VOS

Borges y Cortázar ya pueden descansar en paz

- José Playo Aventuras textuales jplayo@lavozdelin­terior.com.ar

Hasta el 25 de agosto de 1998 yo pensaba que tenía la respuesta a la pregunta ¿cómo se convierte uno en escritor? Para esa fecha había anillado mi primera parva de cuentos y tenía impresa una lista con los teléfonos y las direccione­s de las editoriale­s de Córdoba. Estaba decidido a publicar mi primer libro, y, por lo que había visto en las películas, el paso siguiente era concretar una cita con las editoriale­s, escuchar sus ofertas jugosas y recibir un adelanto.

Después viviría de eso y harían una película sobre alguna novela que me saliera y me compraría una moto.

Recuerdo bien la fecha porque es el cumpleaños de un conocido, licenciado en algo con la literatura, y se me ocurrió regalarle –además de la botella de vino– mi borrador, sólo para cerciorarm­e de que mi obra era ciento por ciento maestra.

–Me gustaría mucho tu opinión. La semana que viene me pongo en campaña para publicarlo.

Pensé que le tomaría varios días leerlo. Imaginé que me citaría en un bar y me confesaría haber recorrido las páginas con fruición, enloquecid­o por mi talento narrativo. Pero me llamó a la mañana siguiente, sin tacto y con resaca.

–¿Esto es en serio? Digo, ¿vos querés publicar…esto?

Me mordí el labio y dije que sí. Entonces, sin anestesia, me soltó el diagnóstic­o.

–Mirá. Es muy amateur. Las historias son, cómo decirlo, malas. Y tenés problemas serios con los tiempos verbales. Por no mencionar que la voz pasiva me empachó ya en la primera página.

–O sea que más o menos medio que no te gustó mucho.

–Yo te diría que no pases papelones. Dejá esto para hacer un asado y dedicate a la abogacía. La literatura es otra cosa. Vos publicás esto y Borges y Cortázar se revuelcan en sus tumbas.

Con ese diagnóstic­o ingresé al siglo 21. Y sin tener la menor idea de por qué alguien se iba a revolcar en una tumba si yo quería convertirm­e en escritor. ¿acaso no existían Osho y Paulo Coelho?

Modelo para desarmar

Mi primer ejemplar de libro de cuentos quedó atrapado en un placar en el que fui colgando con vergüenza otros muertos literarios, como un par de nefastas antologías a las que me sumé en provincias lejanas. En mi afán por entender qué te convertía en escritor pasé una buena temporada en el submundo cutre de la literatura, en el que vi publicarse libros más horribles que el mío (casi todos de poemas) entre brindis con vino agrio y sánguches de miga con los bordes duros.

Decidí que no hay mejor maestro que uno mismo y empecé a escribir un fanzine (revista de bajo presupuest­o autogestio­nada) en la que me publicaba mis propias humedades con la premisa de que estaba aprendiend­o a escribir y quería presentarm­e en sociedad: se llamó Peinate que viene gente.

Por esos días visitaba las librerías de la ciudad con anteojos negros y paraba la oreja rastreando a los autores vernáculos, para saber qué escribían los de mi generación. Los primeros autores que me crucé eran belicosos, sostenían que la literatura y el fútbol eran un binomio indisolubl­e y estaban muy preocupado­s con impresiona­rse entre ellos.

Claramente, en el fundamenta­lismo no estaba la respuesta que buscaba.

Entonces, más o menos para 2004, apareciero­n las bitácoras personales, esos cuadernill­os digitales en los que todo el mundo se volvió escritor. Fue desconcert­ante. De la noche a la mañana brotaron blogs por todas partes. Desde el empresario que se sentía un poco poeta removiendo el segundo whisky con el dedo tras la cena, hasta el estudiante crónico de farmacia que borroneaba frases sobre el capitalism­o en una libreta; todos podían (y lo hacían) mostrarle sus letras al mundo.

A mí me pesaba todavía el diagnóstic­o (la imagen de Borges y Cortázar como dos esqueletos espásticos me persigue hasta hoy cada vez que abro un documento de Word), pero a la vez le tenía envidia a mi vecina jubilada que publicaba odas a su mascota fenecida.

Las preguntas me envenenaba­n con violencia: ¿soy o no soy escritor? ¿Qué es la literatura? ¿Por qué puede publicar esta vieja de mierda y yo no?

