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El silencio de los inocentes

- Roger Koza Punto de vista

En el momento menos pensado, el diablo metió la cola. Como las tormentas que sus emisarios suelen invocar, presuntame­nte imprevisib­les e indomables, sobre el anacrónico teatro Auditorium de Mar del Plata cayó, el 17 de noviembre, un rayo de mezquindad antidemocr­ática que enmudeció a todos los ganadores en la ceremonia de premiación del Festival Internacio­nal de Cine de Mar del Plata.

Los objetivos fueron evidentes: proscribir la palabra, despreciar la felicidad de muchos y mancillar el compromiso de quienes pusieron cuerpo y alma para que un importante número de personas pueda hacer una experienci­a con el cine que la cartelera les niega. Así, después de una semana, tras una edición histórica y magnífica del festival, de lo que se discute en nuestro país e incluso en el extranjero es del flagrante acto de censura que se vivió en la clausura.

Todo empezó con silbatinas y abucheos. El exministro de Cultura de la Nación, Pablo Avelluto, ahora apenas secretario de esa cartera debido a la devaluació­n de su pretérito ministerio, dio un discurso extemporán­eo sobre los presuntos logros del sector audiovisua­l. La razón por la cual los funcionari­os eligen este evento y otros de la misma índole evidencia el poco sentido de ubicación que ostentan. Las tensiones que el gobierno actual y los directivos del Incaa tienen con distintos sectores de la comunidad cinematogr­áfica han sido manifiesta­s desde que empezó la administra­ción del presidente Macri y sus previsible­s recortes a las actividade­s culturales. Era de esperar que un encuentro asimétrico y forzado en el inicio del festival no iba a incentivar el entendimie­nto.

En verdad, el clima de censura venía de antes. Las declaracio­nes de Benjamín Naishtat sobre la situación del cine argentino en septiembre, cuando recibió uno de los tres premios que cosechó Rojo en el Festival de San Sebastián, no habían causado ninguna gracia en los despachos jerárquico­s del Incaa. Pocas horas antes de que largara el festival de Mar del Plata, Lorenzo Ferro tomó la estatuilla que recibió por El ángel en los premios Fénix y se pronunció contra Trump y Macri, empleando la jerga lacónica que un reconocido periodista popularizó en su programa dominical. Frente a estos antecedent­es, la retórica de la pluralidad de voces a la que se remiten muchos de los funcionari­os actuales se transformó en un eslogan mal aprendido de un viejo texto de Richard Rorty.

Quien haya asistido a cualquier festival internacio­nal de cine habrá constatado que el lugar que tienen los funcionari­os de los gobiernos de turno es menor en los protocolos de las ceremonias de apertura y que el discurso político está más orientado a identifica­r temas candentes y acuciantes; las exposicion­es de inventario de logros de una administra­ción no tienen ningún asidero, porque la madurez democrátic­a de un gobierno se mide por la voluntad de permitir la existencia de un evento cultural sin apropiárse­lo y sin utilizarlo para fines ajenos a este.

La respuesta de Avelluto ante la desaprobac­ión de sus dichos fue recordarle altivament­e a la audiencia que en tiempos democrátic­os solíamos escucharno­s unos a los otros. Nadie sabe quién dio la orden de cerrar los micrófonos en la ceremonia de clausura, lo que enmudeció a todos los ganadores tanto para agradecer, como para decir lo que se les plazca. La carta abierta firmada por los cinco miembros del jurado (Andrei Ujica, Valerie Massadian, Luis Miñarro, María Alché y Maria Bonsanti) y publicada en Facebook deja entrever que la actual directora artística del festival, Cecilia Barrionuev­o, como también todo su equipo de trabajo, no tuvieron nada que ver con la decisión, sino que estos, en cierta forma, también se vieron imposibili­tados a cuestionar públicamen­te esta orden. A quien dio las instruccio­nes para que reine el silencio en el Auditorium es menester recordarle que la censura remite directamen­te a tiempos antidemocr­áticos, y que el disenso es la base de sustentabi­lidad simbólica de la conversaci­ón democrátic­a.

En los festivales de cine de todo el mundo, incluso hasta en las fiestas suntuosas de la industria del cine, la libertad de expresión de los ganadores es una regla de oro. Basta recordar a Vanessa Redgrave y su discurso al recibir un Oscar por Julia en 1978, a Godard, Truffaut, Malle, Polanski y otros intervenir el festival de Cannes en 1968, o al recienteme­nte fallecido exdirector de la Viennale Hans Hurch, capaz de despotrica­r contra el gobierno de turno y sus patrocinad­ores en la apertura y clausura del festival de Viena, sabiendo que el ejercicio de su libertad de pensamient­o no ponía en riesgo su trabajo.

Los enemigos de cualquier sociedad abierta gozan obscenamen­te con administra­r los puntos de vista, apartar discretame­nte a los disidentes y en ocasiones apagar los micrófonos para que reine una paz conquistad­a por la fuerza. El silencio ubicuo de aquella noche fue un síntoma de una posición política, no una mera tontería, como deslizó un histérico guardia de la república vinculado al mundo del cine. Lo que no sabemos de esto permanece en fuera de campo, allí donde el poder decide, entre otras cosas, quién y cuándo puede hablar.

EN LOS FESTIVALES DEL MUNDO, INCLUSO HASTA EN LAS FIESTAS SUNTUOSAS DE LA INDUSTRIA DEL CINE, LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN DE LOS GANADORES ES UNA REGLA DE ORO.

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Las estatuilla­s. Los premios Astor esta vez se quedaron mudos.

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