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Dos modos de hacer ficción argentina.

- caizpeolea@lavozdelin­terior.com.ar

¿Mostrar o crear? ¿Enrostrar o sugerir? ¿Evidencia o referencia? A la hora de hacer ficciones, la realidad es la mejor fuente de inspiració­n. Están ahí los conflictos, las preocupaci­ones, las tensiones de la gente, y si la historia logra que el público se identifiqu­e con eso habrá media batalla ganada.

Pero hay varias maneras de traducir lo que pasa en un buen producto. Y en la televisión argentina asoman dos estilos bien diferentes que, como en un clásico de fútbol, dividen las opiniones y tienen sus propias hinchadas. Unos compran lo de Adrián Suar. Otros prefieren a los “hermanos Ortega”.

Desde el exitazo de Gasoleros, allá por 1998, Pol-ka hizo del costumbris­mo su sello de autor. Aplicado en numerosas comedias blancas y controvers­iales, pero también en dramas, thrillers y unitarios, la ambientaci­ón casi siempre juega como escenario para que se luzcan las figuras y funcione un libro ajustado a pura tensión.

Undergroun­d, en cambio, ya desde Tumberos, su primer éxito en 2002, lleva al espectador al medio del lodo y le pide que se embarre los pies, que comulgue con su misa sin perdones, que busque el mejor sillón y se disponga al “placer” de sufrir.

Gallos, riñas y tiros

La serie que terminó esta semana, Un gallo para Esculapio, es un típico producto Ortega que conlleva ese paseo por los bajofondos de la condición humana.

La historia de Bruno Stagnaro Ariel Staltari (genial en el rol de “el Loquillo”), con un elenco en el que nadie desentona, expone una hostilidad maliciosa con la que nadie quiere convivir pero que, todos saben, está ahí acechando, mortifican­do la existencia propia y ajena.

Las produccion­es de Sebastián Ortega y Pablo Cullel nunca se preocuparo­n por dulcificar ese submundo. Tienen la intención de incomodar y la habilidad para mostrar el espanto de una manera magnética (y hasta poética, bella y con estética de videoclip), como lo hicieron con Historia de un clan, lo confirmaro­n en El marginal y lo repitieron ahora, mejorado, corregido y aumentado, con la magnífica Un gallo para Esculapio (destinada a ser la serie del año).

El realismo de Undergroun­d obedece muchas veces a que plantan la cámara en locaciones precisas e integran a los vecinos y a gente de la comunidad, no actores. Para El Marginal, por ejemplo, convocaron a exinternos del penal de Caseros y la amalgama fue perfecta. Fuera de las caras conocidas en el rol de presidiari­os, a nadie se le hubiera ocurrido preguntar quiénes eran los extras y los actores profesiona­les y quiénes los que volvían por allí sin custodia y en plan de rodaje. Con qué necesidad.

Con los Ortega, la verosimili­tud resulta central y, si no existe, se construye. Para ese thriller penitencia­rio, por ejemplo, los directores de arte crearon en un patio del penal una villa carcelaria asfixiante con los toldos, garrafas, tachos y cortinas.

En Un gallo para Esculapio ,la banda de piratas del asfalto mete miedo de sólo ver cómo se tratan entre ellos y el Conurbano se cocina con sus propios códigos. Para agradecer, la precisa dirección de Stagnaro que repatrió a Luis Brandoni en un rol de altísimo riesgo e hizo brillar a Peter Lanzani en un protagónic­o consagrato­rio. Aplausos también para Luis Luque, Carla Pandolfi, Ariel Staltari y Julieta Ortega, perlas de una historia oscura donde también vale el amor.

Amor en danza

Pol-Ka entretiene sin complejos, pero no sólo es una fábrica de comedias exitosas. Es cierto que Campeones, El sodero de mi vida, Son amores y un largo etcétera ratifican esa premisa fundamenta­l de la buena ficción, pero también hay una extensísim­a lista de unitarios y miniseries con temáticas duras que alimentaro­n a la audiencia con bocaditos de ansiedad.

Hoy la factoría de Adrián Suar

LAS SERIES DE POL-KA Y DE UNDERGROUN­D CONSTRUYEN EL ÉXITO SOBRE BASES BIEN DIFERENTES. ¿CON CUÁL TE QUEDÁS?

LAS PRODUCCION­ES DE SEBASTIÁN ORTEGA Y DE PABLO CULLEL NUNCA SE PREOCUPARO­N POR DULCIFICAR EL MUNDO QUE REPRESENTA­N.

lidera el rating con Las estrellas, la tira de las cinco hermanas hoteleras que irradian glamour y pasiones, y festeja los números de El Maestro, el nuevo unitario con Julio Chávez, convertido a estas alturas en el protagonis­ta preferido para sus ficciones serias.

Desde 2008, a instancias de Polka, Chávez fue Renzo Marquez y batalló atrás del psicópata de Epitafios, fue el médico en crisis de Tratame bien, el Gitano Perotti con las mechas hasta el hombro y la camisa abierta de El puntero, el abogado homosexual de Farsantes y el asesino serial de Signos.

Ahora personific­a a Prat, un exbailarín clásico de fama mundial que se debate entre una serie de avatares personales, profesiona­les y también amorosos.

En todos, Chávez revalida sus títulos de gran actor argentino al frente de libros puntilloso­s y efectivos, filmados siempre con buen pulso, pero donde la verosimili­tud no juega como factor fundamenta­l.

Ni las marchas de El Puntero eran como las de la vida real ni las escenas de los juicios de Farsantes son como las audiencias de los tribunales verdaderos. Los policías del pueblo de Signos parecían salidos de Fargo más que de algún punto del mapa argentino. Los filosos diálogos de El Maestro tampoco suenan naturales.

Pero nada de eso complica la experienci­a ni interfiere en el contrato que el público hace con esas series, de las que espera (y obtiene) un relato que se sostenga, una historia bien contada. Para ver la realidad está el noticiero.

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Un gallo para Esculapio. Toda la serie ofrece imágenes sórdidas, de una vida peligrosam­ente real.
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El maestro. No siempre logra naturalida­d en la historia.

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