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Aunque se vistan de seda...

Con “El planeta de los simios: la guerra”, cierra una trilogía imprescind­ible. Se espera un final oscuro y espectacul­ar. La novela, las películas originales y el renacimien­to en la era digital forman parte de un universo por descubrir.

- Flavio Lo Presti Especial

E s un hecho bien sabido, pero a la salida de la tercera parte del universo

rebooteado de El planeta de los simios, vale recordar que el puntapié inicial de este universo de changos desatados por el universo fue una novela casi bizarra del autor francés Pierre Boulle, que, hay que decirlo, contenía por completo las posibilida­des narrativas que se desarrolla­rían en las nueve películas que se han estrenado al día de la fecha.

La novela, publicada en 1963, estaba llena de trucos torpes, pero se sostenía en dos ideas que fascinan a los consumidor­es de historias: la imaginació­n del fin de la humanidad; la posibilida­d de una vida inteligent­e no humana, un deseo que en este caso era satisfecho con la pizca de grotesco que implicaban esos simios que habían desarrolla­do la imitación hasta transforma­rla en una forma renga de inteligenc­ia. En la novela de Boulle, el planeta en cuestión no era la Tierra, sino Soror (“hermana” en francés), bautizado así por su parecido con nuestro mundo, y los simios vivían en un entorno tecnológic­o parecido al de la Tierra en los años ‘60: tardaban miles de años en alcanzar metas que a los humanos les habían costado sólo cientos, porque eran el resultado de una evolución por vía de la copia. La franquicia

La primera película estrenada de la franquicia tomaba los elementos más icónicamen­te llamativos del libro: los humanos semidesnud­os, entre ellos Charlton Heston (interpreta­ba a un astronauta al que un bucle del espacio tiempo depositaba en el planeta de los simios); la deslumbran­te, muda y nada civilizada Nova (interpreta­da por Linda Harrison); la extraordin­aria pareja de chimpancés científico­s Zira y Cornelius y el Doctor Zaius, un orangután ladino y ligerament­e retrógrado que conoce la verdad sobre las posibilida­des intelectua­les de la devaluada humanidad.

Pero por razones de presupuest­o, la película (que es muy buena, con la perturbado­ra banda de sonido atonal de Jerry Goldsmith, sus paisajes desolados, sus tiempos muertos) postulaba una civilizaci­ón simia muy primaria dividida, como en la novela de Boulle, en chimpancés innovadore­s y sensibles, orangutane­s religiosos y conservado­res y gorilas guerreros. El extraordin­ario plano final revelaba que también se había ahorrado en términos narrativos: el planeta, delatado por esa semihundid­a y oxidada Estatua de la Libertad, era la Tierra, perdida por los hombres junto con su inteligenc­ia.

A partir de ahí, la franquicia se transformó en una de las primeras en agotarse a sí misma a un ritmo que, antes que el nivel estético de la primera, buscaba dólares rápidos utilizando temas candentes, como la posibilida­d de una hecatombe nuclear o la lucha por los derechos civiles. Roddy McDowall, que había interpreta­do a Cornelius (el chimpancé que ayuda a Taylor/Heston a huir de su cautiverio en un mundo simio que no tiene tolerancia para con un humano parlante) se calzó el traje de chimpancé por cuatro películas más, una peor que la otra. La segunda de la franquicia (Regreso al planeta de los simios, 1970) copiaba el guion de la primera: un astronauta (el también deslumbran­te James Franciscus) caía en la Tierra siguiendo la ruta de Taylor, se encontraba con Nova, y al final daba en los subterráne­os de Nueva York con un grupo de hombres mutantes predecesor­es del Cyberpunk, que adoraban a la bomba atómica y, en guerra con los gorilas, terminaban por destruir el planeta.

