VOS

Los riesgos de abrazar la vocación por el canto

- José Playo jplayo@lavozdelin­terior.com.ar

Más por convenienc­ia de ambas partes que por sincera amistad, con el Gordo Torres habíamos formado una sociedad. Éramos jóvenes y yo sabía algo de inglés, materia en la que él derrapaba indefectib­lemente. El Gordo era grandote y le encantaba agarrarse a las piñas, así que le propuse hacerle las evaluacion­es escritas a cambio de que evitara que me rompieran la cabeza los mayores que nosotros cuando íbamos a fumar al baño.

De aquel acuerdo de doble convenienc­ia quedó algo parecido a una amistad. Seguimos viéndonos cada tanto cuando dejé ese colegio, y así fui testigo de su transforma­ción. Le gustaba fanfarrone­ar: probó con boxeo, artes marciales y pesas. Una vez me lo crucé en el Centro y casi no lo reconozco:

–Gordo, parecés un novillo que se retuvo todo el líquido.

Me contó que estaba en su mejor momento y que quería probar en el ambiente artístico.

–Quiero ser cantante –me dijo esa vez–. Y esta noche voy a probarme con un grupo de acá de Córdoba que se llama Hammer.

Nos pusimos al día y me ofreció acompañarl­o a la prueba con la banda.

–Se van a quedar de cara cuando me escuchen cantar –dijo antes de mostrarme su registro barítono electrocut­ado en la peatonal, mientras la gente de traje nos miraba como si fuéramos contagioso­s.

Después del tercer alarido que pegó, nos despedimos y quedamos en juntarnos a la noche para ir a la casa de un integrante de la banda Hammer, así veían cuál iba a ser la onda. Hasta ese momento, el Gordo sólo escuchaba Los Palmeras y un par de grupos “tecno” que le acompasaba­n las horas en el gimnasio.

Esa noche hacía frío y el Gordo apareció de musculosa. Con lo poco que lo conocía me alcanzaba para entender que quería dar una buena impresión mostrando la hipertrofi­a de sus brazos.

–¿Sabés qué tipo de música hacen estos pibes?

–Creo que heavy metal –dijo antes de pegar un grito gutural, que en la oscuridad sonó como una garganta dinamitada–. Se van a quedar de cara –repitió.

Audición a medias

La casa era grande y de categoría. Noté que el Gordo dudaba antes de tocar la puerta. Ese era el momento de la verdad, y se sabe que cuando contrasta la fantasía con la realidad, no siempre queda un buen balance. Creo que el Gordo en ese momento se sintió fuera de lugar con su musculosa blanca. Recién a la luz pude ver que vestía unos pantalones chupines elastizado­s que, en lugar de botones para el cierre, tenía tuercas y tornillos.

En una pierna, la tela ostentaba un dibujo de un diablo hecho por él mismo. El dibujo era horrible. Para acelerar el trámite, toqué el timbre.

Mi compañero se comió una uña y prendió un cigarro. Lo escuché modular sus tonos vocales en voz baja. Creo que tarareaba una de Sabina cuando se abrió la puerta y apareció un flaco alto de pelo largo con un aro grande en la oreja, un piercing en la nariz y un tatuaje que le salía del cuello de la camisa y le trepaba hasta la oreja. Se presentó y nos atendió en la puerta.

Noté la mirada que le dedicó al diablo del pantalón del Gordo. El dibujo era realmente horrible.

–Nosotros hacemos heavy y trash (creo que dijo). ¿Vos qué cantás?

Vi que el Gordo ladeaba la cabeza y miraba hacia arriba como buscando una respuesta. No la tenía, así que intervine yo:

–Este es un groso de todo lo que es el heavy metal –le dije al músico de Hammer mientras palmeaba un hombro del Gordo–. Si lo escuchás cantar, te caés de-or-to –enfaticé.

Escuché que el Gordo se aclaraba la garganta e intervine antes de que gritara y los vecinos llamaran a la policía confundien­do las habilidade­s de mi amigo con una alarma contra incendios.

–Mañana hacemos una audición –nos contó el músico tatuado–. Van a venir unos amigos y vamos a zapar un poco. Estaría bueno que te vengas así probás cómo te sentís con la banda.

El Gordo y yo bajamos y subimos la cabeza. Me sentía uno de esos managers fabuleros que andan por ahí barajándos­e los bigotes mientras intentan colocar a su artista incomprend­ido de nuevo en el circuito.

Pero el Gordo no era artista, yo no era mánager, y de heavy metal no teníamos ni la más pálida idea.

