Emociones para armar
Con un amplio conjunto de pinturas, dibujos, tintas y cerámicas, una muestra en el museo Caraffa permite tomar dimensión de la obra de Carlos Crespo, una figura clave en el arte de Córdoba.
Un famoso poema de Charles Bukowsky comienza con una ironía sobre las comodidades, sobre los espacios amplios con buena luz que habría que conseguir para poder entregarse a la creación sin contratiempos. Pero al párrafo siguiente el poema se transforma en una declaración de guerra a la búsqueda de confort y a las justificaciones. La interpelación a los artistas es un manifiesto que dice que no hay excusas: vas a crear en estado de locura, sordo, ciego, con la familia o los hijos aplastando tu tiempo, inundado o con la casa quemada, trabajando mil horas en una mina o entre paredes derrumbadas.
Aunque su humor no era exactamente bukowskiano, Carlos Crespo podía reconocerse en algunas demandas de ese texto exagerado. De hecho el poema fue incluido en la cartilla de invitación a una muestra en la que el pintor cordobés se sustraía de su lugar de maestro y se hermanaba con sus “discípulos” Pablo Peisino y Gustavo Piñero, dos artistas mucho más jóvenes con quienes compartía los trabajos y los días. La muestra inauguró el 18 de octubre de 2007. El título, “...aioralcampito…”, se deja leer como un mensaje. Sin lugar para quejosos.
Crespo murió en 2010, a los 70 años. Se podrían recoger numerosos testimonios de artistas que se nutrieron de sus clases en la Universidad, de su delicadeza y su amabilidad, y sobre todo de sus maneras dulces y acogedoras de involucrarse con los otros.
Tenía una sensibilidad inusual en la percepción de las pasiones y los dramas humanos. Con frecuencia se incluía a sí mismo en obras en las que no domina tanto un afán de autorretratrarse como una decisión de encarnar sentimientos o situaciones que podrían ser los de cualquiera. Con filamentos autobiográficos, Crespo tejía una trama que podía hablar de todos.
Esa dimensión se hace evidente en la exposición “Ángel con hacha. Un paisaje salvaje”, que se presenta en el Museo Caraffa. Se pueden ver tintas, tallas en piedra, cerámicas, mosaicos y pinturas que arrancan en 1965, bajo la influencia de Oscar Curtino, a quien Crespo consideraba el puente que lo condujo al arte, hasta 2010, año de su muerte.
La curaduría, que adquiere la forma de un homenaje cuidado hasta el detalle y al mismo tiempo movido por el afecto, fue realizada por Gustavo Piñero (director del Museo Genaro Pérez), quien se formó al amparo de Crespo y luego forjó un vínculo de fuerte amistad con el pintor.
La exposición trabaja mostrando “familias” de obras, montadas en segmentos que saturan grandes porciones de pared o de espacio en sala con esculturas e imágenes que, vistas en conjunto, producen una conmoción. Sacuden la mirada y las emociones en direcciones imprevistas. “Despiertan una mezcla de ternura y rechazo”, como señala Florencia Ferreyra en uno de los textos del catálogo.
Visiones que intranquilizan Más que un versionador local del neoexpresionismo, Crespo se consideraba un artista “ingenuo” y “primitivo”. Las figuras son definidas con trazos gruesos, el color es puro, y las violentas alteraciones de la escala realista contribuyen a definir escenas en las que el mundo que creemos conocer se vuelve irreal y un poco sofocante. Como si estuviéramos en presencia de sueños alterados o visiones que intranquilizan.
Esas imágenes surgían de un ánimo que detectaba una especie de violencia ambiental, subrepticia. A veces son retratos de una soledad insondable. Salvo en una serie alucinante de tintas pequeñas, donde su calidad como pintor es elocuente y se luce en toques exquisitos de color, el contexto es casi siempre agresivo. La selva urbana en la que suelen aparecer sus personajes no es precisamente un lugar hospitalario, está más bien repleto de señales u objetos amenazantes frente a los cuales los cuerpos, pese a su tamaño a veces
desproporcionado, se vuelven frágiles. La ciudad se presenta como fábrica de infelicidad y lugar de derrumbe. Crespo, el pintor de las existencias débiles.
Además de su imagen, hay figuras muy recurrentes. Relojes, herramientas, una vela, una tortuga, un hombre con cabeza de caballo (¿o un caballo con cuerpo de hombre?) que llora grandes lágrimas rojas o sangra a borbotones con el corazón roto. Esa presencia animal parece un desdoblamiento de Crespo. A veces el caballo viste con jogging y alpargatas, como solía verse al artista, siempre
como de entrecasa.
Crespo vivió una vida austera por decisión, en estado de rebeldía permanente contra las pautas consumistas. Le gustaba andar en bicicleta. Cocinaba. Cuando estaba de buen talante movía una energía contagiosa, cuenta Piñero. Hacia el final, atravesó momentos tormentosos y cayó en sucesivas depresiones. La muestra incluye algunos dibujos desgarradores que hizo durante una de sus internaciones.
Muchas de las pinturas de Crespo son escenas de naufragios existenciales que no llegan a ser desastres totales, algo se salva, quizás porque abrigaba alguna certeza relativa al hecho de que el arte logra, en ocasiones, desgarrar los tejidos de la normalidad, del sufrimiento y el dominio aceptados.
Dos videos proyectados en el museo, realizados por Piñero en 1997 y en 2004, permiten atisbar el hacer artístico de Crespo y el modo en que podía transformar la vida en un juego. Se lo ve bailar, se lo escucha cantar. En una escena final, cita a un escritor francés que dice que el arte es lo único que no miente. Crespo mira a cámara y pregunta: “¿No está bueno eso?”.