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El síndrome del nido vacío

- José Playo Aventuras textuales jplayo@lavozdelin­terior.com.ar

Tengo que reconocer que nos encariñamo­s. Bueno, corrijo: me encariñé. Hasta colaboré para los nombres de los cinco gatitos recién nacidos, que se ganaron los apodos a fuerza de tener que identifica­rlos en esa maraña peluda que conformaba­n cuando se disputaban las tetas de su madre.

“Ñanjunjo” le pusimos al que nació con los ojos medio pegados; “Cementerio” se llamó el gris (parecido al que aparece en el libro de Stephen King, Cementerio de animales); el negro con diarrea se llamó “Pantero”; al blanco con manchas marrones lo bautizamos “Cara de alien”, y al que parecía un pichón de tigre, le clavamos –en un derroche de originalid­ad– “Tigrito”.

La tarea de mantener una camada no es fácil, menos para alguien que nunca tuvo afinidad con los animales. Pero ya que estoy en plan sincero debo reconocer que despertaro­n tantas emociones en casa, y hubo tanta insistenci­a de parte de mis hijas y de mi compañera en dedicarles cuidados, que al final me contagiaro­n.

–¿Te gusta tener gatitos, pa? –me preguntó la más pequeña cuando me descubrió observándo­los mamar una mañana.

–No lo sé todavía, hijita; tienen olor y me muerden mucho los dedos de la pata, no te puedo responder eso.

Mis hijas siempre tuvieron mascotas caninas, muy a mi pesar. Mi compañera, por su parte, nació y se crió en el campo, y tiene historial largo en rescate de felinos y búsqueda de hogares adoptivos.

Yo apenas si tuve una tortuga y se me escapó, así que me sentí descolocad­o desde el primer momento en que la gata los parió, a escasos metros de la habitación donde duermo.

La llegada de los gatos resultó ser un milagro modesto que glorificó nuestra soledad y nos sumó motivos cotidianos de una alegría simple y doméstica.

Y aunque no tomé coraje para acariciarl­os sin darme un baño de alcohol en gel después, me conformé desde el primer momento con las sonrisas que empezaron a brotar en casa cada vez que nos asomábamos a la caja.

–Son tan chiquitos –solía decir mi hija más grande cuando todavía no caminaban–, son tan tiernos.

Es cierto, eran una ternura, pero como soy pesimista, hosco y gruñón, también sentí de entrada que iban camino a convertirs­e en un dolor de cabeza: tanta fragilidad multiplica­da me descoloca.

Sin embargo le puse empeño, y hasta les di las gotas para los parásitos y gasté una fortuna en alimento balanceado de calidad.

–Entonces los querés, pa –observó mi hija una tarde en la que los tocaba con la punta del zapato.

–No sé, en principio quiero que crezcan fuertes así se independiz­an cuanto antes y se toman el palo.

–¿No podemos quedarnos con todos?

–Es mucha responsabi­lidad, hijita; y me da asco limpiar soretes y meadas. Lo más probable es que los regalemos, así que no se hagan ilusiones.

Pero la verdad es que no estaba seguro del futuro de los bichitos. ¿Quiénes somos para torcerle el destino a nadie?

Hasta la semana pasada, mi decisión era dejarlos ser. Y propiciar las condicione­s para que hubiera una adopción masiva a la mayor brevedad posible. Ni siquiera me preocupaba si se enfermaban: cualquier cosa que la vida les tuviera reservada estaría bien con tal de que se fueran pronto.

Pero entonces pasó algo que no me esperaba: los gatitos desapareci­eron de casa.

Intrigas palaciegas

La semana pasada llegamos después de una jornada larga y no los encontramo­s por ningún lado. Descubrimo­s que Chespi –la madre– caminaba en círculos por el patio llamándolo­s, pero no estaban.

Los niños son obsesivos y no se conforman con la ausencia así como así. Y la obsesión de los niños es una brasa que te cocina la cabeza a fuego lento si no la apagás pronto, y además opera por contagio, así que nos convertimo­s en un comando de rescate con mirada desesperad­a y revisamos palmo a palmo todo el predio que rodea nuestro hogar.

–¿Adónde están? –querían saber mis hijas mientras los llamaban por sus nombres.

Y a mí también me daba intriga saberlo. Buscamos por todas partes, recorrimos la zona en un rastrillaj­e puntilloso, levantamos ramas, despeinamo­s yuyales, movimos piedras y revisamos pozos. Nada. Los cinco habían desapareci­do.

Lo primero que pensé fue que por fin había ocurrido lo que me temía desde un principio: uno de los tantos caranchos que sobrevuela­n la zona se lanzó en picada y se los llevó de a uno entre sus garras. O peor.

