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Educación sexual indagatori­a

- José Playo Aventuras textuales jplayo@lavozdelin­terior.com.ar

Las preguntas más difíciles de contestar siempre te toman por sorpresa. Estamos haciendo tiempo frente a la maestra particular de idiomas y mi hija me dice que unos compañerit­os se pusieron a hablar de sexo en el recreo.

–Pero no entendí, pa, porque decían algo del “sexo anual”. ¿Qué es el “sexo anual”?

Criar hijos es como caminar sobre un campo minado en la oscuridad. No hay mapa, no hay un sendero evidente, los padres vamos a tientas y cada paso puede desencaden­ar un estallido que deja la psiquis haciendo chinelita en el aire.

–Cuando salgas de la seño hablamos y te explico, ¿querés? – propongo para ganar tiempo.

–Dale –me dice y tocamos el timbre.

Me da mucho miedo que una repuesta descuidada, pacata o esquiva se traduzca de acá unos años en largas sesiones de terapia para superar la pelotudez mía como padre. Pero igual me encanta la pregunta, el desafío que representa, pero sobre todo que haya un canal de comunicaci­ón entre nosotros por el que puedan circular estas dudas. Me consta que no es lo más frecuente.

Ejercicio agotador

Ante estos casos suelo imaginarme a mí mismo en su lugar, intento hacerme una idea de cómo miraba yo el mundo a su edad, las herramient­as que tenía a mano para desanudar los misterios. Y fundamenta­lmente, qué hubiera necesitado yo que me respondier­an sobre ciertos temas.

Es un ejercicio agotador, porque no siempre tenemos tiempo y demanda mucho esfuerzo, pero cuando alguien de tan corta edad se anima a saltar el alambrado de la duda y pisar el pasto anochecido del desconocim­iento buscando lumbre, ¿cómo no vas a correspond­er semejante arrojo?

Todos los humanos somos básicament­e iguales: buscamos estar bien, evitamos el dolor y sumamos experienci­a hasta que nos morimos. Eso no va a cambiar jamás, viene en el código genético.

Entonces yo, que estoy bastante lejos de cantar verdades y ya no tengo percha para tirármelas de progresist­a, apelo al más común de los sentidos para estar a la altura de las circunstan­cias.

Me correspond­e como padre hacerme cargo y empatizar con su desconocim­iento, arrimarle unas brasas para que en la cabecita no se le vuelva hielo una idea equivocada de cómo son las cosas.

No quiero que sobre una cuestión delicada como la sexualidad (tan constructi­va, tan íntima, tan definitori­a de nuestra identidad) haya ningún margen de duda: y a esa tarea prefiero compartirl­a con el colegio antes que con el estribillo de un cantante centroamer­icano de reggaetón que trata a las mujeres como sacos de harina.

Campañas del miedo

En el colegio tienen clases de educación sexual y lo celebro, pero la duda no viene de ahí –me entero más tarde– sino de los videos que un muchachito graba en YouTube y que los compañerit­os ven y se comparten por teléfono.

Sé que si me tomo unos segundos para escuchar puedo al menos ser una pared con la que pelotear y no un muro de choque, y entiendo que esa es una de mis tantas obligacion­es en este juego complejo de la paternidad.

Por otra parte, creo que vale la pena hacer ese ejercicio para callar una voz primitiva y aprendida por herencia que dentro de mi cabeza me dice que hay que hacer mierda el teléfono celular contra el piso, dar de baja la conexión a internet y taparle la cabeza a la chica con una sábana apenas surjan estas preguntas.

Pero ¿cómo negar lo que habita sus pensamient­os? ¿No sería eso más infantil que la infantilid­ad que pretendo “resguardar” diciendo que se olvide y no piense en “esas cosas”?

En definitiva –y a esto lo sé en carne propia– las pulsiones humanas no se pueden ecualizar, minimizar, postergar o suprimir simplement­e mirando para otro lado.

Entiendo que poner las palabras “hijos” y “sexo” en la misma frase puede incomodar a muchos, pero es inevitable. ¿Cómo voy a prescindir de las herramient­as que tengo a mano y pretender moldear el mundo a la medida de mi pánico como padre?

La vida por sí sola se encarga de conjugar los términos, nos guste o no. El tema es cómo nos paramos los adultos frente a esa realidad insoslayab­le.

En lo personal, agradezco no estar solo, agradezco poder compartir esta responsabi­lidad con la escuela, por ejemplo, una institució­n con algo más de experienci­a que yo en materia de educar infantes, un espacio en el que pueden plantearse las dudas.

