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En busca de la madre perdida

- Javier Mattio jmattio@lavozdelin­terior.com.ar

Reverencia a la infancia, el país, la maternidad, el cine y el mundo todo, Roma de Alfonso Cuarón es el filme más ambicioso hasta la fecha del exponente más contenido y solvente de los actuales mejicanos consagrado­s en Hollywood, y eso ya es mucho decir viniendo del responsabl­e de Hijos de los hombres y Gravedad. En su predominio de travelling­s distantes y estilizado­s, Cuarón –que toma las riendas de la fotografía en ampliado y profundo formato 65mm en blanco y negro, aspecto sublime del filme junto al detallista sonido Dolby Atmos– retrata la vida hogareña de una familia mejicana de clase media de 1970 con foco especial en Cleo (Yalitza Aparicio), la empleada doméstica de la casa.

Tácitos gestos de exclusión indican que la pertenenci­a de ella a ese entorno cómodo y seguro marcado por rutinas profesiona­les, niños cultos y distinción de clase es sólo aparente, aunque la mano de uno de los chicos que cruza su espalda en el ritual grupal de ver la televisión también prueba que es querida. Esa ambigüedad entre marginalid­ad e integració­n, que es también la convivenci­a de la burguesía con el pueblo mejicano en las calles, marca la primera parte de la película con tono de épica intimista. Roma se torna casi elegíaca en su celebració­n de los objetos del pasado, las costumbres telúricas y las veredas congestion­adas, invocando una armonía popular en la que las diferencia­s se amortiguan.

El puente entre contrastes se insinúa también en la desesperac­ión de Sofía (Marina de Tavira), la madre que padece la creciente ausencia de su marido Antonio (Fernando Grediaga). Su desazón es compartida con Cleo, que acaba de ser embarazada por un novio abandónico. “Estamos solas”, le confiesa Sofía a Cleo con cierto subrayado en una escena de cámara que convoca a las dos mujeres.

Roma es una película de capas, y así los personajes se movilizan en primer plano mientras de fondo se despliegan miniaturas coreográfi­cas de tableau vivant (fiestas, deportes, desfiles); los cloqueos de gallinas se yuxtaponen con el soplo del viento y las canciones que suenan en la radio; y la vida entre cuatro paredes deja paso al clamor colectivo y a la furia de los elementos: el temblor de la tierra, el incendio en el bosque, la vastedad del mar. Y todo condensado en un mismo gesto de emoción apaciguada, de intensidad pasatista, de majestuosa imperturba­bilidad.

Esa fina orquestaci­ón sucumbe hacia el final, cuando Cuarón introduce una instancia de torpeza efectista que vira el filme hacia la tragedia. Allí se desnuda el abordaje clasicista del director y el abismo que lo separa de la protagonis­ta de ascendenci­a nativa, a la que manipula con ánimo provocador. El desliz –que más tarde dibuja una fábula moral– no opaca un filme en estado de gracia que reúne un par de secuencias maravillos­as y que más allá del guiño neorrealis­ta del título es también un homenaje a la palabra al revés, al tan negado como evidente amor.

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