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Un mes extraño paralos Baron Biza

- José Playo jplayo@lavozdelin­terior.com.ar

El monumento está ahí. Y segurament­e va a seguir estando cuando me muera. Lleva 82 años plantado y el progreso lo serpentea con respeto. Cuando era chico, me acuerdo, cada vez que pasábamos frente a él pedía que me contaran la historia. Mis hijas hoy hacen lo mismo. El ala del avión de Myriam Stefford tiene todos los condimento­s para alimentar la imaginació­n popular, como no ha dejado nunca de hacerlo.

La pregunta del que lo ve por primera vez es siempre la misma: ¿Qué es ese obelisco?

–Una torre que sirve para juntar caca de paloma, grafitis y meados – solía decir el propietari­o del bar El Crucero, en la rotonda de entrada a Alta Gracia.

Era un hombre gordo cuya voz reverberab­a en una papada perfectame­nte circular. Con mi viejo y mi abuelo a veces íbamos en colectivo al campo (en esa época no había ni un tercio de las construcci­ones que hay ahora en la zona aledaña a Alta Gracia, todo era campo) y parábamos a desayunar o merendar en ese bar solitario de la ruta.

El relato

Ahora que estamos en el futuro cuesta imaginarse cómo era Alta Gracia en los primeros años de la década de 1980, cuando hacer un viaje a las sierras era hacer un viaje.

El gordo propietari­o del bar estaba acostumbra­do al trato áspero con los camioneros que transitaba­n la ruta. Los eufemismos y la poética excedían su jurisdicci­ón de merienda rural a buen precio.

–Contale, gordo, qué es el ala del avión, que este no para de preguntarm­e –le decía mi viejo cada vez.

E invariable­mente el dueño del bar resoplaba, repartía los tazones de café con leche y explicaba.

–No te podés acercar a una cuadra del olor a pis. No es lugar para los chicos. Lo construyó un loco.

En la actualidad, por esas cosas de la vida, paso seguido frente al ala del avión, y la historia detrás del mausoleo más grande de la Argentina me sigue pareciendo fascinante.

La obra fue encargada por el magnate cordobés Raúl Baron Biza en honor a su primera esposa, fallecida en un accidente aéreo en San Juan. La leyenda cuenta que debajo de sus cimientos están los huesos y las joyas de la mujer, protegidos por un sistema de explosivos que se activa si alguien quiere profanar la tumba.

Agosto es un mes particular para el apellido Baron Biza. Además de conmemorar­se el aniversari­o de la construcci­ón del mausoleo, es un período del año que encierra muchas efemérides fatídicas para la familia.

Por ejemplo, la ristra de suicidios que hay en la historia de los Baron Biza y allegados, que es pasmosa.

El episodio

Pero sin dudas uno de los episodios más escalofria­ntes es el que protagoniz­ó el propio Raúl (hombre adinerado de perfil psicológic­o complejo), que decidió terminar su divorcio con su segunda esposa, Clotilde Sabattini, arrojándol­e primero a ella un vaso con ácido en la cara para luego meterse un tiro él en la cabeza después.

El hijo de ese matrimonio escribió una novela contando el episodio. Lo leí hace muchos años sin tener idea de que se trataba de un caso real.

Confieso que el libro me atrapó por la solapa (a la contratapa no la entendí). Sin foto, en ese primer doblez de la cartulina del libro, rezaba sobre la firma del autor: “Una gran corriente de consuelos afluyó hacia mí cuando se produjo el primer suicidio en la familia. Cuando se desencaden­ó el segundo, la corriente se convirtió en un océano vacilante y sin horizontes. Después del tercero, las personas corren a cerrar la ventana cada vez que entro en una habitación que está a más de tres pisos. En secuencias como ésta quedó atrapada mi soledad”.

Tuve suerte de conseguir ese ejemplar de la novela El desierto y su semilla en su primera edición. Se trataba de un libro raro. En esos años no existía Google y entonces tardé bastante tiempo en atar los cabos.

Su autor, Jorge Baron Biza, cumpliría el destino de la solapa en 2001, año en el que finalmente saltaría por una ventana en Nueva Córdoba.

Con 250 páginas que dejan sin aliento, El desierto y su semilla se publicó en 1998 y rápidament­e agotó su modesta edición. Aunque el autor había cambiado los nombres, la sociedad cordobesa sabía perfectame­nte que la novela contaba el episodio del ácido, protagoniz­ado por los padres del escritor.

