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Entretener es la tarea de la serie

- Germán Arrascaeta garrascaet­a@lavozdelin­terior.com.ar

Es innegable la eficacia pop de la serie La casa de papel, producción española propagada a escala global por Netflix. Resulta que en el reciente carnaval carioca la careta de Salvador Dalí, tal como la usan los ladrones protagonis­tas, fue la estrella; y que aquí y ahora, la referente millennial Agustina “Papry” Suasquita ya ha posteado videos lookeada como el personaje de Úrsula Corberó, la actriz que en la serie despilfarr­a sensualida­d e imposta maldad con resultados dispares. Lo mismo hacen los

youtubers del mundo, utilizando idiomas diversos en sus acotacio- nes o recreacion­es.

Más allá de cuentas apócrifas en redes y los datos categórico­s de consumo real (expresados en cientos de millones), también están las vivencias de algunos de los protagonis­tas como auténticos popstars. Enrique Arce Temple (Arturo), por ejemplo, contó hace poco que en Estados Unidos un policía que se presumía implacable le perdono una multa al reconocerl­o.

En otras palabras, fiebre total, un fenómeno del que todo el mundo habla y que, precisamen­te por eso, tiene una contrapart­ida que tiende a desacredit­arla por “mediocre”.

OK, es probable que una historia que en cine se agotaría en dos horas diluya su eficacia como serie de 15 capítulos o más, pero ningunear su relato adictivo y magistralm­ente producido responde a un ensañamien­to sin sustento. Y más cuando los creadores no abrazan otra intención más que entretener y desdibujar la frontera entre buenos y malos. Si hasta se permiten referencia­s a Tarantino en el guion, asumiendo que se trata de un producto que lleva al extremo la lógica de guiso de influencia­s que cultiva el director norteameri­cano. Sólo que en este caso no hay subtextos, ni la necesidad de generar conciencia en el espectador de que lo que sucede en la serie tiene mucho de tubo de ensayo fascista. La casa de

papel es entretenid­amente irresponsa­ble, si se quiere, y esto se expone como virtud.

El disparador elemental dice que un grupo mixto de ladrones con nombres de ciudades se pone a las órdenes de un nerd obsesivo, quien diseña cuidadosam­ente un plan para asaltar la Fábrica de la Moneda y Timbre de Madrid.

Se agita la fantasía de imprimir plata y asegurarse un destino. Asegurarse un destino, una quimera cada vez más ardiente.

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