lado los viajes al espacio, y se inclina hacia el interior del ser humano, como bien saben los lectores de M. John Harrison y Marcelo Cohen. Heredera de esa tradición, en la frontera incierta de la ciencia ficnera ción, la ficción especulativa y el fantástico, Bêgné se aventura en lo sobrenatural y su capacidad de alterar los hilos invisibles de la vida.
Más allá de las etiquetas, el sonido y el ritmo, sin duda, son tan importantes como el sentido. “Febrero se difumina, la febrícula y la fiebre, las formas fantasmáticas del verbo fallecer, ese verbo definitivo como cualquier otro pero diferente para Tito, esa fecha fija como una fogata, como una frontera, esa hora del futuro, el fuego, el mes dos que se fuga, funeral”, así, de una manera que roza la poesía, la vibración de la lengua hace visible el poder de la voz.
Y no es solo eso, el fraseo y la sonoridad se expanden por la historia y la riegan como solo podría hacerlo la coreografía impecable del fondo y la forma. Si bien el afán preciosista por momentos es excesivo, la textura del lenguaje hace reverberar las palabras igual que la luz de la luna vuelve de mica el paisaje de los personajes. “Lo que olía en Norberto era tan exacto como una palabra del diccionario. Ella podía definir ese olor, pero con una parte del cerebro que no sabía hablar”.