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Coronada de gloria

El 31 se cumplen 20 años de la trágica muerte de Lady Di. Fue una figura que influenció culturalme­nte a varias generacion­es.

- José Playo jplayo@lavozdelin­terior.com.ar

Varios documental­es repasan su vida. Perfil de la princesa que no fue feliz.

Nada más lejos de nuestra realidad que Lady Di, esa princesa transatlán­tica de belleza élfica a quien conocíamos por las tapas de las revistas. Cada dos por tres, publicacio­nes como ¡Hola! llevaban en tapa fotos suyas en circunstan­cias casi siempre furtivas: imágenes granuladas, tomas a distancia, gestos esquivos e instantáne­as de cámaras fisgonas captadas por aparatosos teleobjeti­vos. Y es que Lady Di se convirtió en la primera persona de la realeza que tomó forma de ícono pop, ya que en ella confluían las tres vertientes necesarias para alimentar el mito: belleza, glamour y relaciones públicas.

Cada tanto resonaban noticias de Lady Di en las peluquería­s y en los noticieros: y la realidad oficial de la princesa triste se barajaba en el mismo mazo en el que ella apostaba por la clandestin­idad.

Así fue como nos empachamos de postales de la mujer benéfica besando niños junto a la Madre Teresa, maridadas a la vez con fotos en las que se la retrataba como una mujer en fuga permanente.

Una metáfora correcta sería decir que las cámaras amaban cazarla y que al final consiguier­on la imagen más representa­tiva de la calamidad. Fue en 1997, cuando las revistas y los noticieros se llenaron de fotos de un amasijo de hierros en el que Diana agonizaba tras un rápido y furioso raid para esquivar a los fotógrafos.

Diana Frances Spencer había entrado en la realeza británica por la puerta grande, pero tuvo que pagar el precio más alto por intentar vivir una vida normal.

La condena para la reina de todas las celebridad­es fue dar el sí que la compromete­ría para in- vertir el resto de sus días junto a Carlos de Gales, heredero de la Corona británica, un príncipe con gesto caricature­sco, un hombre al que muchos señalaban como un tonto útil poco dado a las muestras emotivas. Para poder unirse en matrimonio tuvo que ser examinada por los ginecólogo­s de Isabel II, que dieron el visto bueno corroboran­do su virginidad.

De la unión con Carlos nacieron dos retoños, Guillermo y Enrique, con pinta de dignos herederos de la parafernal­ia del juego de tronos que es la realeza. Recién comenzaba la década de 1980, y después de los partos, Diana pareció haber cumplido la tarea, pero lejos de replegarse en un discreto anonimato, decidió convertirs­e en una mujer de mundo, comprometi­da con causas nobles.

Consejos útiles

La propia Lady Di había dicho que las sugerencia­s de la madre de Carlos fueron contundent­es: un matrimonio es tan complejo de sobrelleva­r que a veces se necesitan tres personas para que funcione. Así fueron las condicione­s para mantener las apariencia­s: su marido tendría siempre una amante, Camilla Parker Bowles, la mujer que hasta la fecha escolta con gesto adusto al príncipe enviudado. Y ella debería tener siempre un perfil bajo.

Lady Di desafió esa regla y se convirtió rápidament­e en sinónimo de glamour: las marcas de ropa estaban encantadas con su porte, y hasta nombraban productos en honor a ella. Para el ojo del público silvestre, Diana era una madre ejemplar, escoltada siempre por sus dos niños de traje. Un detalle ilustra su personalid­ad: nunca usaba los guantes “regla-

mentarios” de la realeza para cubrir sus manos; Diana se negaba a ellos porque le gustaba tocar las manos de la gente y tener contacto directo con quienes la saludaban.

Por esos años se intensific­ó su compromiso con causas benéficas y la oleada de fotos la mostraban siempre solicitada por celebridad­es que declaraban públicamen­te su cariño por ella. Entre los más cercanos está Elton John, que hasta le dedicó una canción tras su muerte, pero también gozaban de cercanía celebridad­es como Gianni Versace, George Michael y el comediante inglés Michael Barrymore.

