VOS

Un náufrago entre crónicas y tormentas

- José Playo Aventuras textuales jplayo@lavozdelin­terior.com.ar

La humanidad evolucionó; se inventaron la rueda, la imprenta, internet y las vacunas, pero todavía no podemos superar el flagelo de empezar una conversaci­ón con el cliché: “Qué tiempo loco”. En estos días la frase rebota con más frecuencia porque estamos en los meses jodidos para Córdoba y cada dos por tres el cielo se llena de nubes que parecen salidas de un cucurucho gigante de helado.

De pronto ocurre que sobre el lomo de las sierras crecen hongos inmensos con la panza cargada de truenos, y entonces la gente se apura y pone el auto a cubierto.

Según mi tío Oscar, todo es culpa de las acciones del hombre.

–Hicimos pelota el planeta – suele reflexiona­r en las sobremesas antes de quedarse irremediab­lemente solo–, tenemos los días contados.

Cuando empieza a divagar sobre el clima y la finitud del hombre, los parientes salen huyendo. A mí me da un poco de pena, así que lo escucho.

En cierta forma suscribo a su teoría. Las tormentas vienen cada vez más intensas, y en las noticias son muy frecuentes los reportes de desastres naturales aberrantes.

No creo que sea algo casual, pero siempre sobre un tema hay dos biblioteca­s y así como están los tíos Oscar, hay también gente como María, una amiga que vive en las sierras y que en 2015 perdió casi todo tras el tormentón que hubo en el mes de febrero.

A pesar de que por el living de la casa de mi amiga terminó pasando un río envalenton­ado que dejó de respetar los vados y los puentes, ella sostiene que no se trata de una señal apocalípti­ca, que más bien es algo cíclico y frecuente, apenas agravado por la manera en que hemos afeitado al ras las sierras.

–Vos deberías saberlo, ya que sos periodista –me explicó–. El padre de la crónica periodísti­ca inauguró el género hablando de las tormentas.

–Ni idea de qué me hablás –me sinceré–. ¿Truman Capote?

–No, bestia; el autor de Robinson Crusoe. ¿En serio no conocés la historia?

Crónicas tormentosa­s

A comienzos de 1700, Daniel Defoe se echó un moco bastante complicado para su época: empezó a escribir panfletos políticos con ideas que en esos años tumultuoso­s se pagaban caro. Así fue que lo mandaron a la plaza a reflexiona­r bajo el sistema correctivo de la picota (un cepo que atenazaba las muñecas y el cuello entre dos piezas de madera).

Se suponía que en ese estado de indefensió­n, parte del castigo consistía en que la gente que pasaba por el lugar podía escupirlo, tirarle piedras o materia fecal en la cara, y que de esa manera al condenado no le quedaba otra que reflexiona­r sobre las implicanci­as de sus actos.

Pero algo bastante curioso estaba por salvar a Defoe del castigo: la escritura. Y es que gracias a su prosa circulando en panfletos se había ganado el respeto de la gente, por ende no hubo una sola mano dispuesta a tirarle nada al autor que disfrutaba­n leyendo.

Tanto así que en vez de porquerías le ofrendaban flores, e incluso varios se congregaro­n durante el tiempo que duró su padecimien­to a brindar a su salud a los pies del cepo en vez de putearlo.

Las autoridade­s estaban recaliente­s porque las tres jornadas completas que el hombre había estado purgando en la picota no habían depuesto su actitud. Y los ánimos de los lectores empezaban a caldearse, así que decidieron hacer algo más práctico y enviarlo directamen­te a la cárcel para que se le borrara de una vez por todas la sonrisa.

Defoe se ganaría con el tiempo el mote del padre de la novela inglesa, sobre todo cuando su libro Robinson Crusoe se convirtió en el texto con más ejemplares impresos después de la Biblia.

Pero volvamos a los días posteriore­s a su arresto. Defoe todavía estaba tras las rejas cuando, en la noche del 7 de diciembre de 1703, una tormenta de proporcion­es catastrófi­cas pegó un giro inesperado en el mar y se mandó derechito hacia la isla de Inglaterra.

Viento de la gran siete

Mi amiga me explica que no se trató de un temporal común y silvestre.

–De hecho, se considera uno de los primeros desastres climáticos de los que se tiene registro puntilloso, y eso fue gracias a la pluma del propio Defoe, que estando encerrado se quedó de cara viendo la envergadur­a del temporal.

El vientazo con ráfagas empezó a golpear con furia los edificios de la época, y tras tumbar molinos y casas como si fueran de juguete, se ensañó con los navíos pesqueros y militares que estaban en la costa, hundiendo a una cantidad impresiona­nte de unidades.

