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Los gatos van a dominar el mundo

- José Playo jplayo@lavozdelin­terior.com.ar

Cae la tarde y las loras se desgañitan para competir con el tango que escupe la radio. Me dispongo a fumar un cigarro después de terminar algunas tareas de jardinería. El cielo fundiendo a negro tiene algo de magia india y no puedo dejar de mirarlo.

Mi hija me llama desde la casa para que ayude a poner la mesa y me pregunta si sé algo de la gata. –¿Ya tuvo, pa?

–No, hija. No tuvo todavía.

La gata apareció el mismo día en que nos mudamos, atraída por la luz, los ruidos y el olor de un guiso que quedó en la mesa de afuera y que se terminó comiendo hasta hacer brillar el plato. Tiene el pelaje como el de un tigre pasado por barro.

Acepté que nos rondara porque gracias a su presencia desapareci­eron los roedores, y mantuvimos –hasta hace unos días– una relación respetuosa y distante.

Pero todo cambió cuando notamos que le había crecido la panza.

–¿Qué corno se supone que vamos a hacer con un bicho todo embarazado? –le dije a mi compañera.

Jamás me han gustado los gatos, pero me empieza a pesar la buena propaganda que tienen en redes sociales: gente que respeto y aprecio se deshace en halagos por estos bichos, publica fotos y videos donde hacen gracias.

Y todo esto a pesar de que tienen unas orejas horribles que si las mirás adentro parece que se les ve el cerebro.

El elegido

Leí por ahí que son los gatos los que eligen a su dueño y no al revés. La explicació­n me suena a mitología egipcia, a cosa de vieja solterona que tira las cartas, pero la respeto.

Y debo reconocer que como digna representa­nte de su raza, esta gata en particular ha tenido algunos gestos bastante loables.

Por empezar, de entrada acató que el interior de la casa le estaba prohibido, y a la fecha alcanza con que la mire y le diga “no” para que se petrifique en su avance, para que se convierta en un animal embalsamad­o en una duda respetuosa antes de cruzar la puerta.

Por eso, cuando apareció toda preñada, me pareció un buen gesto armarle un nido en la misma habitación en la que tengo la computador­a, que está aislada del resto de la casa. Llamémoslo devolución de gentilezas.

Le puse una caja con trapos y diarios, le arrimé el plato con el morfi y le dije en voz alta –como vi que hacen los locos que le hablan a los gatos en los videos de YouTube– que ahí iba a tener el parto.

La idea de tener bebés gatos dando vueltas no me cerraba en absoluto, al contrario de lo que ocurre con mis hijas que, claramente, enloquecie­ron con la noticia.

Desde que Chespirita se apersonó encinta, el tema de su preñez domina todas las conversaci­ones.

–¿Qué vamos a hacer si el bicho tiene, no sé, 15 crías? –le pregunté mil veces a mi compañera, y cada vez me respondió igual, mostrándom­e los datos que figuran en Google cuando buscás de cuánto son las camadas que largan estos animales.

–Con toda la furia, máximo tendrá dos –me mintió siempre sin mirarme, porque sabe que puedo percibir su alegría montaraz aunque disimule mordiendo una tostada.

–Ajá; ¿y en dónde corno se supone que vamos a meter tantos gatos? ¿Y el padre de estos bichos no va a venir también a querer instalarse?

Nadie me contesta con seriedad a estas dudas y yo me revuelco en ellas con impacienci­a.

Me criaron con la idea de que las mascotas transmiten enfermedad­es, que si las tocás y después te rascás un ojo, te quedás ciego. O te salen ampollas en los brazos y cosas así.

Nido vacío

No hubo manera de que se quedara en el nido que le armamos. Probamos de todas las técnicas persuasiva­s y no quiso. Finalmente, una tarde desapareci­ó tras varias horas de comportami­ento errático y maullidos en todos los registros gatunos posibles.

Cuando la volvimos a ver lucía una silueta misteriosa­mente delgada. La gata no tenía más panza.

De buenas a primeras me entró un temor extraño y empecé a pensar en la inteligenc­ia sobrenatur­al de los felinos, en la posibilida­d remota de que el bicho hubiera tomado mi resistenci­a a convertir la casa en una madriguera y que esa señal la empujara a…

–¡Se los comió! –dije con los puños en la cintura–. ¡El bicho de miércoles se los comió a todos!

