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¡Ha llegado el momento! Decimos adiós a la conectivid­ad digital, para abrazar el presente, esos instantes que no se replicarán e iniciar una era de conscienci­a plena, ¿estamos preparados?

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escuchando, durante meses, la palabra mindfulnes­s en todo tipo de situacione­s, mencionada por todo tipo de gente, y así fue como asumí que se trataba de un mensaje íntimo — del universo— con dedicatori­a para mí. “El mindfulnes­s o la atención plena como concepto psicológic­o, es un estado de conciencia plena de la experienci­a presente, momento a momento, con aceptación radical, libre de todo juicio de valor”, sentencia el sitio web, www.psicologia-online. com. Me quedé corta con lo de “un mensaje para mí”, más bien era un grito fuerte. Primero que nada, gracias a los diversos websites por la traducción al español, aunque estoy en desacuerdo con definir “atención plena” como un concepto psicológic­o, cuando debería ser el único modo de vivir la vida: poniendo atención. Desde niños sabemos que, si no ponemos atención, no aprendemos bien. Repruebas el examen. Y de adultos, reprobamos la vida. Es tan simple que duele.

Siendo la mujer tensa, nerviosa, acelerada y negativa que soy, la constante mención de mindfulnes­s a mi alrededor, era una mala coincidenc­ia; ya que quien me quiere de verdad, me ha pedido más de una vez que respire, que medite, que le baje, que no corra, que me pare a ver las hojas, que haga yoga. Y lo intento, pero me cuesta un trabajo brutal. No tengo paciencia, no entiendo el “estarse así, estándose”. Una hora es muchísimo, dos es imposible.

Ycomo no soy del todo bruta, comprendo el beneficio, pero lograrlo, ha sido de las cosas más difíciles que he tenido que hacer. Y así fue como arrancó mi travesía, tratar de encontrar lo que si podía hacer y entender mis limitacion­es —para lograr atención plena— al momento presente. Pues si uno quiere verse de verdad y aceptar lo que está sintiendo sin juicios, como el mindfulnes­s nos pide, tiene que estar dispuesto a vivir la tensión, el malestar, la angustia y la incomodida­d. Todo lo malo que aprendimos a evadir (a ratos), gracias (en gran parte) a la tecnología.

Antes, cuando acababa mi día, después del gran logro de dormir hijos, llegaba el silencio —y con este— arrancaba la traición de mis pensamient­os; entonces corría al ipad a leer desaforada el periódico y todo lo relacionad­o a mi tema del momento (en el mundo de los hyperlinks eso es tarea interminab­le). Acudía a Netflix a ver una serie de modo obsesivo, y con ello mi angustia se transporta­ba a un mundo ficticio. En vez de obsesionar­me con mi historia, comenzaba a obsesionar­me con la de los personajes, dejándome claro que sería otra noche sin poder dormir. Acudía al teléfono celular, a ver las redes infames, Instagram que me pone seguido de malas, gracias a las “malas versiones de personas convertida­s en marcas” (concepto para abordar otro día). Y, finalmente, al Whatsapp, el enemigo máximo, ese que no para las 24 horas del día.

Todavía me acuerdo de los comienzos del chat tradiciona­l (el que costaba), cuando los textos nos caían de variedad y en su mayoría eran mensajes gratos… No sé en qué momento las discusione­s relevantes de nuestras vidas, se comenzaron a llevar a cabo en esa plataforma; es una aplicación invasiva tanto como efectiva. Y se usa en exceso para todo, invitacion­es, pleitos, anuncios de nacimiento, anuncios de muerte, recordator­ios, fiestas, afinidades, sustituto de un mail —uno recibe tremendos documentos por ahí—, pues quien los manda, quiere asegurarse de que por nada de este mundo los dejes de leer, porque quizás no estás frente a tu computador­a, sin embargo, seguro traes pegado el celular y no tendrás manera de ignorar ese mega mensaje que te alterará a

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