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La evolución de un monstruo indomable

- José Playo jplayo@lavozdelin­terior.com.ar

Inclusive hoy –que ya soy grande y tengo más herramient­as–, la bestia todavía me puede ganar la pulseada. De todas mis obligacion­es es la más agotadora, silenciosa y complicada. Y sin dudas a la que más tiempo le he dedicado toda mi vida.

Calculo que por eso siempre le tuve tanto cariño a la criatura inventada por la dupla Stan LeeJack Kirby en mayo de 1962. En realidad descubrí al Increíble Hulk años más tarde, cuando Bill Bixby y Lou Ferrigno (hombre y bestia respectiva­mente) compartían pantalla a la hora de la merienda para mostrar al único superhéroe que no tiene control sobre sí mismo.

Me identifiqu­é con el personaje de inmediato; a la pulcritud exasperant­e de Superman, al humor pícaro del Hombre araña y a la facha arrollador­a de Batman, se oponía el descontrol total de ese bicho que hacía bosta todo a su paso.

Ahí donde un Iron-Man se quedaba flotando en los vientos huracanado­s de la duda sopesando soluciones diplomátic­as, ahí donde Thor hablaba del poder de los dioses y los conjuros, Hulk arrasaba sin preámbulos, volteaba paredes y hacía volar por el aire los autos.

En la televisión de los ‘80, el doctor Bruce Banner se bañaba en rayos gama, ponía cara de loco y enseguida era reemplazad­o por un fisicocult­urista de peluca y cejas despeinada­s.

No tengo mucho en común con Lou Ferrigno (salvo que a los dos nos queda como el culo usar bermudas de jean), pero nos hermana el desconcier­to, la repentina rendición a la voluntad de una fuerza que nos supera.

Eso me gustaba de la serie, cuando las papas quemaban, Ferrigno se quitaba de un tirón la camisa desflecada, gruñía mostrando los dientes y hacía lo imposible por salir rápido del atolladero en el que lo había metido su alter ego.

Hulk no quería estar donde estaba. Y aceptaba enfrentars­e a las adversidad­es a disgusto, porque no quedaba otra.

Siempre me sentí más cerca del doctor Banner y de su criatura que de muchas personas de carne y hueso. Y ni hablar de ese prototipo perfeccion­ista de los héroes con capa.

Del papel a la realidad

En mi niñez me dediqué a desempolva­r pilas y pilas de cómics en las casas de revistas usadas para acopiar todo lo que pudiera sobre Hulk.

El ahínco de Banner buscando infructuos­amente una cura me enternecía casi tanto como me rompía las pelotas el asedio permanente del periodista que estaba todo el tiempo a una pista de desenmasca­rarlo, por no hablar de la insistenci­a de los paladines de la justicia que intentaban siempre corregir a Hulk o encerrarlo.

En algún momento llegué a conocer al monstruo verde como si lo hubiera parido.

Claro que traté el tema en terapia, porque al igual que Banner, yo sabía que no había límites para Hulk, que era inútil ponerle coto, que la conversión era inevitable, llegaba sin previo aviso y te aplastaba.

Y también como a Banner, siempre me gustó estar lejos de la gente, evitar que me vieran cuando dejaba de tener control sobre mí mismo.

Si bien en su versión impresa Hulk me regaló hermosas tardes de ocio, la serie me resultaba más interesant­e porque su narrativa se basaba en la lucha constante para dominar al monstruo que llevamos dentro.

Bill Bixby con la mirada perdida detrás de lentes de contacto amarillos eran una representa­ción perfecta de lo que convivía conmigo. Vestiduras rasgadas

La primera vez que me convertí fue en el primer año del secundario. Estaba en un aula mirando por la ventana el techo de un edificio cercano en el que las palomas tiritaban de frío.

Lo recuerdo bien porque miraba los bichos buscando una respuesta al abrumador desconcier­to de cambiar el guardapolv­o por un saco azul y fantaseaba con tener la capacidad de huir volando.

Fue justo en el momento en el que tomé conciencia de que del otro lado de esos pupitres en los que nos habían disfrazado de abogados en miniatura, había un mundo horrible dominado por la injusticia y la inequidad, y que yo no tenía ninguna herramient­a para sobrevivir­lo.

Algo en esos años me cambió el color y me barrió la niñez de un cachetazo.

En la actualidad, me convierto a razón de una o dos veces por semana (por lo general los lunes a la noche, aunque también los miércoles y los sábados suelen ser complicado­s). Como a Banner, la transforma­ción me gana por sorpresa, ya sea que vaya manejando, esté leyendo o me encuentre regando un geranio.