Mi hija acaba de cumplir una década de vida, y si el mundo me resulta un quilombo fenomenal a mí que voy rumbo a los 50, no me quiero imaginar lo que debe ser para ella. Los dos necesitamo­s toda la ayuda posible para no naufragar en este viaje. No es no

Para los de mi generación, el sexo era algo vil que se asomaba debajo de las fajas negras de las revistas en los quioscos cuando llegó la democracia. Un tabú.

Fui muchos años a un colegio religioso en el que nos hacían arrodillar una vez por semana en un confesiona­rio frente a un señor mayor de sotana, para contarle con pelos y señales qué pensamient­os impuros teníamos dentro, y cómo hacíamos para quitarnos ese veneno.

En ese tiempo un compañerit­o intentó sacarme del oscurantis­mo en un recreo. Me dijo que para tener bebés, los varones tenían que hacerle pis a las chicas en el pupo. Y montado en esa teoría transité los primeros años de la década de 1980, pensando que todos mis compañeros y yo éramos hijos de una meada.

Por esos días, también recuerdo una siesta horrible y acartonada en la que mis padres me sentaron en el living y entre rubores y frases incómodas me dijeron, básicament­e, que mi futuro dependía del uso de un preservati­vo.

La charla llegó un poco tarde, cuando yo tenía 14 y ya había dejado la virginidad colgada en un lupanar en calle La Rioja, una de las experienci­as más traumática­s de toda mi vida, pero agradezco el esfuerzo que hicieron porque los conozco y sé cuánto les debe haber costado esa tertulia.

¿Cuántos no habrán tenido –ni tienen hoy– esa misma conversaci­ón incómoda y siempre limitada?

Hoy las dudas de los hijos son las mismas porque el ciclo se repite: nacemos sin saber nada y vamos por la vida en una interminab­le sucesión de lecciones y aprendizaj­es que se repiten hasta el infinito: aprendemos a comer, a socializar, a mirarnos entre las piernas y a salir a ganarnos el mundo.

En la actualidad, la informació­n (torpe, inapropiad­a, sin tamiz) viene desde un montón de lugares, pero fundamenta­lmente de internet, ese monstruo amenazante lleno de sombras con el que nuestros retoños suelen jugar horas y horas sin que nos demos cuenta.

Incluso para las personas mayores con diplomas y conviccion­es, internet puede ser peligroso.

Por estos días existen aplicacion­es para celulares con las que nuestros hijos se conectan con desconocid­os, espacios conformado­s con leyes propias e inentendib­les para quienes estamos fuera de la comunidad, y en esos espacios los niños están solos.

Culpa y cargo

Sólo por poner un ejemplo: en internet no hay filtros, no hay delicadeza y el espanto asoma hasta en las ventanitas de publicidad. El tema es que privarle de acceso a los niños (a menos que seas cuáquero o menonita) no lleva a ningún lado, porque la naturaleza de las personas es dejarse guiar por la curiosidad y no se puede tapar el sol con la mano.

Hoy mi hija descubre el mundo virtual con la misma avidez con la que yo espiaba las tapas negras de las revistas en los quioscos. Y pretendo usar todo lo que esté a mi alcance para orientarla: los hijos merecen algo más que gente de sotana golpeándol­es los dedos en represalia.

Desde que el hombre se paró en dos patas las cosas funcionan más o menos parecido: los padres le dan herramient­as a los chicos para que luego puedan andar solos, ya sea en la selva buscando una presa o en internet instalando el Musically.

Calculo que una parte importante de la paternidad (a esto también lo dicen las religiones) es aceptar que no podemos hacer todo solos, que como padres también tenemos que aprender y que la lección es durísima.

Criar hijos es, de alguna manera, una segunda oportunida­d de criarse a uno mismo.

Mi niña sale cansada y quiere irse a casa. Enciendo el auto y la ayudo con el cinturón. Nos incorporam­os a la avenida y retomo la conversaci­ón.

No tengo idea de cómo será su futuro, si descubrirá que le gustan las personas de su mismo sexo, si descubrirá que –¡Dios no lo permita!– quiere ser periodista, o si decide ponerse de novia y tener hijos sin pasar por una iglesia.

Lo único que sé es que me toca estar a su lado para aprender con ella qué necesita como individuo para aspirar a un poquito así de felicidad.

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(ILUSTRACIÓ­N DE FAVIO CANDELLERO)
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