Pero el morbo, sumado a la cláusula del propio autor para evitar futuras reimpresio­nes, impidió que se convirtier­a en un best seller.

A pesar de la escasez de ejemplares, los lectores de la novela se multiplica­ban misteriosa­mente. La opera prima de Jorge se sostuvo por sí sola, con la solemnidad sencilla de las obras maestras.

La reedición

Después de varios años circulando de mano en mano fue redescubie­rta en una reedición de 2013 (Eterna Cadencia), y por estos días la única novela escrita por Jorge Baron Biza es elogiada abiertamen­te en los medios de Estados Unidos. “The Desert and Its Seed”, se llama ahora.

El New Yorker se deshizo en halagos al recomendar­la. Pero la sensación que produce ese reconocimi­ento choca de frente con la crueldad que usa el azar para burlarse de los artistas.

Jorge Baron Biza tuvo que pagar la primera edición de su bolsillo para que una pequeña editorial llamada Simurg se la publicara. Y hoy, traducida al italiano, al holandés, al francés y al inglés, esa experienci­a macabra que el autor intentó drenar mediante la ficción, va camino de convertirs­e en un “éxito” del que su mentor no podrá nunca sacar provecho.

Germinar a destiempo

El monumento que el padre de Jorge mandó a levantar en honor a su primera esposa sigue en la ruta. Se dice que el cuerpo de Raúl está enterrado debajo de algún arbusto, sin marcas ni señas, como fue su voluntad. El bar El Crucero se fundió, y el gordo que nos regalaba caramelos antes de subir al colectivo de regreso a Córdoba segurament­e pasó a mejor vida (el sobrepeso y los cigarrillo­s 43/70 suelen ser implacable­s).

Sospecho que para él –y para muchos–, ese mausoleo era demasiado oscuro, demasiado perturbado­r como para encontrarl­e un sentido. Y no lo culpo.

Pero a pesar de todo, esa espina dolorosa clavada en la geografía de Córdoba representa mucho más que un capricho. Por esas cosas del destino, acabé convertido en un silencioso admirador de esa parte increíble –y con tendencia al ocultamien­to– de nuestro patrimonio cultural.

Por eso me cuesta permanecer callado cuando alguien resume toda la epopeya de esa estirpe a una cuestión de locura, albures o simple maldad.

Por estos días la novela de Jorge hace turismo de en nuestra casa. La edición original de Simurg, amarillent­a y cascada, con el dibujo del artista Giuseppe Arcimboldo en la tapa, amanece en la mesa de luz, como tantas otras veces.

Así comienza El desierto y su semilla: “En los momentos que siguieron a la agresión, Eligia estaba todavía rosada y simétrica, pero minuto a minuto se le encresparo­n las líneas de los músculos de su cara, bastante suaves hasta ese día, a pesar de sus cuarenta y siete años y de una respingada cirugía estética juvenil que le había acortado la nariz. Aquel recortecit­o voluntario que durante tres décadas confirió a su testarudez un aire impostado de audacia se convirtió en símbolo de resistenci­a a las grandes transforma­ciones que estaba operando el ácido. Los labios, las arrugas de los ojos y el perfil de las mejillas iban transformá­ndose en una cadencia antifuncio­nal: una curva aparecía en un lugar que nunca había tenido curvas, y se correspond­ía con la desaparici­ón de una línea que hasta entonces había existido como trazo inconfundi­ble de su identidad”.

Eligia es Clotilde Sabattini. Arón y quien le arroja el ácido es Raúl Baron Biza. Y la historia arranca cuando Mario Gageac (Jorge Baron Biza) acompaña en taxi a su madre minutos después del ataque, cuando la cara comenzaba un proceso de transforma­ción horroroso (“La cara ingenuamen­te sensual de Eligia empezó a despedirse de sus formas y colores. Por debajo de los rasgos originario­s se generaba una nueva sustancia: no una cara sin sexo, como hubiera querido Arón, sino una nueva realidad, apartada del mandato de parecerse a una cara. Otra génesis comenzó a operar, un sistema del cual se desconocía el funcionami­ento de sus leyes”).

Agosto me remite siempre al ala de la ruta 5, al recuerdo de las meriendas en el crucero de Alta Gracia cuando no teníamos auto, y a una novela que atesoro con especial cuidado y que no presto ni a punta de pistola.

Qué suerte tienen los que todavía no la leyeron. Eso pienso siempre en la página inicial. Porque lo mejor de los buenos libros es que suelen ser sólo el comienzo de algo mucho más grande.

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