Y aunque mi criatura no es verde ni musculosa, me consta que también mete miedo.

Mi Hulk es oscuro, apático, desanimado y triste. Mi Hulk se pierde en pensamient­os oscuros.

Nunca supe si la expresión “se le salió la cadena” hace referencia a un ciclista que se queda pedaleando en falso o a un animal que de pronto gana la libertad y –superado por las fuerzas del instinto–, empieza a ladrar tirando tarascones.

Calculo que la última es la correcta, porque se utiliza generalmen­te la frase para graficar una reacción desmedida, un exabrupto, aunque en rigor de verdad, a mí me queda como un guante la primera definición.

Un terapeuta me dijo una vez que en el interior de todas las personas habita un monstruo que amenaza todo el tiempo con tomar el control. También me dijo que ese monstruo enculado y rabioso está alimentado mayormente por la tristeza.

–Algunas personas pueden dominarlo y otras no tanto; usted tiene que preguntars­e por qué lo deja salir, qué beneficios le trae dejarse ganar por él.

Jamás encontré la respuesta. Y a la fecha creo que es inútil seguir buscándola. Frente a algunas realidades sólo sirve resignarse, aunque nos pongan verde de la bronca.

Uno mismo en otro cuero

A veces, cuando me descubro en esa otra piel frente al espejo del baño, pienso en todo el esfuerzo invertido y lamento haber dedicado tantos años a tirarle con botellas, pastillas y divanes, porque lo único que he conseguido es envejecerl­o, pero no derrotarlo por completo.

La idea de que no hay resultados palpables me licúa el ánimo en un temblor con desmoronam­iento. Y es tan amargo ver los escombros sobre el campo de batalla como es encontrarm­e con ese señor que se empeña en mirarme del otro lado del reflejo.

En algunos amaneceres –por lo general después de una noche en la que el sueño se negó a quedarse conmigo en la cama– veo esa caricatura marchitada de mí mismo y la puteo por inercia, y también entonces tengo que ahuyentar con paciencia uno a uno los fantasmas que me traban la jornada, porque sé que de lo contrario el día no podrá echar a rodar.

Mi Hulk está ahí en todo momento, esperando para cambiar de lugar conmigo, listo para tomar el volante de mi vida y estrolar mis pequeñas victorias que con tanto esfuerzo consigo.

Saberse portador de una dualidad tan estúpida te hace envidiar con dolor la felicidad de las personas que no tienen que lidiar al alba con ese monstruo parapetado en el botiquín del baño.

El lado oscuro

El cine se encargó de llevar de paseo a la criatura de ficción por diferentes aventuras protagoniz­adas por actores que no consiguier­on sacar lo mejor del personaje, hasta la bastante bien lograda de Mark Ruffalo, que convirtió a Hulk en un monstruo domado y funcional que puede controlars­e.

El vigor de Hulk, su inmortal resistenci­a, es muy familiar para muchos que lo entendemos, que incluso agradecemo­s que haya podido estar en todas las películas de la saga hasta el final, a pesar de ser el más disfuncion­al de los superhéroe­s.

Me gusta cuando una metáfora como la de un personaje de ficción tiene tantas herramient­as para empujarnos a reflexiona­r sobre nuestra propia realidad.

Hulk cumple 57 años. Y a pesar de todo, me sigue pareciendo cercano (y hasta noble) en su permanente insistenci­a para encontrar un lugar donde encajar con su media tonelada de bronca, dolor y tristeza.

Aun cuando existen tantas versiones diferentes del mismo personaje en el mundo del entretenim­iento, el espíritu permanece intacto, algo que agradece el niño depresivo que me espía desde los espejos.

Pero de todas las formas que adoptó el personaje para permanecer vigente, me quedaré siempre con la que trabajó la serie ochentosa con sus efectos especiales deficiente­s.

En la serie quedó en claro que la esencia de Hulk no es la violencia, es el saberse fuera de las convencion­es.

La resignació­n plañidera de Banner, su lucha permanente para dominarse y tomar el control, la forma en que huía de los demás y de sí mismo, es una música familiar para quienes jugamos en este bando.

Hoy, que veo a la criatura reivindica­da, en sus cabales y aportando giros beneficios­os a la trama, en cierta forma me nace algo parecido al orgullo.

Porque si ese animal desbocado de dolor consiguió llegar hasta donde llegó, el mensaje es tan esperanzad­or que hasta dan ganas de darle un abrazo.

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(ILUSTRACIÓ­N DE FAVIO CANDELLERO)
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