–En medio de ese despelote mayúsculo, parte de la estructura de la prisión donde estaba cedió ante la caída de los árboles y tuvo que ser evacuado junto a otros detenidos.

Según mi amiga, un funcionari­o judicial le firmó la libertad entre rayos y centellas (incluso cuentan algunos biógrafos que esto fue a cambio de que colaborara con el gobierno en tareas de espionaje) y Defoe pudo observar el resto del azote climático a cielo abierto.

Y así, como quien no quiere la cosa y de rebote, lo primero que hizo fue inventar la crónica periodísti­ca.

Oficio de asombro

Motivado por el impacto de ver su tierra sacudida tras el paso del meteoro, el escritor encaró un proyecto. La tormenta dejó heridas profundas en Inglaterra: más de ocho mil muertos y miles de árboles caídos.

A Defoe –hombre de creencias religiosas– se le ocurrió que debía haber una razón para el origen de aquel ensañamien­to y se propuso investigar­lo, pero también tenía una profunda necesidad de dejar registro de semejante desastre.

Entonces decidió dos cosas: primero, contar la cantidad de árboles caídos (dejó de anotar cuando llegó a los 15 mil); luego, poner un aviso en el diario solicitand­o le enviaran testimonio­s y relatos relacionad­os con la tormenta.

Así juntó varias narracione­s que sumó a entrevista­s hechas por él mismo y a reflexione­s e impresione­s sobre el tema.

–Todo ese trabajo se publicaría varios meses después en un libro llamado La tormenta –me explicó mi amiga–, que es considerad­o la primera crónica periodísti­ca de la historia.

–Un capo, William Defoe. –Daniel Defoe, animal –me corrige–. Y sí, un capo. Con ese primer libro le fue tan bien que se pudo dedicar a escribir a tiempo completo y mantener con la literatura a su familia, que era bastante numerosa.

–O sea que llegó a publicar la historia de Robinson Crusoe ya con bastante handicap.

–Lo que logró con Robinson Crusoe es tremendo también porque nunca se había escrito prosa con tanta simpleza y eso le permitió llegar a un público muy amplio.

–¿Por eso dicen que es el primer novelista inglés?

–Claro. Pero además el tipo se armó su propio diario, que escribía casi todo él mismo. –¿Un diario íntimo?

–No, pavo. El diario The Review, que también fue un fenómeno porque se vendía como pan caliente, y que arrancó siendo semanal y llegó a publicarse tres veces por semana. Un maestro, y Robinson Crusoe es un librazo.

–Prefiero la película con Tom Hanks.

–La historia de Robinson Crusoe inspiró películas como esa y series como La isla de Gilligan o Lost, pero está basada en una historia real, la de Alexander Selkirk, un marinero escocés.

–¿Posta existió un Robinson Crusoe?

Basado en hechos irreales

Mi amiga me explica que el “verdadero” náufrago en realidad era un marinero que discutió fuerte con el capitán de su barco.

–El capitán se enculó y lo bajó en una isla desierta, donde estuvo cuatro años solito mi alma.

Le digo a mi amiga que me gustaría leer más sobre Selkirk, y le pido que me preste una edición bastante rara que tiene de Robinson Crusoe. Y la cara se le contrae de pronto en un gesto triste.

–Te prometo que te devuelvo todo, ya sabés que a vos nunca te robé un libro importante.

–No es por eso –me dice con los ojos brillosos–, es por la tormenta.

–Jodeme –le digo abriendo grandes los ojos–, ¿la de 2015? ¿Todos?

–No, sólo los mejores –dice mordiéndos­e el labio de abajo.

El método de María para organizar su biblioteca es el que copiamos varios de sus conocidos: en lo más alto, los libros chotos. Al medio, los libros de consulta frecuente.

Y en el estante más bajo, los textos valiosos, raros, esos que son difíciles de conseguir o que tienen un valor sentimenta­l muy grande.

–Tenés mala memoria –me dice– , yo subí un video a Facebook con el río pasándome por el living, ¿te acordás?

Subo y bajo la cabeza diciendo que sí. No me había percatado de que el torrente de agua chocolatad­a cubría por completo los estantes bajos de su biblioteca en esa publicació­n de 2015.

Y que cada año la comparte como recuerdo con una carita triste para homenajear sus textos arrastrado­s por el agua.

Se me ocurre hacer un chiste con la frase del tiempo loco para descontrac­turar, pero ciertas pérdidas sólo se pueden honrar ejercitand­o la memoria y no con una humorada.

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(ILUSTRACIÓ­N DE FAVIO CANDELLERO)
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