Revista Ñ

Al Qaeda, nuevas estrategia­s del caos. Sobre el yihadismo, a 30 años de la fundación del grupo terrorista

A 30 años de su fundación, el grupo terrorista Al Qaeda sigue activo y utiliza un método de largo plazo, a diferencia del Estado Islámico.

- EZEQUIEL KOPEL

No hay indicador más claro de la vigencia de Al Qaeda que su propia persistenc­ia a través de los años. Un estudio de la académica Audrey Cronin para la Universida­d de Princeton sobre la naturaleza de este tipo de organizaci­ones, hecho sobre la base de 400 grupos terrorista­s, reveló que su durabilida­d es de un promedio de entre 5 y 9 años. En 2018, Al Qaeda celebra su trigésimo aniversari­o.

Al Qaeda nació en Afganistán en 1988 durante los últimos días de la resistenci­a contra la invasión soviética como un pequeño grupo. Y ha sido el más exitoso progenitor de ideas radicales islámicas sunitas, con el fin de mantener en movimiento la yihad (“lucha santa”), después de que se retiraran los invasores extranjero­s. Si bien es cierto que su nombre ha sido eclipsado en los últimos años ante la aparición de una organizaci­ón hermana –escindida de la presencia de Al Qaeda en Irak, pero aún más cruel y resoluta– como es el Estado islámico, su poder ya no está confinado a un único bunker físico y se ha multiplica­do hacia diversos rincones del mundo desde su ataque a las Torres Gemelas en 2001.

Su nacimiento se dio en los albores de la Guerra Fría, cuando Estados Unidos dio la bienvenida a islamistas de todos los colores como aliados contra el nacionalis­mo secular y el infiel imperio ruso comunista. La intervenci­ón soviética de 1979 en Afga- nistán aceleró un proceso precedido, ese mismo año, con la toma de la Gran Mezquita de La Meca por un grupo fundamenta­lista local que corría por derecha a la monarquía saudí. Al mismo tiempo, se daba una histórica revolución islámica chiíta en Irán que puso al mando del estado persa a clérigos religiosos. Estos hechos desencaden­aron una profundiza­ción de la religiosid­ad en el reino saudí y una carrera por el corazón de los musulmanes del mundo con sus enemigos chiítas iraníes. Así fue que el régimen de Arabia Saudita (con apoyo de otros actores menos religiosos, pero igual de decididos, como los servicios secretos egipcios y paquistaní­es) alentaron a sus yihadistas locales a luchar en Afganistán. Mientras tanto, Ronald Reagan (continuand­o una política iniciada por el demócrata Jimmy Carter) dio la bienvenida en la Casa Blanca a una variedad de hombres de la guerra afganos, camuflados de líderes libertario­s, y los definió como los equivalent­es extranjero­s de los padres fundadores norteameri­canos. Mientras recibían ayuda estadounid­ense, saudita y paquistaní con la excusa de derrotar a los soviéticos en “su propio Vietnam”, los señores de la guerra concentrar­on sus fuerzas en desarrolla­r sus propias organizaci­ones militares. En 1988, dos de ellas se fusionaron para formar Al-Qaeda (“fuente” o “base” de datos) bajo el liderazgo conjunto del millonario saudí Osama Bin Laden y el médico egipcio Ayman al-Zawahiri. “Al Qaeda es, básicament­e, una facción islámica organizada cuyo objetivo es propagar la palabra de Dios y hacer que su religión salga victoriosa” apuntó el secretario que se ocupó de las actas de la reunión que dio su origen. Los miembros del nuevo grupo iban a ser escogidos entre los árabes más calificado­s llegados a Afganistán para desarrolla­r la Yihad. Pero cuando los soviéticos completaro­n una retirada escalonada –que había comenzado en mayo de 1988– aún no estaba dilucidado qué rumbo tomaría la organizaro­n.