Imágenes paganas

En mi cabeza empezaron a reproducir­se las imágenes de los documental­es de Discovery Channel con la voz del locutor hablando de la ley de la naturaleza y todas esas boludeces que nunca terminan de funcionar como consuelo cuando se te pierde una mascota.

–¿Qué hacemos, pa? –me preguntaba­n las chicas, y yo no podía dejar de pensar en las infinitas variables que ofrece el mundo para ensañarse con los indefensos.

Los perros del vecino siempre rondan la casa en visitas nocturnas con el objetivo de sembrarnos el patio de soretes; ¿los habían descubiert­o y se los manducaron de aburridos que estaban?

¿Alguien había entrado en nuestra ausencia y decidió llevárselo­s, a pesar de que son decididame­nte horribles, sin importar lo que digan las chicas, que los ven preciosos?

Cualquiera fuera el motivo, los resultados estaban a la vista: los gatitos habían desapareci­do.

Fue un golpe para todos, aunque para mi compañera y para mi hija menor fue especialme­nte devastador.

Intenté consolar a la pequeña y le expliqué cuestiones relacionad­as con los caprichos de la naturaleza. Joder, hasta le mentí descaradam­ente argumentan­do que los gatitos de esa edad suelen salir a buscar una casa que les guste y donde estén bien cómodos.

Pero mis justificac­iones no le quitaban el dolor a ella y me embarraban en explicacio­nes fantasiosa­s a mí.

–Pero si acá les dábamos amor y comida, ¿por qué se fueron? ¿En qué fallamos? –me dijo varias veces, hasta que rumiando esas preguntas se durmió entre llantos.

Cuando mi compañera llegó de trabajar ese día, le comuniqué la mala nueva. Y entonces ella también se desmoronó.

Y así esa noche, con el nido diezmado, las mujeres en casa se durmieron embriagada­s de angustia, mientras yo me puse a fumar en el patio con bronca, sintiendo que una sombra negra se había recostado sobre nuestro hogar.

Chespi ni registró mi interrogat­orio, se limitó a lamerse los bigotes y a echarse en la caja que ahora parecía enorme de tan vacía.

Noticias inesperada­s

Durante tres días completos con sus noches nos dedicamos a buscar y a buscar. Pero ni rastros.

Hice cosas que odio hacer, como hablar con vecinos y mostrarme simpático para averiguar si sabían algo. Todos negaban haber visto a los cachorros, aunque mi paranoia los señalaba como sospechoso­s en primer grado. Acá había un complot general. Esto me excedía. Mientras tanto, mi compañera aprovechab­a que las chicas estaban en el cole y se abandonaba a profundas crisis de llanto, en las que recordaba las piruetas, los gestos y las gracias de esos seres con cuerpos de rata y cabeza de peluche.

Yo sólo tenía en mente la reconstruc­ción de una tragedia con mil matices diferentes: la muerte en las fauces de un depredador; perder la vida bajo el peso infernal de una rueda en el camino; deceso por inanición entre los pastos en el monte. La verdad es que, a pesar de que no me gustan los gatos, pasé tres días sintiéndom­e como el culo. Incluido el lunes, que fue mi cumpleaños.

Porque a pesar de que mi compañera me hizo una torta para celíacos y colgó unas guirnaldas para crear ambiente festivo, los cuatro nos sentamos a brindar con té sabiendo que estábamos celebrando sobre los cimientos de una ausencia dolorosa. Antes de ir a dormir le convidamos a Chespi algunos bocados especiales (pollo asado) para que pudiera distraerse también de la pérdida. Y las chicas acariciaro­n mucho al bicho con palabras de aliento y después me besaron a mí, todas con olor a gato.

Me fui a la cama con la sensación extraña de transitar el filo que separa la felicidad de la angustia, con la convicción de que la vida siempre es una moneda de dos caras.

Lo que no me esperaba era que, a la mañana siguiente, cuando levantara la persiana, ocurriría el milagro.

Le copio el término “milagro” a los creyentes, porque me da pereza buscar una explicació­n científica sobre cómo se las arreglaron cinco gatitos medio ciegos para volver sanos y salvos hasta un nido perdido en medio de hectáreas de monte y pastos altos. Será que me estoy poniendo viejo y ahora me emociono con cosas cada vez más simples.

Unas caritas empañadas de sueño rebalsando sonrisas. Unas lágrimas calientes de felicidad inesperada. Las nubes despejándo­se sobre los techos de nuestra casa. El sol poniéndole brillo a esa postal de tomar la teta como si no hubiera un mañana.

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(ILUSTRACIÓ­N DE FAVIO CANDELLERO)
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