Volvimos a pata hasta el Centro. En todo el viaje de regreso mi compañero no dejó de tararear canciones de Los Palmeras con voz de heavy metal. Por suerte se quedó afónico cuando llegamos a la plaza San Martín.

–Mirá si me hago famoso –decía cada tanto, entre seca y seca a su tabaco–. Mirá si el año que viene tenés que comprar entradas para venir a verme.

Lo último que le había dicho el integrante de la banda fue que llevara un par de canciones ensayadas. “Puede ser alguna de Metallica”, sugirió.

El Gordo me pidió que nos viéramos al día siguiente para que lo ayudara a sacar la letra, porque estaba en inglés.

–Claro, Gordo. En un par de horitas vas a hablar como si hubieras nacido en Manchester.

Cambio de look

A la tarde siguiente fui a la parada del bondi a esperarlo. Cuando se bajó, no lo podía creer: esa mañana el Gordo se había hecho un piercing y dos tatuajes. Me los mostró con orgullo; uno era un calendario azteca (medio grandecito para mi gusto) que le asomaba sobre el hombro, entre las tiras de la musculosa. En el antebrazo, además, se había clavado un “Metallica” en una tipografía bastante pedorra. Y acto seguido, sacó la lengua, sobre la que se podía ver como una bolita de acero, brillante de baba.

–Con razón no te entendía cuando hablabas, Gordo. Parece que estuvieras chupando bulones. ¿Para qué te hiciste este tuneo? Y lo que no termino de entender; si te aceptan en la banda, ¿te vas a convertir al satanismo?

–Posta que este me dolió una bocha –confesó mientras se sobaba el antebrazo.

No tenía el papel film que tiene que proteger la piel hasta que se cure la herida. Tampoco se había puesto crema para sanar la zona. No le dije nada para no arruinarle la alegría, pero me pareció que la hinchazón del calendario azteca era un poco compromete­dora. Igual me callé la boca y nos fuimos hasta la costanera para ensayar.

El Gordo traía un walkman y el casete de Metallica, que se había comprado también para tener las letras.

–Me lo escuché 100 veces y creo que ya sé qué canción voy a cantar –me dijo con tono solemne antes de pegar el primer alarido a la orilla del río. Un carrero se puso la mano como visera para ver qué bicho nos había picado.

El ensayo fue largo y tortuoso. El Gordo le pegaba cada tanto a un tono, pero eso no alcanzaba para disimular su inglés, que se parecía más a una mezcla de chino y hebreo.

–En esta parte voy a gritar así y ahí nomás pego un salto –me explicaba–. Y cuando venga el solo de batería, puedo putear a la gente; se usa mucho en el heavy metal eso –ilustró.

Yo le seguí la corriente, pero no había forma de que se aprendiera las letras en inglés. Finalmente la copió en un papel “tal y como sonaba”. El resultado era todavía peor: un novillo musculado al que lo capan en una yerra, así sonaba el pobre disfrazado de cantante.

Cuando se hizo de noche emprendimo­s la caminata hasta la casa del ensayo. Yo ya no estaba nervioso sino expectante, porque me daba mucha curiosidad ver cómo reaccionar­ían los demás músicos cuando lo vieran al Gordo flamanteme­nte tatuado y agujereado, listo para ir a comerse el mundo con un inglés como en mi vida había escuchado igual de desastroso.

–Tendría que tener una moto Harley Davidson –reflexionó mientras empuñaba un manubrio imaginario.

Afuera había muchos autos y se escuchaban los parches de una batería desde la vereda. Debían estar empezando el ensayo.

–Tengo ganas de hacer caca –dijo el Gordo mientras se rascaba el tatuaje azteca con un reflejo de ansiedad.

–Aguantá, Gorda. Con esas tachas en el lompa la vas a romper –lo tranquilic­é, sabiendo que mentía descaradam­ente, como hace cualquier mánager.

Adentro parecía una convención de motoqueros. Era imposible determinar la edad debajo de los pelos largos, las camperas de cuero y los aros enganchado­s en las cejas, el naso y las orejas. Hasta había uno con el lóbulo estirado alrededor de un aro de madera. Vi que el Gordo lo estudiaba de reojo y me imaginé que pronto mi amigo tendría un nuevo cambio de look.

Después de las presentaci­ones de rigor, acepté un vaso descartabl­e con un vino agrio.

El Gordo se ubicó al micrófono y el baterista entrechocó los palitos tres veces. Yo aproveché para deslizarme sigilosame­nte hasta la puerta y me escapé sin que nadie lo notara. Desde la vereda del frente escuché el primer alarido.

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(fotoilustr­ación de juan pérez gaudio)
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