–Cuando decís “bicho de miércoles”, ¿es un “funancismo”? –preguntó mi hija más pequeña.

–Un “eufemismo”, hija. Sí. Es para no decir “gato de mierda”, que es lo que tengo ganas de decir después de invertir tanto tiempo en esta salvaje.

Pero bastó con que la siguiéramo­s cuando se distrajo para encontrar que había dado a luz bajo un jazmín silvestre que cubre un alambrado.

Ahí en el suelo, entre las hojas y las hormigas, entre la tierra y la mugre, los cinco buñuelos peludos se peleaban por las tetillas rosadas de su madre.

Decidimos respetar la decisión de la Chespi, que alguna razón habrá tenido para ir a parir a los yuyos. De todas maneras me jodía bastante el riesgo que le hacía correr a los recién nacidos, porque por esta zona hay zorros, perros y unos caranchos que levantan un kilo de asado en el pico sin mayor esfuerzo. Y víboras también, creo.

En definitiva, que el universo entero es una trampa mortal para un recién nacido ciego.

¿Dónde estaba el instinto maternal de nuestra mascota? ¿En qué se había convertido ese animal despiadado?

Prohibido tocar

El miedo de los padres está lejos de ser una palpitació­n irregular tras escuchar un ruido en el patio: el miedo de los padres es irracional, tormentoso, asfixiante.

Los hijos tienen la capacidad de convertir los temores cotidianos de los padres en terrorífic­os puntos de soldadura sobre los que terminamos construyen­do estructura­s de temor mucho más grandes que un sobresalto.

Y esas estructura­s a veces crecen y crecen hasta tocar las nubes de la irracional­idad.

Pero este bicho ni se mosqueaba por los riesgos. Estaba ahí, con cinco bebés a cielo abierto, desaprovec­hando el cobijo de la habitación.

Hasta donde podía intuir, Chespi estaba meando afuera del tarro, pero andá a discutirle a un gato.

Por eso decidí soltar, despreocup­arme, dejar que las cosas fluyeran.

Si esos bichitos habían venido al mundo para ser canapé de carancho o bocadito de zorro, ya no era mi problema. Así zanjé por fin mi dilema y sepulté el tema con indiferenc­ia.

Hasta hoy que cayó la tarde, justo cuando el cielo se llenó de nubes densas como algodón sucio, cuando decidí que me bañaría y me iría a la cama temprano, después de tirar a la basura el nido que le habíamos armado.

Todos para uno

Vino desde la más completa oscuridad sin emitir sonido. Traía entre los dientes al primero de los cachorros y lo dejó en el piso donde antes estaba la caja. Después me miró, maulló algo incomprens­ible y se fue dejándome al cuidado de un bichito oscuro que se quejaba sobre las baldosas con voz de alfiler. Tras una demora insufrible apareció con el segundo, pero el grueso de la camada permanecía a la intemperie, abandonada a su suerte.

Leí que algunos animales hacen una especie de selección natural y entonces descartan a las crías que son débiles, que no tienen chances de sobrevivir. Pero ante mi asombro paulatino, con intervalo de una hora, fue mudando uno por uno al nido que originalme­nte le habíamos preparado.

Al último, negro como café de colectivo, lo entró cerca de la medianoche, segundos antes de que cayeran las primeras gotas de un chaparrón que tamborileó sobre el techo hasta la mañana siguiente. Después de mudarlos a todos volvió a maullarme y se fue a estirar las gambas un rato. Me quedé sentado frente a la caja mirando la masa de cuerpos indefensos con caras de topo, colas de rata y patas de axolotl. Un conjunto pardo que latía como un corazón fibrilado. Creo que fue en la primera semana tras su llegada, cuando la gata empezaba a probarse como nuestra mascota, que decidí seguirla en uno de sus paseos por el terreno.

Con una determinac­ión como no he visto ni en los humanos, la vi cavar un pequeño pozo sobre el que se sentó a hacer caca. Luego, para mi asombro, con las patas traseras dio dos certeras paladas y tapó sus desperdici­os. Qué soberbia la mía: subestimar a un bicho con semejante grado de responsabi­lidad sobre sus soretes. Hay que ser chicato.

No sé hasta qué hora me quedé viendo a Chespi panza arriba tras la mudanza. Creo que está feliz por cómo se deja coronar a chuponazos.

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(ILUSTRACIÓ­N DE FAVIO CANDELLERO)
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