Mirar por el ojo de la cerradura
Intentar dormir en un avión rodeado de un puñado de asesores; tener que sacarse fotografías con pares a los que muchas veces uno detesta, pero tener que cuidar los intereses de un país sin descuidar los propios son algunos de los gajes del oficio presidencial que ya casi todos podríamos intuir.
Lo que muchas veces se desconoce es lo que pasa detrás. Es esa charla por lo bajo que las muecas de las sonrisas que se ven en las fotos de las cumbres nunca delatan.
Son las negociaciones a calzón quitado en las que los asesores se miden con otros pares para ver cuánta información manejan y cuán salpicados con barro pueden llegar a salir después en las noticias.
Pero no sólo de poder vive el hombre, también son las relaciones humanas más profundas (como la de un padre con su hija y la de una mujer con su exmarido) las que La cordillera intenta desnudar en los 115 minutos que dura la película.
La mayor virtud que tiene la última cinta dirigida por Santiago Mitre (que ya se destacó anteriormente con la versión de
La patota) es que le permite al espectador mirar por el ojo de la cerradura hacia el interior de donde se “cocinan” las decisiones y también allí donde debilitan las relaciones.
Lo estrictamente real y lo potencialmente fantástico se combinan en la película de modo tal que una negociación diplomática vía cancilleres y una hipnosis para revivir el pasado pueden transcurrir sin problemas bajo el mismo techo de un hotel cinco estrellas, aunque en habitaciones separadas.
Así, las cámaras comandadas por Mitre logran meterse en los distintos pliegues del poder para dejarnos claro que la realidad no es la única verdad.