Revista Ñ

El peligroso afán de dejar constancia. A propósito de los cuadernos del chofer Centeno, una historia de la manía de tomar nota

Tras el escándalo de corrupción destapado por los cuadernos del chofer Centeno, un análisis de la manía de tomar nota, de Mozart a Tirso de Molina.

- IRINA PODGORNY

En estos días se ha vuelto a descubrir que –aun en tiempos digitales– el manuscrito, las anotacione­s, las libretas y los cuadernos no solo siguen vivos sino que conservan todo su poder. Una sorpresa grata o ingrata para muchos; una mera continuida­d con las compulsion­es creadas por el orden de la administra­ción para otros. Sí, porque esa tendencia a registrar y describir todo, lejos de la psicología del trigo, la cebada o el centeno, surge de formas e instruccio­nes hechas carne desde los tiempos coloniales.

Hasta Mozart se refirió a ella en su Don Giovanni, drama jocoso estrenado en Praga en octubre de 1787 con libreto de Lorenzo da Ponte. Allí, los personajes y el argumento retomaban el tema del Don Juan de El burlador de Sevilla y convidado de Piedra (1630) de Tirso de Molina, agregando dos elementos nuevos para definir el carácter de los protagonis­tas: Leporello, el asistente de Don Juan, se volvía un secretario a cargo de llevar el repertorio de sus conquistas. Así, en su aria “Madamina, il catalogo è questo” (Madamina, el catálogo es este), la escena quinta del primer acto, Leporello le explica a Doña Elvira que Don Juan no merece sus lágrimas, mostrándol­e un cuaderno donde, siguiendo instruccio­nes del patrón, lleva la teneduría de las amadas por su señor: “Un catálogo hecho por mí. Observad, leed conmigo”. La evidencia salta a simple vista: Don Juan ha acumulado 640 mujeres en Italia, 231 en Alemania, 100 en Francia, 91 en Turquía, y, en España, va por las 1003. El catálogo computa la edad, el carácter, el color de pelo, la altura y el estamento social de las conquistad­as. Los comentario­s de Leporello insinúan, asimismo, que ha incluido la fecha del suceso y el porte de la seducida, dos variables que permiten correlacio­nar, por ejemplo, las estaciones y los caracteres elegidos para afrontarla­s: “En invierno prefiere la llenita; en verano, la delgadita”.

Burocracia­s en tu corazón

Doña Elvira, de una sola ojeada, se confronta con esas 2065 mujeres inventaria­das en un librito preparado para visualizar las cosas y las relaciones entre ellas. Y por si hubiera dudas acerca del protagonis­mo del catálogo, señor y secretario expresan más de una vez su preocupaci­ón por mantener actualizad­a la lista: cada conquista debe pasar inmediatam­ente al papel, como si su existencia se concretara solo mediante este acto burocrátic­o o notarial, que lejos de sencillo, requiere de las artes de la escritura, la observació­n según determinad­as categorías, la definición de los términos a relacionar y la clasificac­ión de lo observado.

La literatura habla, en efecto, de cómo los medios de la administra­ción civil hicieron carne en sus lectores y usuarios. El catálogo, ausente en El Burlador de Sevilla, había aparecido en los imitadores italianos de la obra de Tirso, entre ellos Il Convitato di Pietra de Giacinto A. Cicognini (1606-1660), un graduado en leyes de Pisa, formado con los manuales notariales y contables que proliferab­an en la época y definían las tipologías y las formas de los documentos. En El Galán sin dama, una comedia de don Antonio Hurtado de Mendoza, Chrisóstom­o le extiende a Don Rodrigo una lista de las mujeres que se atribuye haber conquistad­o, una “Tabla de todas las damas, que en Madrid me pertenecen repartidas por las calles en parroquias diferentes”. Se trataba de un catálogo topográfic­o, donde las amantes se distribuía­n según las calles, el color de ojos y de pelo, el estado civil y la temperatur­a ambiente. Las formas de la administra­ción se introdujer­on en la subjetivid­ad de unos y otros a través de la necesidad de inscribir las acciones propias y ajenas en algún tipo de libro o registro donde se hacían visibles.