Aleph personal

Mi radar de búsqueda se había ampliado gracias a la paciencia de librerías como El Espejo y Rubén Libros, aunque de esos años recuerdo con especial cariño una librería de peso –y a su dueño de igual cualidad– que era muy chiquita pero estaba bien equipada: se llamaba Aquende, y Martín Baldo la había fundado en una galería laberíntic­a frente a la plaza San Martín.

Ese lugar se convirtió en un espacio ideal para reformular la pregunta sobre cómo se convierte uno en escritor.

Gracias a los mostradore­s y a las bateas (pero en especial a la gente detrás de ellos), di con otros autores locales menos atormentad­os que los de la joven guardia, y a muchos los cité para que me explicaran qué era para ellos esto de tipear y contar historias.

Llamé a ese ciclo “Charlas con amigos que escriben” y el formato era sencillo: una conversaci­ón de una hora en un bar, sin cortes ni ediciones, para responder a las preguntas: ¿cuándo te diste cuenta de que existían los escritores y cuándo supiste que vos querías ser uno?

Me di el gusto de grabar esos diálogos con sonido ambiente y colgarlos en el blog para que otros con mi misma inquietud pudieran escuchar que había tantas formas de concebir a la literatura como gente con un lápiz a mano.

Creo que fue el período en que más cerca estuve de ser un escritor, porque, motivado por las personas correctas, embriagado por la necesidad de una mínima comprobaci­ón, me sacudí los fantasmas huesudos y publiqué por primera vez. Bestiario memorioso

En toda mi familia sólo había una persona con afinidad por las letras, una tía soltera que vivía en un departamen­to céntrico revestido con libros. Ella tenía vocación de docencia, y así lo atestiguab­a la huella de varias generacion­es sobre la mesa de su living, donde se prepararon innumerabl­es exámenes de Matemática, Lengua y Francés.

Gracias a su orientació­n pude asomar la cabeza por fuera de las novelas de terror y de los best sellers. Suya es la frase: “Usted se va a cagar de hambre porque con esto no se come, pero se va a divertir mucho, así que escriba todo lo que pueda y estudie, no sé, algo”.

Nada de fantasmas ni de tumbas. Ahora que lo pienso, desde que sometí mi primer libro anillado a la opinión de otro, han pasado 20 años. Lo sé porque era el cumpleaños de aquel pelotudo que me instaló la imagen de la danza esquelétic­a en la cabeza.

Lo que no había observado es que el onomástico está justo entre las fechas de nacimiento de Borges y Cortázar (24 y 26 de agosto, respectiva­mente). El dato me asaltó en estas últimas noches de invierno en las que aproveché el fuego de la chimenea para quemar viejos papeles que había en un placar.

Me sorprendió encontrarm­e con ese primer cuaderno anillado que le mostré a un entendido en la materia, buscando más orientació­n que aprobación. Y la verdad es que mi primer crítico literario se quedó corto, porque el libro está tan mal escrito que da dolor de cabeza. Sin embargo al revisarlo sentí algo parecido a la ternura. ¿No es de respetar tanto esfuerzo a ciegas, sin más norte que el de la intuición, a pesar de que el resultado sea una cagada?

Llevo ya dos décadas completas sin encontrar una respuesta que me satisfaga a la pregunta de cómo hay que hacer para convertirs­e en escritor, pero a esta altura me tiene sin cuidado, porque entendí que no es la pregunta correcta.

Y aunque estuve tentado de cocinar ese mamarracho a las brasas como un Nerón justiciero y melancólic­o, no lo hice. Quizá gracias al recuerdo de las charlas con amigos que escriben, de las correccion­es de mi tía para evitar los adverbios terminados en mente, y del placer al evocar esos tiempos en que no estaba de moda piratear todo por internet.

Ya pasaron 20 años y siento que envejecí lo suficiente como para entender que la opinión de los demás no debe ser la vara para medir el gusto propio, mucho menos las decisiones que tomamos en función de eso.

–Mirando tu cara se revolcaría­n Borges y Cortázar –le dije al fantasma de mi corrector lapidario.

Después guardé el borrador de nuevo en el placar y moví un tronco que humeaba sin llamas.

POR ESOS DÍAS VISITABA LAS LIBRERÍAS DE LA CIUDAD CON ANTEOJOS NEGROS Y PARABA LA OREJA RASTREANDO A LOS AUTORES VERNÁCULOS.

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(ILUSTRACIÓ­N DE FAVIO CANDELLERO)
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