Ilusiones pasajeras de un joven palestino
La humillación no es un tema menor. Socava la intimidad de una persona y también la de un pueblo. Es difícil postular e imaginar ese sentimiento aplicado a un colectivo, pero si hay algo que transmite decorosamente El ídolo es la fugaz felicidad que suscita la conquista de un premio por uno sus miembros en toda una comunidad. Nadie puede objetar el endeble júbilo de los palestinos ante el triunfo de un cantante en un concurso televisivo celebrado en el mundo árabe. No se festeja un premio banal, sino la posibilidad de sentir orgullo junto a otros que comparten una misma historia.
El párrafo precedente pretende sintetizar lo mejor que tiene
El ídolo para prodigar a su audiencia. Siendo un caso real y conociéndose el desenlace de antemano (tan previsible como la salida del sol), lo que importa es cómo el realizador palestino trabajará sobre lo que se desconoce: ¿cómo llegó un joven de Gaza a ser un magnífico cantante? ¿Cómo consiguió participar en el famoso programa televisivo Arab Idol?
El filme empieza en el 2005. La familia de Mohammed cuenta con escasos recursos; pueden sobrevivir con cierta dignidad, mas no superar imponderables. La vida del cantante nunca estuvo libre de obstáculos y padecimientos, de tal modo que la infancia no fue otra cosa que el esfuerzo ininterrumpido de Mohammed, su hermana y otros amigos por reunir shekels y comprar instrumentos para ejercer una pasión musical compartida. No todo el dinero será para eso. El salto de la sufrida infancia a la laboriosa adolescencia del personaje es tan veloz como su llegada a Egipto y su eventual consagración como cantante.
No hay matices en El ídolo, apenas algunas observaciones sobre el derruido paisaje urbano palestino, que contrasta de inmediato con lo que se ve cuando el personaje llega a Egipto. En Paradise Now y en Omar, Hanny Abud-Assad había hecho un gran trabajo de registro topológico. El espacio para un palestino no es solo una categoría estética, sino también política; saber cómo filmarlo es un imperativo histórico asentado en una conciencia colectiva signada por una ocupación.
Esa sabiduría visual sobre el espacio es insuficiente frente a la acrítica lectura con la que Assad representa la participación de su personaje en un programa de televisión característico del espectáculo globalizado que sustituye el bienestar colectivo por el triunfo individual como única utopía posible. La efímera cultura del éxito impone sus delicias con la total displicencia del realizador. La algarabía de todo un pueblo es indesmentible, igual que su injusticia que no cambia por la salvación material de uno de los suyos.