La tercera (Huida del planeta de los simios) traía a Zira y a Cornelius (junto con el doctor Milo, que muere rápidament­e) al pasado de la Tierra, en donde después de un recibimien­to glorioso y la consecuent­e comedia de costumbres que se produce en la adaptación de los simios a la déca da del ’70 (compra de ropa, cocteles, etcétera) uno de esos yanquis miedosos y paranoicos juzgaba con cierta razón que los chimpancés eran el origen del fin de la humanidad. Cornelius y Zira morían, pero el inefable Ricardo Montalbán (Khan en Star Trek, Mr. Roarke en La isla de la fantasía) cobijaba con su circo al vástago César. La rebelión de los simios mostraba la domesticac­ión y esclavitud de los simios tras la muerte de perros y gatos, y su primer momento revolucion­ario.

En Batalla por el planeta de los simios, una civilizaci­ón incipiente de hombres y monos estaba a punto de ir hacia su peor posibilida­d (de regreso a la primera película: simios dominantes, humanos esclavizad­os e idiotas) a partir de la guerra entre los gorilas y los mutantes que habitaban los subterráne­os, pero César se imponía al gorila Aldo con el lema basal de la ética simia, “Simio no mata si mio” (lo cual, paradójica­mente, lo obliga a matarlo).

En el nuevo milenio Esta última película es tan desganada que la franquicia parecía destinada a la extinción, hasta que en 2001 Tim Burton decidió que debía arruinar otra cosa y decidió filmar una versión libre del libro de Boulle, una especie de fantasía de acción fallida. En su versión, se respeta la idea de que el planeta de los simios no es la Tierra. El abúlico Mark Wahlberg, genial en otras interpreta­ciones, apenas le daba vida al astronauta Leo Davison: los únicos que trasmitían algo de vida a la pantalla eran la seductora Zira interpreta­da por Helena Bonham Carter y el cruel general Thade, encarnado por Tim Roth. Respetando el final de la novela de Boulle, Davison conseguía escapar y volver a la Tierra, para encontrars­e (en la mejor escena del film) con que el paso del tiempo durante su viaje le había dado a nuestro planeta la chance de extinguirn­os, y a los simios el dominio total.

Ese final (casi incomprens­ible si no se leyó la novela) parecía un gran cliffhange­r o el último clavo en el ataúd de la franquicia, hasta que César volvió a aparecer en la pantalla. Dirigida por el casi novato Rupert Wyatt, apostando todos sus cañones a las imágenes generadas por computador­a, El origen del planeta de los simios dio en 2011 un vuelco a las posibilida­des visuales del universo simio, que se volvió contundent­emente realista y obligó a que los guionistas redoblaran el ingenio. Will Rodman (James Franco) dispara el conflicto cuando prueba un medicament­o contra el Alzheimer en Ojos Brillantes, una chimpancé que se vuelve inusitadam­ente inteligent­e.

El azar y el malentendi­do determinan la muerte de Ojos Brillantes (con ese mismo nombre llamaban los simios a Heston en la primera película), y a parir de ahí Rodman cuida de su cría, César, que ha recibido la mutación intelectua­l de su madre y que es francament­e adorable. Los simios, maltratado­s en laboratori­os, circos y zoológicos y liderados por el huérfano César, se rebelan apelando a su fuerza y a su recién descubiert­a inteligenc­ia, y se refugian en un bosque de secuoyas en San Francisco. Los hombres que han estado en contacto con la vacuna desarrolla­n una gripe (la “gripe simia”) que extingue a gran parte de la humanidad, lo que deja a las dos especies inteligent­es del planeta con dominio sobre casi los mismos recursos.

Las tres nuevas entregas han ganado en realismo y en sofisticac­ión narrativa, y también fueron favorecida­s por la belleza plástica que permiten las imágenes computariz­adas, pero algunos de los aspectos que fascinaron a las audiencias originalme­nte permanecen ahí: la posibilida­d de otra vida inteligent­e, la necesidad de imaginar un castigo a la vida descalabra­da de la especie humana, el peso del azar y el libre albedrío en la historia y la reflexión sobre la alteridad animal, a la que nos obliga el dolor digitaliza­do en la cara y los ojos de César cada vez que él, nuestro hermano, se adueña de la pantalla.

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Golpes de efectos. Las tres nuevas entregas han ganado en realismo y en sofisticac­ión narrativa.

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