La filosofía “Toy Story”, contaminada
Hay que reconocer que antes de ver Toy Story 4 todos, en mayor o en menor medida, teníamos el mismo miedo: que esta nueva secuela de una de las mejores animaciones que se hayan visto no estuviera a la altura del mito, sobre todo después de ese final absolutamente perfecto que nos mostró “la tres” y que nos hace lagrimear cada vez que la volvemos a ver a pedido de algún hijo o sobrino.
Por supuesto que no podemos decir que esta cuarta parte no cumpla las expectativas. Es una película muy pensada y entretenida, aunque tal vez excesivamente vertiginosa para la filosofía Toy Story, que siempre se caracterizó por equilibrar de forma magistral los momentos de pura acción con los más reflexivos.
De hecho, hasta la mitad de esta nueva entrega, el filme no es demasiado más que los cortos televisivos que se lanzaron en los últimos años (el de Halloween o el de los dinosaurios). Muchos lugares comunes y personajes fueron forzadamente aggiornados (el caso más notorio es el de la pastorcita Bo Peep) sólo para mostrarse políticamente correctos. Claro, la vuelta de rosca que tiene después y la decisión que toma Woody hacen que realmente valga la pena. Eso sí, la escena de la niña perdida en el final nos parece un golpe bajo excesivo.
Una de las cuestiones que más duele no tiene que ver directamente con la peli, aunque afectan inevitablemente nuestra percepción y es la saturación que hemos vivido en estos días con el marketing furioso que se instaló en todos lados. Desde la invasión de séxtuples en la vía pública hasta las promociones en estaciones de servicio, algo que contrasta fuertemente con una historia en la que se destaca todo lo contrario: la creación de un juguete de las manos de una niña (Forky) y el resto de los personajes más humanizados que nunca, en una crítica a la sociedad de consumo. Está bien que Disney y la industria cinematográfica necesiten un “tanque” para sostener la taquilla, ¿pero hacía falta contaminar uno de los mundos más puros del cine de esta forma?