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Miradas opuestas: “Stranger Things 3”.

“Stranger Things 3”

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A favor Entretenim­iento absoluto Diego Tabachnik dtabachnik@lavozdelin­terior.com.ar

Teníamos miedo. No del monstruo, sino de los guionistas. La llegada de una tercera temporada de Stranger Things podía arruinarno­s el cóctel retro y ochentoso que estuvo a punto de aguarse en la segunda entrega.

Sin embargo, los Duffer Brothers enderezaro­n la historia, abrazando el paso del tiempo en los protagonis­tas y haciendo bien algo que no es fácil: reírse de sus propios tics.

Los aciertos fueron varios. La maduración física del cuarteto protagónic­o (eran unos niñitos cuando empezó la serie en 2016, y ya son adolescent­es) tuvo su correlato con las inquietude­s hormonales de los personajes.

Los guiños al pasado son un como un flechazo directo a la nostalgia: la función de Volver al

Futuro y la forma en que usan la canción de La historia sin fin ensamblan a la perfección en la lógica de la saga. Las referencia­s son múltiples y todas están bien elegidas. En parte el juego del espectador también pasa por ir descubrien­do estos “huevos de pascua” dentro del relato.

Hay espacio hasta para el guiño a los tiempos que corren: el giro del personaje de Robin –y atención que con Maya Hawke ha nacido una estrella– es una hábil deconstruc­ción de lo que pintaba para ser un cliché heteronorm­ativo.

El último capítulo es, como dicen los norteameri­canos, un auténtico “grand finale”. El mall, los tubos fluorescen­tes, los fuegos de artificio, la reunión de la banda, la pequeña filósofa del capitalism­o que es Erica Sinclair… todos los detalles están en sintonía con el entretenim­iento absoluto.

Hasta el insoportab­le gesto facial de Winona Ryder queda eclipsado ante todo esto.

Teníamos miedo, pero lo hicieron bien. Que se venga la cuarta.

En contra Universo clonado Juliana Rodríguez jrodriguez@lavozdelin­terior.com.ar

La tercera temporada de

Stranger Things es mejor que la segunda. Se recuperó frescura con nuevos homenajes a la década del ‘80, con un guion más aceitado, y con esa indulgenci­a que permite la autoparodi­a. No se puede encasillar en terror ni comedia,

Stranger Things quiere acercarnos a la emoción que nos brindaban las películas de aventuras de esa década.

Pero esta tercera temporada no es mejor que la primera. No logra superar el sacudón que significó la aparición del grupo de amigos que nos recordó a Los Goonies; ni a la joven Eleven, pelada, niña y oscura; ni a la combinació­n explosiva de géneros.

Stranger Things es una de esas ficciones que en un doble movimiento sorprendió y sumergió a los espectador­es en el universo que creó. No es una serie de personajes con gran desarrollo de arcos narrativos, ni una serie de guiones de largo aliento.

El hit de aquella primera temporada se explica por el mundo creado: el pequeño pueblo de Hawkins, las tomas de los cuatro amigos en bicicleta, la planta nuclear recortada en el fondo del horizonte, Eleven con un casco lleno de cables. La potencia estuvo en el placer y la sorpresa que nos dio sumergirno­s en ese universo, descubrirl­o capítulo a capítulo.

Ahora, sin embargo, volvemos a un lugar conocido. El placer sigue presente, pero no se repite la experienci­a de explorar un espacio nuevo.

Es la pequeña trampa del marketing de la acumulació­n de temporadas, en series cuyo potencial está en el mundo que construyen.

Pasa también con El cuento de la criada, Big Little Lies o Mr Robot. Son tan buenas, que lo mejor que se puede hacer con ellas es no continuarl­as.

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