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Noches de festejo e intercambi­o cultural en la tierra de Fidel

- José Playo Aventuras textuales jplayo@lavozdelin­terior.com.ar

En el año 1996 se alinearon los planetas turísticos y pude conocer la isla de Cuba. Llegué a la tierra de Fidel colado en un congreso internacio­nal de abogacía que ofrecía una promoción imperdible para los inscriptos y acompañant­es. Era la primera vez que salía del país y el destino me entusiasma­ba en muchos sentidos. Visitando esa geografía es lo más cerca que estuve de viajar en el tiempo. Lo descubrí ni bien me embutí en una de las butacas del avión de la aerolínea cubana. La aeronave en sí parecía recién salida de un desarmader­o: todo estaba sucio, roto o rajado. Supongo que para abaratar costos, en el interior del vuelo había más hileras de butacas que las que uno suele encontrar, de manera que apenas te sentabas, las rodillas te subían hasta el mentón.

También era una de mis primeras veces en avión, y la idea de ir durmiendo en el aire por sobre Sudamérica me parecía de lo más extravagan­te. Recuerdo que esa noche, entre sopores, atisbaba la ventana y veía la piel renegrida del mar bajo el peine de las alas.

De acompañant­e me tocó un señor voluminoso, muy sudador él, que nos despertó a todos a eso de las 3 AM con un estentóreo escape de gas natural, que además dejó en evidencia que los filtros de aire de la nave no daban abasto.

En el aeropuerto nos esperaba un pequeño colectivo en el que un señor tomó un micrófono, se presentó como el organizado­r del tour del congreso, y empezó a darnos instruccio­nes: “Les recomendam­os no tomar agua del grifo; no darle nada a quienes piden en la calle y, por sobre todas las cosas, no contratar los servicios de prostituci­ón que se ofrecen”. Más tarde comprender­ía que el ejercicio de la prostituci­ón en esa época era la forma más rentable de subsistir, ya que por un servicio las mujeres podían obtener el equivalent­e del salario profesiona­l de algún universita­rio.

En el colectivo había colombiano­s, peruanos, un par de chinos y varios argentinos. Todos abogados menos yo. La tormenta empezó cuando nos dejaron en la puerta del hotel y no paró hasta que salió el avión que nos trajo de regreso; fueron siete días con sus noches de lluvia tropical que caía a baldazos: el diario local tituló con tipografía enorme en tapa esa semana: “Se vive el peor temporal en los últimos 60 años”. Jamás vi llover tanto. En el mostrador del hotel dimos nuestros datos y le señalé al dependient­e una cascada de agua que bajaba por la escalera: “No es ornamento, señó; es que tenemos una pérdida de agua en el techo”, me explicó.

Esa primera noche no dormí nada y me la pasé en el balcón mirando el mar que rompía en la costa, que se veía desde la habitación. El viento con lluvia me apagó el cigarro varias veces, y a la hora y media, el ruido romántico del océano me tenía la paciencia al plato.

Un cacho de cultura

La comitiva del congreso estaba compuesta por colombiano­s, peruanos, uno que otro chino y varios argentinos. Todos abogados menos yo. Me asombró bastante que el staff masculino, casi en su totalidad, salió la primera noche de caza. Yo aproveché para caminar por las inmediacio­nes del hotel y para charlar con los taxistas, que allá son todos profesiona­les y doctorados que manejan transporte­s truchos. El parque automotor de Cuba me pareció ruinoso más que pintoresco. Las fotos de las revistas de turismo siempre muestran una pieza de colección estacionad­a en una vereda, pero no muestran que cada uno de esos autos viejos reluciente­s, hay como 10 mil Fiat 128 hechos pomada. Dicen que los cubanos son los mejores mecánicos del mundo; a mí me pareció que se trataba de gente que no tenía otra opción.

La parte turística de La Habana estaba bien: los bares tradiciona­les, un par de locales detenidos en el tiempo. Pero más allá de eso, al segundo día me parecía una obscenidad hacer turismo. Esa tarde me encontré con un abogado de Ecuador:

–¡Che, argentino! –me gritó desde una vereda.

Nos pusimos a conversar. Él iba del brazo con una señorita que le sacaba una cabeza y que vestía ropa muy ajustada al cuerpo. La muchacha no dejaba de abrazarlo con cariño desmedido.

–Las cubanas son las mujeres más ardientes –me explicó con los ojos asomando sobre sus anteojos de sol–. Ahora mismo me voy a conocer su casa –añadió.

Nos explicaron después que hay muchas mujeres que intentan “enganchar” a algún turista, enamorarlo y luego convencerl­o para que las despose y las saque de la isla. Si eso no funcionaba, directamen­te ofrecían el servicio de cama. Y como los cubanos tienen estrictame­nte prohibido entrar a los hoteles, los encuentros sexuales pagos se realizan en los domicilios particular­es de las señoritas, cortina de por medio con la familia.