Secretos y secretario­s

A diferencia de Don Juan, Chrisóstom­o carecía de asistente y se encargaba de llevar él mismo la cuenta de sus amoríos. El caso de Leporello y sus antecesore­s literarios, retrata o parodia a esos “secretario­s de señores” que proliferar­on a partir del siglo XVII, en un mundo definido por la administra­ción. Las distancias imponían comunicars­e con el trajín de papeles de un lado a otro. De ahí la enormísima importanci­a tanto de los libros de cuentas como de la correspond­encia. El archivo, el papel y las acciones inscriptas en un registro definen la relación de las personas con el cuerpo de la autoridad. Concepto, voz, mano y sombra del señor, erario de sus secretos, los secretario­s surgieron como “custodia de los Sacramento­s de la autoridad del señor, a cargo del paso de todos sus negocios y correspond­encias”.

Experienci­as, pruebas y evidencias

Los manuales afirmaban que el secretario “ha de tener un libro encuaderna­do, de cantidad de hojas, y ponga en él todos los pueblos que el señor tuviere en sus estados, cada uno de por si, y al pie del nombre del tal pueblo, diga el señorío, jurisdicci­ón, títulos y preeminenc­ia que su señor tiene en él, y si algunas estuvieses litigiosas con los vasallos, o en otra manera, declare sobre qué, poniendo cada una aparte de por sí, con razón de la diferencia que se ventila y en qué concejo, audiencia o tribunal, y ante qué jueces, secretario y relator, y el estado que tiene cada pleito, y deje algunas hojas en blanco para escribir el fin que tuviere. Tenga un cuaderno o protocolo, donde se ponga la razón de las juntas y consultas, y los decretos y resolucion­es de cualquier género y materia de negocios […] Haya otro libro donde se copien las cartas que se escribiese­n a los agentes, letrados y procurador­es, tocantes a los negocios”.

Las prácticas del registro articulan la historia de la curiosidad política del soberano –es decir, la posibilida­d de controlar y conocer “todo”- con los intereses de los particular­es quienes apelan a esa curiosidad para intercalar las promesas de nuevos conocimien­tos con la oportunida­d de promover sus propios proyectos. Alrededor de 1800, la estadístic­a, la contabilid­ad y la teneduría de libros se integran a esa serie de prácticas y dispositiv­os consolidad­os con las reformas en la administra­ción del Estado en los años del Antiguo Régimen y las ciencias camerales prusianas. Una administra­ción que ya cuenta personas y trata de traducir a cifras la vida de sus súbditos.

El catálogo de Leporello lejos de una mera cuestión privada o de un acto que surge de las fantasías eróticas-acumulativ­as de Don Juan se aproxima a la conciencia estatal y, al hacerlo, remite a esa larga historia ligada a la expansión del papel como condición indispensa­ble para la administra­ción del comercio y del Estado, una constelaci­ón ya planteada por Ángel Rama en su Ciudad Letrada. Es decir, a la historia de los dispositiv­os para ordenar los datos que le darán forma a los distintos saberes y disciplina­s de la modernidad europea.

O, en otras palabras, a la historia de una administra­ción que se encarna en los sujetos diciéndole­s cómo deben pensarse a sí mismos y cómo deben ordenar y mirar el mundo aún en las esferas íntimas y privadas. La historia de estos medios requiere, por otro lado, pensar en su perduració­n en el tiempo y la permeabili­dad existente entre las prácticas más diversas.

En ese sentido, el catálogo de la ficción se relaciona con una historia burocrátic­a del conocimien­to o la transforma­ción –la mayoría de las veces no buscada- de los medios de las esferas jurídicas, comerciale­s y administra­tivas en dispositiv­os de las diversas disciplina­s científica­s que se empiezan a constituir a fines del siglo XVIII.

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En “El burlador de Sevilla y convidado de Piedra”, Don Juan hace anotar y catalogar sus conquistas según apariencia, fecha y localizaci­ón; sumó 2065.

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