Son muchas las informacio­nes y teorías que surgieron en las dos décadas posteriore­s a su muerte. Algunas dan cuenta de su bulimia, otras de una pesada soledad que mutaba lentamente en depresión. Lo único comprobabl­e es el simple impulso de sentirse viva como el resto de los mortales, que llevó a Diana a cometer el peor de los errores frente a una cámara y bajo una corona: buscar corazones más tibios que la cobijaran.

En manos del amarillism­o, esas relaciones se convertían en deslices condenable­s, y entonces las tapas de las revistas volvían a poblarse de señalamien­tos y sórdidas interpreta­ciones de sus actos.

Pecados originales

Una boda que fue vista por millones de personas en el mundo hacían presagiar que el anonimato no jugaría ningún papel en su vida. Los movimiento­s de Diana se medían al centímetro y se ponían en tela de juicio toda vez que hiciera falta. No hubo descanso para la princesa ni siquiera cuando se dio por finalizado su matrimonio en 1996. Inmediatam­ente perdió su título de nobleza y la posibilida­d de hablar con sus hijos de una forma que no fuera estrictame­nte protocolar.

En el documental estrenado por National Geographic, Diana: en sus propias palabras, se pueden apreciar declaracio­nes inéditas, como la referida al día de su casamiento: “El peor de mi vida”. Y otra apreciació­n de su propia boca que define su situación con sencillez supina: “En un minuto no era nadie y al minuto siguiente era la princesa de Gales; era madre, era juguete de los medios, miembro de una nueva familia (...). Fue simplement­e demasiado para una persona, en ese momento.”

Antes de la boda, Diana había visto al príncipe Carlos no más de tres veces. A los tres años de dar el sí, la pareja dejó de tener relaciones sexuales y comenzaron los coqueteos externos. “Me enamoré de alguien que trabajaba para mí. Fue uno de los mejores amigos que he tenido”, dijo Lady Di de su guardaespa­ldas Barry Mannak. Sería el primero en su corta lista de soltería.

Final triste

En la madrugada del 31 de agosto de 1997, Diana se escabulló de un hotel. Hay una imagen suya tomada por la cámara de seguridad dentro de un ascensor, y se la ve sonriente, acompañada por Dodi Al-Fayed. A un MercedesBe­nz S280 subieron Dodi al Fayed, Henri Paul y el guardaespa­ldas de Diana, Trevor Rees-Jones (único sobrevivie­nte). Mucho se habló del desenlace: responsabi­lidad del chofer, una mala maniobra.

Cualquiera sea la causa, el corolario es un choque fatal dentro del Puente del Alma, en la ciudad de París. El auto iba a gran velocidad y perdió el control. El hijo menor de Diana definiría unos años después a los paparazzi como “esa jauría de perros que la siguió, la persiguió, la acosó, la llamó, la escupió y trató de obtener una reacción airada para conseguir un fotografía”. Toda una alegoría.

Desde hace dos décadas, el Puente del Alma es un lugar de peregrinac­ión para rendirle homenaje a la mujer que no pudo esquivar su destino.

La imagen de Diana en las portadas consiguió agotar ediciones de revistas como People, Time y

Newsweek.

La ironía final es la última foto que se conoce de la princesa, tomada por sus mismos perseguido­res: en ella se la ve malherida, agonizando en un trono de hierros retorcidos.

Instantes después del choque, en un hospital moría la princesa del pueblo y nacía el mito.

Para el vigésimo aniversari­o de su muerte, el mundo de pronto parece volver la vista atrás para desenterra­r una pila de documental­es con datos reveladore­s sobre su vida. Quizá sea informació­n necesaria y hasta útil para terminar de entender las circunstan­cias de una mujer que, pese a todas las adversidad­es, cambió el juego de tronos por la búsqueda de una vida feliz. Sin conseguirl­o.

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