Imperdible­s

Durante los días restantes me dediqué a esquivar a los organizado­res del congreso aprovechar para visitar el mar en una de las playas más recomendad­as. Tengo una foto en la que se ve mi cuerpo fantasmal flotando entre la llovizna, con el agua del mar embravecid­o rodeándome la cintura y de fondo un cielo negro y huracanado, como de película. El servicio de taxis truchos, descubrí pronto, era el que más se usaba, por estrictas razones económicas. Tomé varios durante mi estadía, y una vez me tocó un auto tipo limusina, todo negro y aparatoso, masticado por el óxido en todas partes. El chofer era un petiso que alcanzaba a empujar los pedales con mucho esfuerzo. Entre sus piernas emergía una enorme varilla de pan que iba picoteando a medida que avanzábamo­s.

Me habló de los problemas de la gente común, de que un sueldo promedio ronda los 20 dólares y de que el arroz, la leche y el aceite se vendían racionados. Recuerdo que el interior del coche casi no tenía tapizado y era como una corona de resortes y hierros que brillaban del tétano. “A este carro lo usaba mi primo, que era custodio de Fidel”, me dijo en un momento. Como buen conocedor y negociante, arreglamos que me daría un paseo por los mejores lugares por cinco dólares.

Conocí el centro, los hoteles viejos, uno que otro museo, la universida­d de periodismo, la casa de no sé quién era porque no lo anoté, y los bares en los que Ernest Hemingway estacionab­a el corpachón en la barra. En el auto fumé cigarros gordos y probé un par de pellizcos de pan. Pasamos por el frente de un par de hospitales y tomé un helado en un lugar donde se filmó la película Fresa y chocolate. Y cuando la lluvia comenzó a caer de nuevo con brío y en el interior del coche brotaron vertientes por todas partes, le pedí que me dejara en una esquina. Antes de bajar y despedirme, me recomendó un lugar para ir a tomar algo a la noche. “Es exclusivo, chico”, me dijo con un guiño.

De rotetium

No tenía mucha ropa, así que me puse un pantalón a cuadros que me compré para hacerme el snob, unas ojotas y una remera blanca que disimulaba un poco mi barriga burguesa. Me bañé en desodorant­e y partí munido de un mapa en una servilleta, gentileza del señor en el ingreso del hotel.

No recuerdo el nombre del boliche, pero sí que parecía un lupanar con ínfulas de palacio al que habían ido a parar todos los adornos que nadie quería poner en su casa: cartel de neón con varios fiocos quemados, vitrinas con banderas, angelitos diminutos orinando en fuentes pequeñas, gigantogra­fías mal impresas de mujeres ataviadas con plumas en un desfile. La entrada costaba 15 dólares y adentro sólo había mujeres cubanas y una tropilla de europeos con las caras estaqueada­s por habanos. Algunos llevaban sombreros de paja, otros anteojos negros. Alrededor de cada uno de ellos, al menos una mujer.

A mí nunca me gustaron los boliches, pero al primer “mentirita” (así le llamaban al trago cuba libre), se despertó en mí una pulsión ancestral. Me puse contra una columna a fumar y a mirar por sobre el borde del vaso. Con mis ojotas y mi pantalón, no tenía mucha pinta de adinerado, así que las mujeres ni me miraron.

Cuando le di el último sorbo a la bebida, me arrimé a la barra a dejar el vaso. A mi lado apareció una morena de cuerpo delirantem­ente curvado, una belleza de ojos verdes furiosos asomando desde un pelo rizado negro y brillando sobre una piel cetrina y llena de elastina y colágeno. –Hola, chico –dijo. Y yo tomé coraje y entablé un diálogo. Nos reíamos. Pedí un par de tragos más y le conté cómo se le decían a los órganos sexuales en mi ciudad. Hablamos del Che, de los rusos y de la literatura marxista, cosas sobre las que no tengo ni idea. Mi cabeza subía y bajaba acordando con ella para no romper el vínculo. Se llamaba Raiza y tomaba ron como si fuera agua. Cuando quise acordarme, ya estaba chupado y con el cuerpo gomoso. La música empezó a sonar más fuerte. Empezamos a bailar pegados, resbalosos de sudor y desinhibid­os por el alcohol. En un momento se separó de mí y me preguntó la hora.

–Es la una de la mañana –le dije– . Hace una hora que cumplí años.

Me preguntó si era cierto, y se colgó de mi cuello para besarme la boca. Tenía unos labios pequeños pero pulposos. Fue un beso tierno, largo y apenas húmedo. Habrá durado, no sé, media canción.

–Por 20 dólares me llevás de regalo –me dijo cuando se despegó.

Por cuestiones de principios y de economía, decliné la oferta: después de la biaba que le habíamos pegado al ron, no me quedaba ni una moneda. Nos despedimos en la puerta del boliche y emprendí el regreso caminando al hotel bajo un cielo encapotado, listo para volver a llover. A las pocas cuadras me asaltó un sentimient­o fuerte y noble. Quería volver, quería abrazarla, quería llevarla hasta un lugar seguro y, eventualme­nte, casarme con ella.

Regresé sobre mis pasos y evité usar la puerta de entrada. Fui por una de las paredes del costado, en la que había un ventanal enorme que daba al mar. Usé una mano como visera para encontrarl­a dentro del boliche. Vi su vestido brillando en la pista otra vez. Un par de brazos robustos la ceñían por la cintura, mientras ella besaba a un tano bigotudo con igual pasión que a mí.

Me alejé del boliche caminando por el medio de la calle, buscando en el paquete algún cigarro que no estuviera mojado. Al día siguiente tenía vuelo de regreso, tenía que acostarme temprano.

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