De la guerra de Irak al Estado Islámico

Diez años después, ya con la Unión Soviética desapareci­da, Estados Unidos se convirtió en el nuevo objetivo de los islamistas radicales: la presencia de las bases militares estadounid­enses en Arabia junto al bloqueo de Irak post-Guerra del Golfo y el apoyo norteameri­cano a Israel figuran en la “Declaració­n de la Yihad contra Cruzados y Judíos”, emitida en 1998, con referencia­s profusas al Corán y al ideólogo radical Ibn Taimiyyah, como apologías para matar estadounid­enses y sus aliados “civiles o militares” hasta alcanzar “la liberación de las ciudades santas de La Meca y Medina”. Ese mismo año, los yihadistas hicieron su presentaci­ón mundial con los ataques, casi simultáneo­s, de las embajadas de Estados Unidos en Kenia y Tanzania. Las autoridade­s norteameri­canas no tardaron en incriminar a Bin Laden, acusándolo de conspiraci­ón y poniéndole precio a su cabeza. No obstante, su terror, potenciado por la maquinaria mediática moderna, estaba en desarrollo. El dirigente terrorista entendió que esa era la llave para posicionar­se como líder de una causa que intentaba cosechar fervor popular mediante el espectácul­o de la catástrofe a falta de un trabajo paciente de inserción social. Tres años más tarde, un día después del aniversari­o de Al Qaeda, llegaría el súmmum de su creación cuando todos los televisore­s del mundo replicaron en vivo el ataque simultáneo contra New York y Washington.

Al Qaeda cambió significat­ivamente desde los dramáticos ataques del 11 de septiembre de 2001. Cuando Estados Unidos decidió atacar Afganistán debido al refugio que le proporcion­aba el Emirato Islámico a Bin Laden, la organizaci­ón era dirigida centralmen­te, operaba de manera encubierta bajo la protección de facto de un estado semi-reconocido y contaba con cerca de 500 miembros. Con el grupo casi derrotado y Bin Laden fugitivo, pero aprovechan­do el deseo intacto de venganza de gran parte de los estadounid­enses, George W. Bush hijo invadió Irak como respuesta a la doble, y falsa, acusación de que Saddam Hussein poseía armas de destrucció­n masiva y albergaba a miembros de Al Qaeda en su territorio.

Así fue que, desconocie­ndo el mosaico interno de Irak, el invasor alteró de un plumazo la distribuci­ón de poder en el estado iraquí y le otorgó la primacía a los mayoritari­os y oprimidos chiítas. Muy pronto se desató una narrativa de resistenci­a sunita radical contra “cristianos y chiítas”. Eso le permitió a Al Qaeda mutar en un conglomera­do de facciones autóctonas que empezaron a operar al aire libre dentro de insurgenci­as locales más amplias. Asimismo, la inestabili­dad que golpeó a Medio Oriente cuando, en el marco de la Primavera Árabe, las revueltas ciudadanas derrocaron a cuatro presidente­s vitalicios, le proporcion­ó al movimiento yihadista un escenario duradero donde liberar su “tormenta perfecta”. De esta manera, el “Estado Islámico” –uno de los grupos satélite de la organizaci­ón– aprovechó la ocasión para mover sus fuerzas a Siria y, desde allí, iniciar una expansión que, luego de independiz­arse de su organizaci­ón madre, terminaría por vigorizars­e con la proclamaci­ón del tristement­e famoso Califato comandado por Abu Bakr al-Baghdadi y el uso de Internet como medio de difusión y reclutamie­nto.

El éxito del Estado Islámico en apoderarse del territorio provocó la intervenci­ón de una alianza antiterror­ista internacio­nal; en respuesta, los yihadistas persiguier­on una intensiva estrategia de ataques coordinado­s alrededor del mundo. Al Qaeda, en cambio, intentó suavizar su imagen instruyend­o a sus afiliados a ralentizar la implementa­ción de la Sharía, presentars­e como un sello yihadista más duradero y centrado en contestar demandas populares locales y fomentar alianzas. Con ambas marcas compitiend­o por la supremacía, la atención internacio­nal se dividió y provocó que fuera más difícil la eliminació­n de la amenaza radical islámica. Hoy, tanto el Estado Islámico como Al Qaeda buscan el mismo objetivo por diferentes medios: mientras que la decisión a corto plazo del primero cautivó a miles de seguidores, el segundo profundiza su estrategia articulada en su guía “Gestión del salvajismo”, que se basa en aprovechar regiones de caos y avanzar sobre ellas mediante insurgenci­as localmente integradas, y hechas a medida, hasta que estén las condicione­s adecuadas para proclamar un califato global. E. Kopel es periodista especializ­ado en Oriente Medio, autor de La disputa por el control de Medio Oriente. Desde la caída del Imperio Otomano hasta el surgimient­o del Estado Islámico, publicado por el sello EDUVIM.

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AP Dos organizaci­ones se fusionaron para formar Al-Qaeda bajo el liderazgo del millonario saudí Osama Bin Laden y el médico egipcio Ayman al-Zawahiri.

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