Dos miradas sobre “Stranger Things”.
La mitología de que las segundas partes nunca son buenas ya fue refutada hace mucho tiempo. Basta mencionar
El padrino 2 o Volver al futuro 2 para silenciar cualquier objeción. Pero, en el caso de Stranger
Things, lo cierto es que ningún fan se hubiera conformado sólo con la primera temporada. Más allá de las cuestiones pendientes sobre cada uno de los protagonistas, había en la historia y en los personajes un impulso vital que justificaba su continuación, que por otro lado ya estaba en los cálculos de Netflix. Si bien se hizo esperar, la continuación llegó y colmó las expectativas de gran parte de los espectadores, sin traicionar las premisas que hicieron de la primera parte un éxito internacional.
La genialidad de esta nueva temporada –que sí debería ser la última, si los dioses de la ficción fueran más poderosos que los de las finanzas– consiste en el extraño equilibrio que consigue entre el incremento de la acción (más espectacular y más concesiva esta vez) y la creciente complejidad de los personajes.
Lo que había sido una aventura infantil colectiva se transforma en varios dramas individuales paralelos que van a converger en un final operístico. Esa posibilidad de internarnos más en las vida de cada uno genera varios momentos gloriosos, entre los que se destacan la desopilante aventura de Dustin con un extraño embrión de monstruo o el súbito cambio de personalidad de Steve (el novio de Nancy) que de matón de colegio secundario se convierte en un chico atento y sensible, consciente de sus limitaciones y de que los otros también existen.
Stranger Things 2 no es una simple secuela, es una parte viva de un organismo ficcional que compendia los sueños y las pesadillas de la cultura popular.