Por qué un director extranjero a “Mardel”.
S i Argentina no clasificara al mundial y se eligiera a un viejo técnico con currículum vetusto pero decoroso, la perplejidad sería inevitable.
En un ámbito menos multitudinario que el fútbol, pero no menos apasionado, como es el cine, ocurrió días atrás una designación similar, cuando el director del Instituto Nacional de Cine y Artes Visuales (Incaa), Ralph Haiek, presentó al estadounidense Peter Scarlet como el nuevo director artístico del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Y se abrió la polémica. ¿Por qué un extranjero?
El argumento principal de Haiek para designar a quien fue director artístico de San Francisco (1983-2001) y de Tribeca (20032009), se circunscribe al deseo de reposicionar el festival en las altas ligas y devolverle así el prestigio supuestamente perdido. La experiencia de Scarlet parece ser una razón suficiente para garantizar un nuevo resplandor a un festival al que se le adjudica opacidad y olvido. He aquí un problema de diagnóstico.
Luces en el mar
En los últimos años, bajo la dirección artística de Fernando Martín Peña, la presidencia de José Martínez Suárez y un sólido equipo de programación, el festival logró reposicionarse. Mal que les pese a muchos, en los pasillos de Locarno, Cannes, FidMarseille, DocLisboa, Rotterdam y otros festivales, hace tiempo que se habla más de Mar del Plata que del Bafici.
La evidencia: cineastas diversos como Claire Denis, Johnnie To, John Landis, Pierre Étaix, Bong Joon-ho, Joe Dante, Paul Schrader, Albert Serra, John Gianvito, entre otros, visitaron el festival recientemente. Destacados críticos y programadores también pasaron por el festival. Que estrellas de Hollywood no lo hayan hecho en los últimos años no significa mucho, al contrario. La categoría A no se juega en ese detalle más periodístico que artístico.
Respecto de la programación, el festival demostró un concepto plural de selección, el cual fue adquiriendo mayor coherencia en los últimos tres años. También se privilegió el pasado del cine argentino, al proyectarse películas recuperadas y en copias nuevas, las cuales en cierta medida dialogaban estéticamente con el cine argentino contemporáneo.
Sucede que el festival había establecido un lazo entre el presente del cine y su pasado, una política fundamental para cualquier festival de cine. Es por eso que cuando en la última edición se proyectó a sala llena y en versiones restauradas en 35 milímetros El caballo
de hierro, de John Ford, y Gente de cine, de King Vidor, acompañadas por la Sinfónica de Mar del Plata, el público que estaba en el Teatro Colón marplatense vislumbró el pretérito sentido popular del arte cinematográfico.
Los jóvenes cinéfilos, los jubilados habitués del festival, los profesionales y los ocasionales espectadores intuyeron el asombro de los primeros espectadores de cine. En la era digital, esta conquista de reconstituir una experiencia es un mérito indiscutible. Todo esto se vivió en los últimos festivales; se trataba de una experiencia de una riqueza y generosidad indesmentibles, de tal modo que su público esperaba noviembre como los enamorados su encuentro del sábado.
Deseos y recortes
No sabremos nunca las razones por las cuales se reemplazó la encomiable dirección de Peña por esta de Scarlet. Apenas se esbozó un deseo, el de volver a situar el festival en el mundo, como si el festival entrara en sintonía con un eslogan propio de una reciente política de Estado que nunca se analiza con profundidad.
También se anunció que el festival reducirá la cantidad de películas, un criterio que fue justificado por un razonamiento válido en principio: más calidad, menos cantidad. Otra forma de analizar ese mismo anuncio resulta más antipático: se trata de un recorte de presupuesto.
De todo lo dicho hay dos corolarios posibles: una abierta extranjerización y también la aplicación de un ajuste.
Sobre lo primero se ha repetido un buen argumento: Argentina no sería el primer lugar en el que un festival de cine es dirigido por un extranjero. El de Locarno, probablemente el más cinéfilo y radical del mundo, es dirigido por un italiano y programado por un canadiense; tal vez a los suizos no les parece escandaloso porque tienen una cultura cinéfila tenue y la identidad nacional tampoco es homogénea. De los franceses no se puede decir lo mismo, aunque el interesantísimo festival francés La Roche-sur-Yon es programado por un italiano.
El problema con el nuevo rumbo de Mar del Plata es simbólico.
El festival, que había empezado a perfilar una identidad latinoamericana (pero no latinoamericanista) y que había hallado un magnífico equilibrio entre el cine contemporáneo y su historia, es resquebrajado en su perfil por una decisión bastante insólita que habilita asociaciones con ciertas formas de gestionar la cultura.
Lo peor que le puede pasar a Scarlet es convertirse en un gerente de contenidos orientado en optimizar una empresa cultural en el nombre del éxito. Su probada cinefilia es un buen signo, pero probablemente no será suficiente.