Tierna por elección
“Christopher Robin: Un reencuentro inolvidable” sorprende con una inteligencia emocional inusual para un producto de marketing retro.
El subgénero de dibujos representados “en la realidad” se inauguró con He-Man en 1987 y explotó en los últimos años. La lista es extenuante: Scooby Doo, Las Tortugas Ninja, Los Pitufos, Garfield, Alvin y sus Ardillas, etcétera.
Por lo general este subgénero cae en el vacío luego de su empirismo fetiche: testimoniar cómo la luz moldea seres antaño conformados por trazos. Cómo eran, cómo los imaginé, cómo los recrearon. Luego las películas deben responder como relatos y allí fracasan porque creyeron que su anzuelo fetiche excedería los cinco minutos empíricos.
Pero ese no es el caso de Christopher Robin: Un reencuentro inolvidable, un filme consciente de que su apuesta no es la digitalización de los personajes. De hecho, la película expulsa de inmediato la curiosidad de la recreación mostrando con vanidosos planos cerrados qué tan bien trasladaron los dibujos a la realidad. Luego empieza a construirse desde otro lugar: la silenciosa amargura que invade a Christopher Robin con el paso de los años. Desatada la crisis de la mediana edad, Winnie Pooh comparece en Londres pidiendo ayuda para encontrar a sus amigos.
Marc Forster también dirigió Descubriendo Nunca Jamás (2004) y aquí toma una decisión de tono similar: jugar con la ambigüedad de lo que es y lo que puede ser en la imaginación del protagonista.
¿Los peluches existen o son el delirio de un hombre agotado? ¿Cobran vida porque uno cree en ellos, como las hadas, y mueren cuando son olvidados? En esta extrañeza la película encuentra la libertad para manejar dimensiones poéticas sin miedo.
Los personajes resultan adorables porque primero se los pensó como elementos metafóricos de una inocencia perdida y luego se estructuró una trama con ellos. Lejos de las aventuras de Winnie Pooh en una gran ciudad, el filme propone el desenredo espiritual de Christopher Robin. La dependencia con el dibujo es nula, más bien una inspiración que deriva en obra autónoma.
Verla con un doblaje al español es la peor decisión que se puede tomar: los juegos de palabras en inglés son constantes y el trabajo fonético de Jim Cummings dándole voz al oso es magistral. Las películas no sólo se ven, se escuchan, y con determinadas frecuencias se activan emociones recónditas. De eso también es consciente Christopher Robin, lo mejor de este subgénero amenazado por el chantaje de la nostalgia.