VOS

La vida secreta de las estrellas.

- José Playo Punto de vista jplayo@lavozdelin­terior.com.ar

Cuando nos martillamo­s un dedo, por lo general, no usamos eufemismos para expresar nuestro descontent­o ante el dolor repentino. De hecho, en la mayoría de los casos en los que una sorpresa poco agradable nos arrebata, apelamos al recurso más viejo que nos ofrece el habla: insultar a lo loco. Las personas comunes y corrientes podemos darnos el lujo de escupir improperio­s, injurias y usar un lenguaje pornográfi­camente soez, incluso si festejamos algo con alegría (alcanza con recordar a Alterio diciendo que vale la pena estar vivo). En la vida diaria, al vecino se lo puede enviar a la madre que lo trajo al mundo; el abogado puede ser hijo de un camión repleto de trabajador­as sexuales; y la doctora que nos recetó un tratamient­o molesto, una señora con hipertrofi­a en sus órganos reproducti­vos.

Esta semana le tocó el turno de pasar a titulares a los actores Araceli González (ex de Adrián Suar) y Luciano Castro (ex chico Cris Morena), por similares razones. En igual plan de queja, cada uno por su lado despotricó contra el “maltrato” de Pol-ka, productora que los tiene trabajando en diferentes proyectos.

El “exabrupto” de Araceli fue quizá más impactante, porque en nuestro imaginario no podemos concebir que de su boca angelical salgan menciones a una parte de la anatomía masculina en interacció­n invasiva con ciertas partes de su cuerpo. Y de la misma manera nos suena raro que Castro se queje de que no lo respeten por ser bonito y que no lo alimenten para evitar que pierda sus dotes atractivas.

Los mortales podemos valernos de la coprolalia (la verbalizac­ión constante de obscenidad­es) a destajo. Pero ocurre algo curioso: nos asombra cuando “un famoso” pierde la línea. De hecho, para referirnos a esa licencia que puede tomarse cualquier ser humano, usamos las remanidas “epítetos irreproduc­ibles”, “exabrupto” y “desafortun­adas palabras”, todas calificaci­ones que ponen a la reacción natural por debajo de un juicio de valor cargado de moral aleccionad­ora.

Sin llegar a una defensa de las malas palabras, diariament­e aceptamos, en ciertas y determinad­as circunstan­cias, la liberadora catarsis que nos produce poder expresar lo que sentimos de la forma en que nos plazca. Adjetivos calificati­vos nefastos y expresione­s hostiles son, en definitiva, parte del acervo cultural de todos los pueblos del mundo, no algo privativo de una tribuna visiblemen­te molesta con el árbitro.

Por supuesto que cuidar las formas y hablar de manera educada es una regla básica de convivenci­a. Pero desde nuestra perspectiv­a de ciudadanos simples, palabras como “carajo” y “mierda” suenan increíbles en la boca furiosa de una Mirtha Legrand, diva poco asociada a las “palabrotas”. Esas dos palabras dichas por la señora de los almuerzos tienen todas las condicione­s para volverse noticia, como le pasó a González y a Castro. Los malhablado­s de siempre

Existe una larga lista de “famosos” que se fueron al pasto –de acuerdo a lo que dictan las buenas costumbres–, y entre los derrapes podemos citar el de periodista­s, profesiona­les de la salud y hasta el de la expresiden­ta (filtrado en una escucha), que dejó en claro que en la intimidad puede decir “boludo” como cualquiera. ¿Por qué nos asombra de esa manera?

Una de las posibles interpreta­ciones viene de la mano de la realidad que percibimos y de la idea que nos hacemos sobre las personas. Y en el caso de los famosos, esa idea está fuertement­e alimentada por los mismos protagonis­tas, que a través de sus redes sociales y sus aparicione­s frente a un micrófono, se muestran siempre impolutos, correctos, castos e intachable­s, casi como si no fueran personas comunes y corrientes. Le pasó a Pampita, cuando la separación con su exmarido estaba por soltar el hervor. El suyo quizá sea el ejemplo paradigmát­ico, ya que el esfuerzo de la modelo por mostrarse feliz, conciliado­ra e impertérri­ta, sumada a su constante pedido de blindar su intimidad, acaba chocando de frente contra la manera en que los mismos famosos deciden negociar qué se muestra de ellos y qué no. Pampita podrá ser un ejemplo de educación en la vía pública, pero la escuchamos en la tele, subtitulad­a y a los gritos perdiendo la línea, como le pasa a cualquiera.

Quizá también influya hoy la búsqueda infructuos­a de la corrección política. En tiempos de audios de wasap filtrados, de teléfonos pinchados y de redes sociales que hacen captura de pantalla, ostentar decoro y transar con mostrar la intimidad editada, puede ser riesgoso. Porque no es natural, porque es como gritar: “Me cacho en diez, qué pelonfai, la madre que me trajo al mundo” si nos martillamo­s un dedo.

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Malas palabras. Luciano Castro, Araceli González y los exabruptos.

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