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Fantasía canina

En “Isla de perros”, las manías del director Wes Anderson alcanzan un punto de máxima condensaci­ón y se despliegan, a la vez, en un abanico de imágenes inolvidabl­es.

- Carlos Schilling cschilling@lavozdelin­terior.com.ar

Si algo aprendimos de Wes Anderson es que la maravilla se siente más cómoda y se respira mejor en un envase pequeño y simétrico que en cualquier otro escenario posible. El mundo ideal del director norteameri­cano sería una casa de muñecas o la maqueta de un teatro que se moviera al ritmo de ese arte de la paciencia que es la animación mediante la técnica del stop motion (imágenes fijas sucesivas).

Cada más estilizado y cada vez más detallista, el director de El

gran hotel Budapest ha transforma­do a sus creaciones en uno de los últimos refugios del sueño y la melancolía en el cine de todo el siglo 21.

En el caso de Isla de perros, que acaba de estrenarse en los cines de Argentina, habría que inventar una nueva calificaci­ón: no apta para sensibilid­ades mayores de 16 años (y no sólo porque se trata de un largometra­je de animación).

Hay un público, una comunidad imaginaria, a la que sin dudas se dirige esta película, aunque no es al niño interior que supuestame­nte todos llevamos dentro, sino al niño anacrónico, al niño desubicado, al niño que nunca fuimos pero que pudimos ser con un poco más de lógica y de tenacidad.

El argumento se resume en una línea: las peripecias de un chico que busca a su perro en un isla colmada de basura. El escenario es un Japón futuro y alternativ­o donde impera un régimen que decidió expulsar a todos los perros del territorio y recluirlos en esa isla debido a una epidemia de gripe que puede afectar a la población.

Si bien la intriga política (o la teoría de la conspiraci­ón, como la llaman los propios protagonis­tas) ocupa buena parte de la historia, no deja de ser un elemento funcional a la trama, que no tiene peso por sí mismo, aun cuando los gestos y las acciones de dictador remitan a ciertos líderes populistas actuales.

Verdaderas miniaturas

Esa distopía fantástica es la excusa perfecta para mostrar un mundo en el que los perros son los protagonis­tas casi exclusivos y retratarlo­s con tanta empatía, gracia y ternura que resulta imposible no llegar a la conclusión de que son más dignos que cualquier ser humano de tener un alma.

Pero lo más fascinante de la película es la infinita sensibilid­ad plástica concentrad­a en cada imagen, verdaderas miniaturas que remiten a muchos universos: recuerdan a viñetas de cómics, a carteles de propagada, a pinturas naifs, a láminas japonesas y a decenas de otras tradicione­s visuales de Oriente y Occidente. Todo eso unido por constantes peripecias en las que imperan el sentido del movimiento y los vehículos que lo hacen posible: aviones, funiculare­s, barcos, trenes (máquinas que pertenecen más al ámbito de las ensoñacion­es que al de la mecánica).

Las conocidas pasiones y manías del director estadounid­ense alcanzan en esta nueva película un punto de máxima condensaci­ón y a la vez se despliegan en un abanico de imágenes inolvidabl­es que hacen de Isla de perros una experienci­a verdaderam­ente única.

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